domingo, 27 de abril de 2008

EL EXTRAVIO DE ULISES

Se pierde en los pliegues
de la mujer
su copa clara

es
sólo
allí

en una isla de niebla
duerme entre sus piernas.

Ella canta a los árboles altos
y los viajeros se atan a los mástiles
se hunden en el MP3

le mece el pelo donde se desovilla
y al fin descansa
en su dulce extravío de almendras silenciosas.

lunes, 21 de abril de 2008

EL INVERNADERO

I. El panóptico decía cielo despejado pero eso no mejoraba mi humor porque desde el Rosebud no podía verlo. Faltaba cuatro minutos para el break y todavía tenía que terminar un escaparate. Lo tomé en los cinco reglamentarios, un eferade de fresa y un semicrocante.
Entró un chico indigente con pantaletas de mujer. Quería una camiseta con un fotograma pero no tenía dinero. Pensé en regalársela pero no lo hice porque el dueño me despediría.
Sonreí para la cámara y le pregunté cuántos años tenía. Dijo dieciséis. Quería impresionarme: no tendría más de once. Me contaba sobre unas hamacas que se movían solas pero mentía, no quedaban hamacas en el globo. Lo llevé hasta la puerta; di la espalda a la cámara, con la mano derecha abrí y con la izquierda busqué una mariposa de opalina del escaparate y se la puse en la mano. Me sonrió y se fue.
A las ocho menos cinco entró Fluvio con ojos de vidrio amarillo.
A las ocho apagué las luces, cerré el Rosebud y salimos.
Fluvio tenía un motocar color petróleo de los antiguos, con compartimento para acompañante a la izquierda. Me gustaba ir ahí, con el viento en la cara y disfrutando ante los transeúntes que nos miraban pasar en ese modelo en desuso. Me decía Kitty porque la primera vez que estuvo en el Rosebud había llegado una partida de anillos con la cara de la gata blanca sobre el fondo rosa y todo estaba completamente kitty. Entonces Naïn, Ysca, Jano, todos me llamaban Kitty.
Cuando llegamos a mi casa detuvo el motocar hasta que decidimos dónde nos encontraríamos y nos despedimos.
En el refrige no había nada comestible. Mandé un QNU y a los quince minutos llegaron mis crostones de chernia. Los devoré. Me unté con emulsión I-gi, me vestí y salí.
Tomé un motocar en la 452; pude ver en la identificación que el motocarista era argelino y tenía un permiso para otro distrito.
Los argelinos siempre llevaban a algún deriva; ellos nos detectaban y sabían que no corrían peligro. El día anterior a las once y veinte minutos había leído que estadísticamente sólo el tres por ciento de la población distrital violaba la obligación de informar al panóptico sobre los derivas. Me gustaba el tres. Era un número mágico y antiguo.
Entré al Suco y busqué a Fluvio. Estaba muy lindo, con unas botas de reptil y gemelos rojos. Aunque con la humisca apenas podía verlo. Sonaba Athomeproject. Lo reconocí porque me lo había hecho escuchar Dafne, que sabía mucho de música vieja.
Naïn bailaba con una chica que yo conocía pero no recordaba de dónde. Después la reconocí: era la vampira de Josh, un poco menos maquillada y con su anillo. Le besaba el cuello y Naïn reía y miraba a Jano. Yo la miraba cruda porque sabía que Naïn empezaba así y terminaba haciendo llorar a Jano. Pero a ella le encantaba eso, clavarle a Jano las uñas después de haberse untado la saliva de alguna ninfa.
Jano había empezado a poner los ojos de tortuga. Jano fuego fatuo. Lo llevé de la mano hasta el visquibar y pedí dos ajenjos.
Un chico transpirado con una remera que decía nobody cares you me succionó la boca. Tenía gusto a algo dulce que no reconocía. Enseguida conseguí un Pre 1000 y entonces me quedé tranquila. No quería correr riesgos, por un beso de un ulpiano Ysca había estado tres meses con fiebre. Yo sólo me besaba con Fluvio que tenía un certificado, prefería eso a la porfía contra mi aversión a las enfermedades. Además estaban los paseos en motocar.
Llegó un chico que conocía del Rosebud porque una vez había ido a comprar unos arácnidos, ya fuera de moda pero que, según dijo, a su amiga le gustarían. Nos fuimos a una cabina a ver una escena en la que se succionaban de verdad durante veinte minutos y se podía tocar la vidriera. A mí no me resultaba especialmente emocionante pero lo acompañé por ser amable. El miraba en silencio y me pareció que algo falló en el lacrimal derecho, pero debía ser la luz porque volví a mirarlo y no había nada.
Cuando salimos habían empezado los arneses. Tomábamos unos quiros y me rozó un arnesista, un gordo encerado vestido de ángel con el sexo colgando. El arnés subió en dos segundos. El sexo del gordo era flácido y pequeño y me miraba, pero debía ser que todo el mundo suponía lo mismo: ser mirado por el sexo del gordo.
Mi acompañante me decía cosas y yo asentía con la cabeza pero no escuchaba lo que me decía. Creo que en un momento dijo nadie salva y estuve de acuerdo. Porque era verdad o porque el panóptico podría captar alguna descortesía con el cliente.
Después se fue a otra cabina.
En un ángulo vi a Pierceboy que se había pintado el cuerpo. Tenía unas botas de caucho que me gustaban mucho. Me acerqué y le pregunté si podía tocar las botas. Las toqué y eran de caucho verdadero. Olí mis dedos y absorbí el vestigio de caucho. Con lo que quedaba y para devolverle algo recorrí con el índice de la mano derecha los grafismos del cuello, bajé por el hombro hasta llegar al extremo de su mano. Ahora Pierceboy olía a caucho de él y a emulsión mía y me dio muchas ganas de succionarlo unos segundos pero no lo hice. Pierceboy era un deriva y probablemente no tuviera certificado.
En ese momento vino Fluvio y me dijo que iban al invernadero.

II. El invernadero era de la madre de Jano, que era de una rama de mucho dinero. Lo había hecho construir por arquitectos que se habían inspirado en estilos del siglo XX; era un predio cercado de vidrio, con humedad provista por un sistema independiente y luz con una radiación idéntica a la de la luz solar en ese siglo.
Jano nos había contado que su madre había invertido en el invernadero toda su herencia y que era único en todos los distritos del sector. Había réplicas de mandrágoras, fresias, violetas y otras especies, además de un olor delicioso; Jano nos explicó que habían conseguido insuflar odoramina de clorofila, una sustancia que todavía se encontraba en los vegetales de las reservas planetarias.
El nombre me recordaba a las estaciones como debían ser en ese siglo, con cambios climáticos. Una vez había escuchado una música de Vivaldi y había podido imaginar las cuatro. Me ayudé con unos gráficos que saqué del panóptico, había un verano en Japón, un invierno en Madrid. Encontré cosas que me gustaron mucho y se las envié a Fluvio. Me contestó por beep que las había recibido y no me dijo nada más.
Nos gustaba volver al invernadero. Era el único lugar donde queríamos estar.
Un tiempo atrás habíamos tomado la costumbre de infiltrarnos en los aqualinos. El padre de Ysca tenía un pase en un aqualino de tres por cinco, lujoso y con un piano de cola blanco. Pero una vez nos descubrieron y él tuvo una suspensión por tres meses. Además ya no nos gustaba, no renovaban el aire con tanta frecuencia y el agua estaba turbia.
Jano conectó unas crisálidas que su madre le había regalado para navidad. Nos quedamos mirándolas y vi la luz reflejada en las caras. Los ojos de vidrio de Fluvio las duplicaban. Cuando me miró me levanté para ir hasta los narcisos.
En el invernadero había un momento en que Jano se ponía espeso con Naïn y ella hacía lo que siempre. Entonces Jano lloraba sobre las mandrágoras. Ysca le acariciaba el pelo y no decía nada. Después él se dormía y ella le ponía en el pelo unas minimariposas que había comprado en el Rosebud. Pero yo sabía que alguna vez sería distinto.
Me levanté, fui hasta el visquibar y preparé granadin con una receta que había sacado del panóptico.

III. Ysca puso un vinilo de Prox. Se acomodó entre los nardos y encendió un habisco. Estaban muy ricos.
Sólo ella y yo fumábamos habiscos. Los otros se reían de nuestra afición. Pero Ysca los conseguía y cada vez nos parecía que sería la última. Entonces eran más ricos todavía y cuando conseguía otro lo celebrábamos fumándolo con una lentitud que nos independizaba de los otros del invernadero.
Elegíamos siempre los nardos para nosotras. No hablábamos de nada, o sólo de algún vinilo que ella hubiera comprado esa semana y prometía prestarme.
Yo no decía nada porque nunca cumplía. No porque no quisiera sino porque así se sostenía nuestra relación. Debía ser que tácitamente temíamos que si me prestaba un vinilo algo podría suceder que nos cambiara irreversiblemente.
Pensaba esas cosas pero nunca le pregunté nada por temor a que no estuviera de acuerdo.
Naïn dormía o hacía como que dormía.
Estaba también Ivo. Al principio me alegré. Me gustaba que él me hablara de pintura. Pero esa noche decía que tenía fiebre.
Puse un vinilo de Kai Mu.
Jano parecía animado y no demasiado pendiente de Naïn. Pensé que esa vez podía ser distinto. Estaba concentrado en dosificar las granas que había traído Fluvio. Le dije que no las tomara todas y estaba respetando lo que le indiqué.
También había LSD, no entendí cómo había hecho Fluvio para conseguir eso, pero era para celebrar. Lo último que habíamos tenido había sido dos años atrás; después, sólo coramil de mala calidad.
Alguien remixaba Chopin y Ute Lampe y yo no sentía el cuerpo porque había pasado a ser una parte de la música, se había alejado de mí, me había dejado tranquila por fin.
Después de las granas con Fluvio y Naïn esperamos la hora en que se hacía al lado de la fuente un rectángulo de luz en que cabíamos los tres. Nos gustaba entrar en el rectángulo, bañarnos en la luz y tocarnos los cuerpos.
La espalda de Fluvio tenía un itinerario que me gustaba recorrer con la lengua porque tenía el gusto de unos panes que había probado en las Islas Celénides cuando mis padres vivían.
El me dejaba ir y volver y sólo se dedicaba a Naïn cuando yo terminaba. No había error, los dos conocíamos la extensión precisa.
Seguimos. Naïn me rozaba viscosa las plantas de los pies. Fluvio le ató el cuello con el cordel de las botas y ella se volvió más reptil en el vaivén de los isquiones.
Los gemidos subían y se ponía roja. En un espasmo gritó. Yo pensé que se le iba y le grité basta. Fluvio seguía, empalaba con una furia que no le conocía. Era otro.
Yo le grité basta, basta, basta.
Al fin lo aflojó. Con una mano le oprimió las muñecas y con la otra le agarró el pelo y la sacudió con fuerza contra la fuente, a cinco centímetros del agua, una vez o mil veces hasta que ella dijo basta y la dejó.
Oí la carcajada de Naïn y me quedé tranquila.
El aliento de Fluvio era caliente y me ardía en la piel. Me desollaba y yo veía unos enjambres como los de un libro que tenía de niña. También fitoplancton y unas tumbas egipcias. Siguió. Yo estaba inmóvil y veía a Naïn dormida.
Después de que terminamos la cara de Fluvio se apoyó en mi hombro izquierdo. Estaba húmedo y suave. Resbaló hasta la boca y me succionó todo el tiempo que quise. El esperaba a que Naïn se durmiera y me daba eso sólo a mí.
Después volvimos con los otros. Jano lloraba. Le pidió a Fluvio más coramil.
Cuando salí del invernadero había una tenue bruma blanca. Estaba amaneciendo.
Con el motocar de Fluvio y volví a mi casa por la 326. Lo estacioné y cuidé no dejar la llave puesta.
Subí a mi habitáculo. Hacía cuarenta y dos grados. Tomé un eferade mientras miraba el gato de yeso que había encontrado en la compactadora del anticuario. No había cambiado nada, no estaba más ni menos amarillo. Es decir que era invulnerable a las altas temperaturas.

IV. Me despertó el beep con un mensaje de Fluvio. Decía que estaban en la Asistencia. Me vestí y salí.
Abajo estaba el motocar de Fluvio y en ese momento me di cuenta de que lo había dejado en el invernadero sin su vehículo.
Por la 426 llegué en siete minutos.
La recepcionista me preguntó a qué área iba y no supe qué decirle. Pregunté a Fluvio por el beep.
-Al área cuatro- dije y la recepcionista dibujó una cruz en un formulario.
-Interno? –preguntó.
Yo no sabía quién era el interno. Tuve que esperar en un pasillo blanco hasta que vino Fluvio. Se sentó a mi lado y estuvimos en silencio quince minutos hasta que se levantó y me dijo vamos.
Me llevó hasta un cubículo de vidrio donde estaba Jano dormido y conectado a un monitor por tubos de silicona. Era un pez indefenso y pálido. Fuera de la pecera estaba Ysca que abría y cerraba la tapa de su reloj. Era el único sonido en ese lugar.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que una mujer vestida de blanco nos preguntó si teníamos los certificados.
-Sí –dijo Fluvio y le mostró el suyo.
Ysca y yo simulábamos buscar los nuestros. Cuando el panóptico viró a la derecha la mujer hizo un ademán como si los recibiera y nos dijo que estaba bien. Tenía unos ojos grandes y muy maquillados detrás del barbijo.
-Gracias –le dije y sonreí. Ysca pareció hundirse unos segundos pero siguió intacta.
Estuvimos un tiempo en un abismo neutro y silencioso. Tenía sed y mucho sueño. Pensé en Jano sobre las mandrágoras y en sus lágrimas de pez, en Naïn resbaladiza, violeta, su cáscara, los vinilos de Kai Mu. Naïn bailando en el Suco con una serpiente plateada y la serpiente mordiéndole el cuello.
-El final se sabe en el estómago –me había dicho mi madre una vez. Tenía tres años y estábamos visitando a un vecino que agonizaba; yo lloraba porque recordaba las historias que me leía, de libros verdaderos, con estampas originales de animales y personajes extraños. El viejo estaba dormido pero me parecía que me había mirado unos segundos. Habíamos vuelto a nuestra casa y una hora más tarde veíamos desde la ventana que sacaban un cuerpo cubierto por una sábana.
Fluvio me despertó y me dijo vamos. Me llevó hasta el Rosebud. Abrí con un retraso de dos minutos y cuarenta y cinco segundos. El panóptico marcaba treinta y ocho grados.

V. Fui al Rosebud sin haber dormido. El coramil y la falta de sueño me devolvían las imágenes del invernadero como una marea incesante. Hasta que llegó Fluvio, traía un informe de la Asistencia. Me lo dio y no dijo nada. Lo leí. Busqué una kitty y la apreté muy fuerte hasta que las lágimas se replegaron.
Después Fluvio se fue.
A las seis reuní todas las estampas de kitty que habían venido en la última partida. Me desvestí delante del panóptico. Me las pegué una a una hasta que tuve el cuerpo cubierto de kittys.
En mi bolso puse todas las mariposas que encontré. Me despedí del Rosebud y salí sin cerrar.
No fue difícil encontrarlo. El chico de las pantaletas de mujer estaba a dos calles, unos derivas le daban fenoles. Cuando terminaron me acerqué para darle las mariposas. Los derivas no dejaban de mirarme.
Pero al chico no le asombraba mi cuerpo de kittys. Era un día feliz para él, tenía fenoles y las mariposas de opalina.

VI. Caminaba por las calles desiertas pensando en que sería difícil olvidar el olor a clorofila. Tal vez podría conseguir odoramina de algún deriva.
Llegué a mi casa y saludé al gato. Nunca le había puesto un nombre y era el momento.
-“Mirko” –le dije. Pareció complacido.
Busqué en el refrige un eferade y salí al balcón. Por la calle pasaban una mujer y dos niñas con sombrilletas gemelas. Las niñas eran albinas y cantaban una canción que me recordaba mi infancia. La mujer era, como casi todas las nanas, china y vestida con su uniforme de bristilo rojo. Puse un bluebite de Waa-gong y me despegué una a una las kittys.
La luz verdeacuosa me dio sueño. Soñé que era uno de los nadadores. Cuando desperté desde la pantalla Waa me sonreía, nadando en loop con antiparras azules.
Podía conseguir el número de un deriva que falsificaba pases a otro distrito. Pero no quería intentar nada.
Me harían un informe en cuarenta y ocho horas y en dos más estaría en la Asistencia bajo vigilancia. Tal vez eso no estaba tan mal. Como en la Asistencia no había red, iba a tener tiempo para leer los libros del anticuario. Los busqué. Alicia en el país de las maravillas. Moby Dick. Dama de Porto Pim. Cazadores en la nieve. Eran libros de papel puro, tenían ochenta años y el olor del tiempo.
Los envolví en celofán azul y los guardé en mi bolso. Me senté a esperar.

domingo, 20 de abril de 2008

HUMO

cráter difuso
pulso distante
mi corolario
una palmera
y mi cigarro que dice
hoy no es jueves

miércoles, 16 de abril de 2008

SEPTIMA

La primavera en aquel barrio se llama soledad/se llama grito de ternura pidiendo para entrar/y en el apuro está lloviendo
Fernando Cabrera, El tiempo está después.





En esa pausa

supo al fin

la autonomía de los grillos

domingo, 13 de abril de 2008

MUTIS ANUNCIADO

ella habla

pero él
sólo mira el vino rojo
donde tiemblan sus pestañas

martes, 8 de abril de 2008

COPAS ALTAS

Allá por Alvear
reunía
copas altas
las alineaba
las llenaba de agua.


No tengas frío.
Cuidate.
Querés un té.

Estaba solo
en una casa oscura
con un reloj antiguo
y una caja con libros.

Trece años después
afuera
todo se sostiene
a un cuartito de alplax.

miércoles, 2 de abril de 2008

LA JOCKETTA

A Marina Lezcano

La renuncia al lujo de unas piernas
deliciosamente femeninas.

La barra indisoluble redobla las apuestas.

Va a ser como Leguisamo
había dicho el abuelo

Y no hubo sino el designio
de ser la más fuerte
en su ínfimo tamaño.

El mismo cuerpo
mujer y potro bravo.

Y la barra.

No hay compañía posible
en esa cofradía de sus hombres devotos.
Ella va sola en la nube polvorienta.

Pero está hecha de sustancia cierta.

Ya habrá al fin
el hombre en que descanse.