-Pasame más diario –dijo Yago al Jefe. Yo sabía que el fuego no iba a encenderse nunca, pero no dije nada. Ya no era época para la parrilla, pero la garrafa se nos había acabado dos meses antes.
Pederneschi decía que en un par de semanas iba a recibir un dinero de sus parientes de Italia y que con eso se solucionaba lo de la garrafa.
Pero el dinero de los parientes de Italia de Pederneschi, que yo imaginaba iguales a Pederneschi pero originales italianos, otros Pederneschi, o Matiotto, o Belluccini, o cualquier otro apellido que sonara de esa manera obscena, no llegaba nunca, era un mesías innoble que sólo cumplía una función para él: relevarlo de salir a buscar trabajo.
Porque los socios, excepto Zoca que dedicaba todo el tiempo al bebé, salíamos todos los días a buscar trabajo. Pasábamos por el kiosco de Tilu a mirar los clasificados y después iniciábamos el ritual de la derrota: una cola de una o más cuadras compuesta por un cuarenta por ciento de fracasados, un treinta de hombres y mujeres jóvenes con buena presencia, un veinte de niños bien en conflicto con sus padres, un diez de nuevos profesionales a la deriva.
Entre los fracasados estábamos nosotros, dentro de un elenco estable que veíamos cada día en las mismas colas: nos ofrecíamos tanto para deliverys, para serenos, para porteros de edificio, como para telefonistas, administrativos, vendedores de lanchas. El grupo de jóvenes con buena presencia era mutante: chicas bien vestidas, uñas prolijas; chicos de corte de pelo moderno y buen gusto en el vestir, todos con conocimientos de inglés y computación. En cuanto a los niños bien, los detectábamos porque aparecían y desaparecían según las variaciones climáticas: si hacía frío o llovía no salían a buscar trabajo. Los profesionales a la deriva se diferenciaban del resto: no hablaban con nadie y los asistía cierto aire de superioridad, a veces hacían cola un par de horas y se iban.
El Jefe decía que teníamos que cuidar la presencia para salir a buscar trabajo. Eso para mí era un verdadero problema.
Córdoba era el más elegante: tenía un traje, compuesto por un saco raído pero que tenía todos los botones y el pantalón, ya fuera de moda, sujeto con una correa grasienta que él llamaba cinturón; el resultado era agradable porque Córdoba había sido uno de los mejores deportistas del club y eso se notaba ahora en sus movimientos, en la seguridad con que se desplazaba, el aplomo de los pasos. El era nuestro número puesto. Pero excepto una temporada en que lo contrataron como casero unos parientes del Bepo, no había vuelto a conseguir nada.
El Jefe ya casi no salía. No le decíamos nada. Creo que entre nosotros existía un acuerdo tácito en que tenía derecho a no hacerlo. Le debíamos estar ahí, tener casa y comida. El había decidido la ocupación del club, después de estudiar la situación legal; había dispuesto las normas de organización interna que aceptábamos y sentíamos debían ser respetadas. Nos sujetábamos a ellas sin cuestionarlas. Nuestra vida en el club era provisoria, lo sabíamos, pero era la única vida que teníamos. Era cierta la miseria, cierta la incertidumbre, cierto el frío y el agua que nos mojaba los pies esa noche. Pero no era menos cierto que también podíamos perder eso y la intemperie sólo podía envilecernos más. No teníamos otra posibilidad. Y así estábamos acompañados hasta que pudiéramos enderezarnos.
Entonces salvo Zoca y el Jefe los demás volvíamos al mediodía con sed y gusto a sal, después de haber olido los asados de los albañiles, de haber deseado los daiquiris de las señoras que llevaban a sus perros a tomar sol a los bares elegantes de la ciudad. A los casados les esperaba una riña conyugal; a mí no me esperaba nada.
-No hay más –dijo el Jefe.
-¿Y cómo hago? Esto no prende. Vamos a comer a las tres de la mañana.
-Vos sos el encargado. Deberías tenerlo previsto.
-No sé a quién le tocaba hoy, pero los chicos tienen hambre. Hagan algo, no los quiero llevar otra vez a lo de mi tía, la última vez se quejó tanto de los aumentos, de lo que paga de teléfono, de lo que paga de gas, que no comí nada. Los chicos por suerte comieron todo. Pero después se durmieron en el colectivo y no podía despertarlos –dijo Mirta mientras untaba unos panes con picadillo.
Excepto Zoca, las mujeres tenían el deporte de la queja. Por suerte las otras dos se habían ido a dormir temprano, pero Mirta que no lo hacía hasta que los chicos comían y se iban a dormir y ella tenía las últimas horas de la noche para increparlo al Mono con total libertad de acción. Era ya el momento en que empezaba esa escena, y estaban dadas las condiciones: los chicos se habían ido a dormir sin cenar más que esos panes y el Mono y Pederneschi seguían con el truco como si no les importara nada.
El Mono hacía lo que podía. Con el truco había desarrollado un refugio eficaz contra la balacera de Mirta. Creo que a Pederneschi no le gustaba nada el truco, pero lo hacía por solidarizarse con el Mono.
Yo miraba las brasas agonizantes sabiendo que no iba a haber cena. Los chicos comieron los panes y corrían alrededor de la sombrilla que decía Sprite y que servía de paraguas y de sarcasmo: no era verano, no había sol, no podíamos comprar una Sprite.
Sin cena y con el frío iba a ser más difícil dormir esa noche. Desde que mi mujer se había ido yo tenía mi maridaje más fiel con el insomnio. Los primeros días me parecía increíble y aunque no la extrañaba a ella, no le perdonaba que se hubiera llevado a Santi sin decirme nada; la llamaba todos los días y ella me decía que allá tenía un futuro, que su hermana la podía ayudar, y que apenas ahorrara unos pesos me lo traía; que estaba lindo y ya dibujaba muñecos con dedos y pantalones. Del desalojo no le conté nada. El Jefe me había aconsejado que no se lo dijera si tenía alguna esperanza de volver con ella.
Después empezó a atender la hermana y yo gastaba mucha plata en llamadas. En lugar de llamarla para que me explicara que allá tenía un futuro empecé a tratar de entenderlo yo, después de todo quién era yo para negarle un futuro si no podía darle ninguno. Y a Santi podía verlo si me salía esa temporadita en el hipódromo, podía ir en tren en las vacaciones y ayudarle a buscar una buena escuela.
Zoca le daba el pecho al bebé y todos los mirábamos en silencio mientras Yago apantallaba lo que quedaba de las brasas. Trasmiten una paz oceánica, decía el Alan Faena. A él le gustaba decir cosas como esa, lindas y complicadas. Yo podía decirlas también, pero no lo hacía. Las pensaba. A veces las escribía. Pero él las decía con impunidad, como si fuera lo más natural del mundo decir algo así en medio del frío y la lluvia de esa noche, el fuego que no prendía, Pederneschi que seguía prometiendo lo de la garrafa, el Jefe que no había podido comunicarse con el síndico. Por eso le habíamos puesto Alan Faena. Porque decía esas cosas.
-Pero ese es un tipo de la moda –había dicho Yago.
-Y qué cuando se pongan de moda esas frases? –dije- El va a pasar a ser el Alan Faena.
Y lo siguió siendo a partir de ese día; cumplía puntualmente su rol que consistía en soltar una de vez en cuando como para sostener su personaje. Así como Yago se ocupaba del fuego, el Jefe de los papeles y de hablar con el síndico, Zoca de amamantar y acariciarle la pelada al Ruso cuando el bebé se dormía, y los demás a las tareas rotativas estipuladas para esa semana, el Alan Faena se ocupaba de las frases. Su trabajo era tan impecable como el de Zoca.
Mirta se llevó los chicos a dormir y Zoca acostó al bebé. Ahora el Ruso había apoyado la cabeza en las rodillas de Zoca y ella le acariciaba la frente. No sabíamos cómo era la historia entre esos dos. No sabíamos si ella tenía permiso de residencia, ni de su pasado, ni si el chico era del Ruso. Pero las mujeres la habían aceptado y eso bastaba; al principio lo habíamos hecho por el Ruso pero después le tomamos cariño. Y el bebé era como una promesa que todavía podía cumplirse.
-Me gusta, es decorosa –me había dicho el Alan Faena una vez.
Lo único que nos faltaba, le dije, un quilombete sentimental. No jodamos con eso, ya tenemos bastante de todo. Me contestó que era una opinión desde el punto de vista contemplativo. Pero yo lo conocía bien y no le creí. Para contemplar uno iba al balneario, o a la peatonal, él tal vez al museo municipal. Pero no se mira a la mujer de un amigo.
-Marcos, andate hasta lo del viejo y pedile diarios y si tiene algo de alcohol –me dijo Yago.
-En qué sentido? –pregunté estirando el momento de cumplir con la tarea que me estaba asignando.
-Alcohol etílico, digo, para el fuego, o tenés cara para ir a las diez de la noche a pedirle whisky escocés para la sobremesa también y el Corriere Della Sera.
-No me da más la cara. Y el viejo no se enoja nunca, y eso es peor. Preferiría que me diga andate a la mierda, o que no atienda. Qué se yo. Pobre viejo.
-Y si no tiene con quién hablar –dijo Mirta. –Lo mejor que le puede pasar es que vayas vos y le pidas algo, él te cuenta que no ganó a la quiniela y que el ferretero tiene la vereda que es un desastre y vos traés diario y vemos que pasa con el fuego. Yago, así andás con las mujeres? No pegás una.
Escuché los últimos ecos de la voz de Mirta hostigando al parrillero que se perdían con el foco y la sombrilla de Sprite. Levanté el cierre de la campera y me peiné con los dedos. Fui hasta lo del viejo. Me apoyé en la reja y prendí un cigarrillo. La llovizna ondulaba en unas ráfagas plateadas. La noche ameritaba una frase de las de Alan Faena. Pero a mí no se me ocurría nada. Pasó el 110 con tres pasajeros. Uno era un chico con auriculares que me miró hasta que nos perdimos de vista. Pensé que ese iba a ser el único cruce de nuestras vidas. Pensé en cuántos cruces de esa clase componen una vida. Iba a decirle eso a Alan Faena. No tenía para anotar. Pero a la vuelta iba a decírselo. Apagué el cigarrillo en la vereda del viejo. Toqué el timbre. Esperé mirando la cortina floreada. El viejo se asomó y me sonrió.
sábado, 9 de agosto de 2008
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