miércoles, 23 de mayo de 2007

LA ESTRATEGIA I- LA MORAL DE LOS ESCLAVOS

Los primeros tres días no noté la ausencia de Manuel porque había tomado a mi cargo sus clases, tuve que cambiar los horarios, lo que me exigía salir de la perfumería quince minutos antes con un permiso concedido a desgano por el dueño, ir al club, dar las clases, volver a mi casa a las once de la noche. No tenía tiempo para extrañarlo ni para ninguna cosa fuera de las necesidades vitales.
Pero el miércoles llamó. Era su cuarto día en Río y se lo escuchaba relajado y feliz. Le pregunté por su padre y me dijo que estaba bien, sin darme detalles, y que se quedaría unos días más porque tenía que resolver un par de cuestiones y después volvería. No me preguntó si lo extrañaba.
-Escribime –dije cuando nos despedimos.
-Pero si vuelvo en tres días –dijo.
-No importa, escribime igual –insistí.
No se lo dije pero lo extrañaba. O sería que estaba cansada con las clases y la perfumería; no era por las clases en sí, sino porque volver a ellas me permitía dimensionar una situación que me estaba escamoteando desde hacía tiempo.
El dueño de la perfumería era un tipo que debía hacerse los trajes a medida: tenía las piernas demasiado cortas y un abdomen que le vedaba la membresía en el círculo lacroix.
Al principio era amable con nosotras. Después algo cambió, supongo influyó el nacimiento de su primera nieta, y fue mutando a viejo desagradable, aunque inofensivo. Algo pesado, pero nada más. Pero el último tiempo, como ninguna de nosotras accedía a sus propuestas eróticas, por principio o porque el viejo era realmente viscoso, se había vuelto despótico, opresivo.
Los quince minutos diarios que me concedía para llegar a tiempo a las clases me costaban carísimo. Venía todos los días a controlarme. De paso me invitaba a un spa o al casino.
Yo inventaba excusas, hacía lo que podía, pero no lo aguantaba más.
El viernes a la noche llamó Manuel. Dijo que iba a quedarse unos días más. No me dio ninguna razón. Tampoco me escribió.
Me empezó a doler el estómago. Esa noche no podía dormir.
El sábado salí para la perfumería tratando de no pensar en Manuel ni en el viejo.
Como a las diez de la mañana vino el viejo. No decía nada. Me miraba mientras yo atendía. Estaba cada vez más nerviosa.
En un momento no pude contenerme más y le dije: -Disculpe, por qué no se va a la sucursal a romper las pelotas? ¿No ve que estoy trabajando?
El viejo viró al rojo y dijo cosas que no escuché del todo, pero iban desde maleducada hasta qué se cree.
Busqué mi bolso mientras el viejo seguía con la arenga y me fui.
A la tarde vinieron Narcisa y Anka. Después Calio, que me recomendó un abogado.
Además tenía una idea, según dijo. Yo no tenía ganas de contradecirlo y tampoco sabía qué haría esa noche dado que todo me iba mal. Entonces accedí a colaborar con las acciones secretas que él llamaba “el comando”.
Mi misión en el comando era transformar a Narcisa en una femme fatale, lo que no era sencillo porque sus atributos anatómicos no aportaban demasiado.
Pero lo conseguí con la ayuda de unos stiletto lindísimos que me había traído Denise de Italia y, por supuesto, las pestañas. Tuve que maquillarla y explicarle cómo moverse, cómo caminar. Le decía todo eso pensando en Esther, en sus gestos, en su pelo.
Era agradable estar en la cocina con ellos. Poco a poco Manuel y el viejo se disipaban como nubes.
Era agradable también poner a Narcisa mis pestañas, como una iniciación, un rito nuevo y tembloroso para ella. Había aceptado dócilmente mi superioridad en la materia, estaba inmóvil y silenciosa mientras yo operaba con las pestañas.
Pusimos un poco de goma espuma en zonas estratégicas. Calio repetía que no podía creer que las mujeres hiciéramos eso. Le recordé los corsés de las cortesanas, pasando por distintos artificios hasta llegar al photoshop.
-Puedo quedármelas después? –quiso saber Narcisa, refiriéndose a mis rellenos postizos.
-Por supuesto –dije-. Después de Manuel seré gay y dejaré el maquillaje.
En ese momento tuve la certeza de que no iba a volver a la perfumería. En la ciudad había muchas perfumerías y clientes aburridas de sus esposos adinerados prestas a preguntarme por el último dior. Y yo tenía mucho tiempo. Ningún apuro. Esto a la vez me permitía poner nervioso a Manuel. Doble placer. En orden inverso.
No iría nunca más y me quedaría con las pestañas como indemnización.
Pude saber eso porque ellos tres estaban conmigo, Narcisa dejándose pintar los labios, Anka fumando y Calio diseñando un extraño proyecto.
Pude pensar eso porque era hermoso estar con ellos en la cocina llena de tazas sucias, humo, restos de comida, botellas de agua y vino tinto de cepa dudosa y básicamente porque Anka me contaba por enésima vez detalles de La Sirena.
Por mi parte, no tenía ninguna expectativa en el abogado ni en la secreta estrategia de Calio. Pero iría esa noche al shopping simplemente porque eran ellos tres.
El lunes no fui a trabajar.
Sólo fui hasta el shopping, entré. Desde el local de los zapatos podía ver la perfumería. Había dos operarios con espátulas limpiando los vidrios, que Calio había decorado con pintura negra y letreros que decían: “hijo de puta” “hijo de una gran puta”, todo rodeado de elegantes tiras de papel higiénico.

LA ESTRATEGIA II- EL COMANDO MANDARINA

Tenía un mensaje de Narcisa que decía: “A las seis en lo de Berta”.
Hubiera preferido ir a nadar, pero estuve a las seis en punto.
Me abrió la puerta Anka y dijo un hola neutro, como siempre. Estaban las tres en la cocina. Berta dibujaba rombos. Narcisa me miró completamente S.O.S.
Berta decía no sé, no tengo idea. Silencio. Yo tampoco tenía idea.
-Hay té para mí? –pregunté porque nadie me lo ofrecía.
Sin entusiasmo Berta sacó una caja donde tenía tés frutales.
-Es el tipo de la perfumería –dijo.- Desde hace un tiempo. Esto no es conmigo solamente. A las otras les pasa lo mismo. Yo no sé qué hacer. A Manuel no le conté porque va a empezar con el tema de mi carrera, además porque para qué. Pero está poniéndose complicado y yo no tengo idea qué se puede hacer. Además usamos un uniforme horrible, no entiendo cómo funcionan esos ratones.
-Complicado –dije por decir algo, porque veía las gotitas que caían sobre los rombos y no lo podía creer, era la primera vez que Berta no sabía qué decir y lloraba. Nunca antes la había visto llorar y no me gustaba no poder decirle nada.
Tomábamos el té y no pedí azúcar. Nadie lo hizo.
Entonces recordé que conocía a un abogado, un tipo despreciable, hermano de un compañero del doctorado. Lo llamé y le pasé el teléfono a Berta, que fue a hablar al balcón.
Quedamos los tres en la cocina. Había organizado lo del abogado para calmar a Berta, pero sabía que no llegaríamos a ninguna solución. Los abogados formaban parte de un andamiaje ilusorio, como las religiones o los parches de nicotina. Era necesario diseñar una estrategia.
Antes de que Berta pudiera intervenir –no tenía certeza de que aun lacrimosa dejara de ser autoritaria- lo decidí y dibujé un cuadrado perfecto entre los rombos.
Cuando Berta volvió di las instrucciones: a las once en la entrada que da al oeste. Narcisa vestida para la guerra, Anka haciendo guardia detrás de la cabina a veinte metros. Berta, auxiliar de Narcisa en el vestuario. Esto último fundamental.
-Vuelvo a las diez y sigo con el resto –dije-. Berta dijo está bien, por primera vez sumisa.
Salí y fui hasta mi departamento. Busqué el aerosol, los papeles, preparé la goma. Me puse el saco verde militar que me había dejado mi padre, el de la insignia del halcón. Necesitaba comprar algo con alcohol y pasé por el kiosco refuerzo. El tipo me miró los pies, tal vez extrañaba lo de las patas de rana, uno nunca sabía. No había nada aceptable, lo más fuerte que tenía era una botella de licor de mandarina. Era eso o agua de limón finamente gasificada y mucha, mucha imaginación. Opté por el licor.
Llegué a lo de Berta a las diez. Su estado de ánimo había cambiado, se notaba en que había preparado comida fría. Imaginé que la llamaría buffet froid o algo así y comí los restos.
Anka fumaba. Narcisa estaba casi lista para la acción, con un vestido de Berta que mostraba los muslos, medias negras, zapatos altos. Estaba muy rara con esa ropa, pero para la estrategia iba a funcionar bien. Berta, a cinco centímetros de su cara, le pegaba con paciencia unas pestañas postizas. Hablaban en voz baja y muy cerca una de otra.
Narcisa no tenía el physique du rol pero parecía muy complacida con el que le asigné.
Yo sabía que era sólo un juego. Ella no podría tener un mínimo contacto con quien no tuviera una extremidad de todo. No era ella en ese vestido y con esos zapatos.
Fuimos en mi auto hasta el centro comercial, llegamos a las once y cuarto. Tomamos posición: Anka detrás de la cabina, yo en un recoveco de la entrada del cine. Berta esperaba en el auto.
Empecé con el licor de mandarina, lo apuré para entrar en escena y me dio náusea.
Narcixxa, como llamé a su personaje, caminó impetuosa hasta la puerta que da al oeste y se paró delante del guardia. Hablaba. Diría lo que habíamos convenido. Que estaba buscando a su hermano que tenía problemas con el alcohol, que siempre lo perdía, que necesitaba encontrarlo porque su madre, etc.
El tipo le dio fuego y ella le agarró la mano con las dos suyas durante unos segundos. Tenía el tapado desabrochado y el elefante le espiaba las piernas. Era un tipo horrible, una mandíbula de neandertal y el pelo como un soldado alemán, rebosante de anabólicos, seguro tomador de cerveza.
Narcixxa hablaba y hablaba, se acercaba cada vez más al tipo, se reía a carcajadas echando la cabeza para atrás cuando el tipo decía algo.
Era tiempo de entrar, pero quería ver hasta dónde llegaría ella. Quedaba muy poco del licor. Lo terminaría y entraría después.
Hasta dónde, o le gustaba de verdad ese primate.
Era una escena, pero yo hubiera jurado que realmente le cabía. Puta, putaputita, jefa de una patrulla patriótica de putones. Te gustó, te gustó y me lo mostrás en la cara.
Entonces Waterboy tenía razón y a mí con la historia del agua de lluvia. Así esss dije en una ese larguísima que se atomizó en muchas eses que empezaron a caer al piso. Estaba mareado. Ella seguía riéndose con el tipo y yo ahí en mi insigne rol de director del comando mandarina.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que sonó el teléfono, atendí y era Anka que me preguntaba qué pasaba. No daba para más, tenía que entrar.
Caminé hasta ellos y me paré delante de la tipa de negro que ya no sabía si era mi amiga la del agua o un exceso de maquillaje que me miraba con furia, tal vez porque le estaba interrumpiendo su bocado.
No sé que dije, pero recordé que tenía que entrar. Fui hasta el local, hice mi trabajo.
Salí y Narcisa le dijo algo al tipo y nos fuimos hasta el auto.
Después debo haberme quedado dormido, porque no recuerdo nada más.

LA ESTRATEGIA III- EL OJO DEL HALCON

El sábado quería ir a ver una película francesa pero no pude. Berta me llamó para que estuviera en su casa a la tarde.
Pasé por lo de Anka y fuimos.
Tomamos el té y después llegó Calio.
Berta no quería seguir trabajando en la perfumería porque el dueño acosaba a las empleadas. Decía que no le importaba, pero estaba triste y lloraba. Yo hubiera querido que se enojara, que peleara como lo hacía con Manuel. Pero no. Hacía dibujos en un papel y lloraba silenciosa.
Calio la contactó con un abogado. Además tenía un plan o algo así, no sabíamos de qué se trataba pero a mí me tocó vestirme de felina y hacerle creer al encargado de seguridad que no encontraba a mi hermano, que tenía problemas con el alcohol. Tenía que hablarle y convencerlo hasta que apareciera mi supuesto hermano y el guardia lo dejara entrar al shopping.
No sabíamos cuál era la estrategia, pero Berta fue animándose. Cocinó, trajo un vestido, zapatos, un tapado, maquillaje, pestañas, todo para mi personaje, porque de mí dependía el éxito del plan. No sabía si iba a poder hacerlo. Pero lo intentaría por Berta. Además no había otra posibilidad: el tipo de la puerta la conocía bien y a Anka no le veíamos talante para matahari.
Me vestí. Los zapatos eran incómodos. Berta me maquilló y me prestó sus pestañas postizas.
-Fantástico –dijo Berta.
-Sí? –dudé.
-Claro. Tenés que caminar segura, como si estuvieras llevándote por delante tipos más bajos que vos, detestables y de poca monta.
Yo pensaba que a Berta le hubiera encantado ese rol, porque esa parte le saldría muy bien. Si ella pudiera pondría a todos los tipos del mundo en fila, una larguísima fila, y ella delante, con uniforme militar estrictamente negro y pelo engominado, les daría uno a uno una suculenta cucharada de estricnina. Me lo dijo una vez y le creí, a tal punto que durante un tiempo traté secretamente de indagar la dieta de Manuel, me preocupaba si incluía hamburguesas o símiles que permitieran la introducción solapada del áspid elemento en el organismo del tipo, que lo merecería, según ella, por la mera pertenencia a ese género obtuso.
Dejamos a Berta en el auto. Calio tenía una chaqueta que nunca antes le había visto, con un halcón prendido en el pecho, y la mochila de siempre. Tomaba licor, un licor de olor penetrante a mandarina.
Vi al tipo de la puerta desde lejos y recordé cómo tenía que caminar según Berta. Hice lo que pude. No trastabillé, lo que ya era suficiente para un digno aprobado en mi desempeño de la estrategia que todavía no sabíamos en qué consistía.
Le dije al tipo lo que Calio me indicó, exagerando un poco algunos clichés de seducción: le pedí fuego, le miraba la boca, me desabroché el tapado. Mis movimientos me parecían groseros. Hacía frío. Quería irme de una vez, estar en lo de Berta tomando un pinot noir.
El tipo no estaba convencido de la historia de mi hermano alcohólico y Calio no aparecía. Me puse muy nerviosa, lo que me hacía reír espasmódicamente por cualquier cosa que decía el tipo. Yo insistía con lo de mi hermano. Pasaron más de quince minutos y ya no sabía que inventar. No sé cómo le mencioné algo sobre la inseguridad en la ciudad y se entusiasmó un poco, seguimos hablando como dos vecinas que barren hojas. Desesperada, miré hacia la cabina donde estaba Anka y vi el humo de su cigarrillo.
Evidentemente Anka entendió, porque a los dos minutos, mientras ya estábamos con el tipo concordando en que acá hacía falta una mano dura, entró en escena Calio. Parecía borracho de verdad. Se paró delante de mí, me miraba con un ojo de halcón furioso y el otro estaba casi cerrado. Era un excelente actor. No decía nada. Yo esperaba que dijera su texto y nada.
Entonces improvisé: -Bueno, está todo bien, no pasó nada. Lavate la cara y nos vamos- dije a Calio. El tipo de la puerta nos miraba como si contamináramos el paisaje. Calio se balanceaba hacia la izquierda y su ojo me odiaba genuinamente.
-Por favor, lo dejaría pasar a lavar la cara? –pregunté al guardia.
-No creo que se pueda- dijo.
-Es que de otra manera no se le pasa. Puede ponerse violento, a veces es así –insistí.
El guardia miró a Calio con desconfianza. De su boca salía una nube débil con olor a mandarina. Lo dejó entrar.
Después de unos minutos Calio salió. Olvidó el detalle que habíamos hablado: tenía que salir con el pelo mojado.
Agradecí al tipo y fuimos hasta el auto. Cuando Berta nos vio me dijo: -Así no maneja.
Entonces supe que Calio no actuaba. Estaba completamente borracho.
Me senté con él en el asiento trasero. Se acostó, apoyando la cabeza sobre mis piernas, y se quedó dormido.
Llegamos a su departamento. Berta estacionó y Anka llamó un taxi. Les dije que yo me quedaba, que iba a acompañarlo para que no se durmiera en el ascensor, como había sucedido otras veces.
Subimos. Dormía con la cabeza en mi hombro y me pareció un niño.
Lo acompañé hasta su cama. Le saqué la chaqueta y la colgué prolijamente con el halcón hierático que me miraba como antes Calio. Busqué un vaso de agua y dos migrales. Lo desperté y le puse delante el vaso.
Entonces me apretó el cuello, mordiéndome la boca.
-No hagas eso-dije- Estás loco.
Me escuché decirlo y no entendía por qué. Sentía la presión de sus dedos en mi cuello, me dolía el labio, pero me estaba muriendo de ganas de ser devorada por esa boca, por un olor a mandarina que me llevaba a mi infancia, al beso de un primo en una siesta de invierno. De pegarme a su cuerpo y dibujar en la línea del omóplato debajo de la ropa un trayecto cítrico leve.
Después de todo, estaba demasiado borracho y al día siguiente no recordaría nada. Y estaba sucio, despeinado, indefenso, todo a la vez.
Era lógico sucumbir al despliegue del halcón, la demarcación de su territorio en mí, de su hambre-hombre. La garra en el cuello, sin decirlo pero vos de acá no te vas-entendiste-no-te-vas.
Pero recordé lo del umbral. Estaba segura: no quería volver a llover por un tipo. Menos por él que era mi sombra y también mi día más claro en la oscuridad del insomnio.
También el tipo del umbral se había plantado delante de mí todo él montaña enorme, y después se había evaporado. Se evaporaría Calio también. Y después del vapor viene la lluvia. Mucha lluvia.
Me soltó y tomó los migrales, uno detrás de otro, como un niño bueno.
-Cantame los árboles altos –dijo.
Yo no conocía esa canción. Para complacerlo, canté una de cuna muy meliflua, que hablaba de ángeles y otros asuntos medievales. Fui poniendo orden en su pelo hasta que se durmió, no por la canción sino por los efectos del licor.
Caminé hasta mi casa porque no había taxis y, como siempre, había olvidado el teléfono. Caminé entre dos hileras de árboles altos.

martes, 15 de mayo de 2007

GEOGRAFIA

El cuerpo
tabula rasa de escritura
húmedo planisferio
donde aristas
péndulos
bordes indecisos
dibujan los goces habidos en el mapa del tiempo.
El dolor
contrafaz plenilunio
traza a su vez su ruta.
Los desiertos babean salobres en el epitafio del insomnio.
Puentes, río, afluencia de islas en las que no estamos.
Los vinos insolados en las primeras uvas.
La sangre
y los despojos en las cenizas de otro.
Bajo el hueco al borde peninsular del cuello
estadías en la luz.
Y los bisontes nunca vistos
están tatuados debajo de su pelo.

domingo, 6 de mayo de 2007

LA CLASIFICACION DE LAS ESTOLAS- Teatro para telemarketers

(Corvus está concentrado en la clasificación de estolas. Glauco y la Anfitriona toman el té)
Anfitriona (observando el procedimiento de Corvus): -¿Otro té?
Glauco: -Por favor. Gracias.
Anfitriona (a Corvus): –Otro té? (Corvus no escucha) Creo que entró en trance estolar. Últimamente está muy ocupado en la clasificación de estolas.
Glauco: -Y no es para menos. Siguen apareciendo más y más.
(Pausa).
Anfitriona: (Suspira, conmovida): -Es tan amable con ellas. (A Corvus): Un merengue? (Corvus sigue absorto en la clasificación).
Glauco: -Estuve observando la conducta de las estolas. Empiezo a entender el método: a cada color corresponde una clase distinta de estola. (Extrae de su bolsillo un papel y lee): “las hay: marabuntáceas, que son violetas y quisquillosas; diminutivas, suaves y apacibles; soporíferas, las que serán arbitrariamente asignadas en adopción a Corvus”.
Anfitriona: -Podríamos colaborar. Comprar nuevos rótulos. O guardar algunas en cajas.
Glauco: -No es fácil. Cuanto más se ocupa en ordenarlas, más se desordenan. Son insurrectas por naturaleza.
Anfitriona:-Incorrectas por naturaleza.
Glauco: -No llega muy lejos con ese método. Algunas veces para abreviar arroja familias enteras de estolas debajo de la mesa.
Anfitriona:-No debería darles tanta importancia. Siempre es más edificante tomar el té.
Glauco: -Qué hora es?
Anfitriona:-Y media pasadas (le sirve más té).
Glauco: -A veces les cuenta historias. Ficciones de viajes, de lugares remotos.
Anfitriona: -Hace bien. A ellas debe gustarle mucho.
Glauco: -Les encanta. Las estolas (no todas) viajan. Eso simplifica el censo. En épocas de vacaciones él está más aliviado. Hace unos días recibió una postal: era de una estola que vive en Singapur. Se fue hace tres años. Envía cartas. Las firma como María Rosa de Singapur, pero es ella. El lo sabe. A veces creo que la extraña. Aparte ella es de las diminutivas, que no abundan.
Anfitriona: -Caros los pasajes?
Glauco: -Para nada. Hay poca demanda. Además son pasajeras muy agradables: ceden el asiento. Dicen “sí, gracias”, “cómo no”, “por favor”. Si entre los pasajeros hay niños, ellas colaboran activamente con las madres, les ayudan a vestirlos, los peinan.
Anfitriona:-Eso es importante. Tarea nada fácil supongo.
Glauco: -Complicadísima. Las madres suelen insistir en atavíos poco adecuados para los niños. Una vez vi uno con un tapado paquidermo.
Anfitriona: (Reflexiona masticando un bocado): -Imagino los reproches maternales.
Glauco: –Las madres son muy imaginativas a la hora de elegir ropa para los menores de edad.
(De pronto Corvus empieza a recitar para el público. La Anfitriona se calza unos patines y gira alrededor de la mesa sirviendo té en distintas tazas. Glauco toma nota de lo que va diciendo Corvus):
Corvus: -Condiciones elementales para una óptima clasificación: tener buena memoria, pulso suave y tres líneas de fiebre. Respirar. Disponer de sombrero. Respirar. No olvidar que no viajan si no son favorables las condiciones climáticas. Actualizar los rótulos. Organizar las cajas. No olvidar: riguroso desorden alfabético. Respirar. Como si ellas fueran lo importantísimo del mundo. (Vuelve a la actividad estolar).
Glauco: -Estos datos son fundamentales. Prometo que en poco tiempo podremos intervenir. Bajo su dirección, claro.
Anfitriona: -Nunca intentamos con un disco.
Glauco: -Sin embargo siempre hubo música. Lo que nunca intentamos es un buen método de persuasión. Ud. debe ser muy buena para eso.
Anfitriona: (Halagada): -Más té?
Glauco: -Qué hora es?
Anfitriona: -Ud. debería ocuparse en la clasificación. Sirve para soportar la ausencia.
(Glauco no responde. Pausa). Basta, no piense más. Nada garantiza que va a volver. Vamos.
Anfitriona: (Empieza a colaborar con Corvus en la clasificación, que va tomando cierto ritmo)-
Vamos. Empecemos con las marabuntáceas.
Glauco: -Qué hora es?
Anfitriona: -Y veinte. (Clasifica). Uno, dos, tres, cuatro.
Corvus: - Uno, dos, tres, cuatro.
(Los dos personajes siguen con la cuenta de cuatro, superponiéndose entre sí y a Glauco).
Glauco: -Cómo hago con esta ausencia. El hueco negro de los párpados. Mi único recurso: saber que en algún lugar está. No consisto en nada, no soy nada sino en esos lugares. Mis absurdos colores de otra época, el plumaje difuso ante sus ojos. Ahora, qué tengo? Tengo frío. Tango. Frío. (Pausa. Glauco queda observando a los clasificadores, hasta que se suma a la clasificación): -Uno, dos, tres, cuatro.
Clasifican todo lo que pueden hasta el apagón.

DOS DINOSAURIOS

Un dinosaurio de colores tiene un amigo que, aunque pequeño, no es de goma eva sino de poliestireno cien por cien.
Eso es suerte para los dos.
Para el dinosaurio porque es casi imposible tener un amigo en dos dimensiones.
Para el amigo también es redondo redondo porque de otra manera estaría en un cuaderno de comunicaciones para el día de la patria. Pero no: en lugar de eso él anda por el mundo montado en el lomo de su amigote saurio que es como una escalera verde.
Los dos van y vienen todo el día con dos valijas, una grande y otra que es una caja de fósforos, llenas de palabras y algunos chocolates.
Cuando el dinosaurio se cansa de caminar, entran al teatro y se ubican en la primera fila.

sábado, 5 de mayo de 2007

INFORME SOBRE EL LLANTO

“Y si el llanto te viene a buscar/agarralo de frente, bebé entero el copetín de lágrimas legítimas”
Julio Cortázar, Salvo el crepúsculo
“Debería darte vergüenza- dijo Alicia-, una chica tan grande (nunca mejor dicho) llorando así! ¡Basta de llanto! –Pero siguió derramando litros de lágrimas, hasta que a su alrededor se hubo formado un gran charco, de casi un metro de profundidad, que orillaba el centro de la sala”
Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas

caída de una hoja seca
noticia en el diario
un dolor efímero en el estómago o una lastimadura en el dedo índice

algunas veces un papel sucio
la pérdida de un molar, la aparición de un insecto desconocido
los días con sus noches
sin escándalo en silencio sin motivo aparente
sobre las peceras y los camafeos

Durante un tiempo inestimable
debía dejar de lado las traducciones

Diágnostico: desequilibrio hormonal; falta de vitamina B; una insuficiencia en la alimentación
no hubo caso-seguía llorando

cuando las lágrimas se iban
el sol invadía las habitaciones
todo se deslizaba como sobre una esfera

Entonces limpiaba pacientemente los restos del llanto
para después
ir al teatro o comprarse unos zapatos nuevos.









miércoles, 2 de mayo de 2007

NARCISO

Me sorprendió recibir su mail porque hacía mucho tiempo que no nos comunicábamos. Se había radicado en Berlín desde hacía cinco años. Al principio me escribía todas las semanas y le contestaba puntualmente. Después las comunicaciones se perdieron en el tiempo y el espacio.
Algunas veces lo recordaba. Para mí era Narciso porque era mi alter ego y porque además era esa su definición: nunca había conocido un tipo tan narcisista. Pero habíamos sido muy amigos, siempre nos habíamos querido a pesar de lo mucho que nos irritábamos mutuamente, él con sus tics femeninos, reprochándome siempre lo que yo no hacía o hacía mal, y yo con mis raptos explosivos, mi malhumor, mi llanto por todo.
Había sido mi compañía antes de haber conocido a Calio, a Berta, a Anka. Había sido único, no fungible. Después la presencia de esos tres lo alteró un poco y se fue alejando.
Pero antes habíamos estado muy cerca. Me decía cosas frívolas en medio de mis recurrentes oscuridades. Me hacía reír porque realmente era imposible esperar de él algún rasgo de madurez, un consejo, cosas que uno espera de un amigo en los momentos en que el agua turbia sube y sube. El no. El me decía alguna ocurrencia completamente divorciada del sentido común, alguna insensatez, pero inexplicablemente eso decantaba en una inmensa dosis de ternura que sabía proferir en cuanto yo necesitaba.
Pensaba (nunca se lo dije) que en realidad se trataba de una fórmula repelente del dolor porque era extremadamente sensible. De otra manera no había por qué protegerse de nada. Para mí entrar y salir de esos lugares era simple, tenía como un entrenamiento para las caídas abruptas. El no caía. Yo sospechaba que él no sabía entrar y salir, transitar. Debía ser demasiado doloroso su dolor, siempre allá en lo profundo de ese río oscuro.
Entonces jugábamos a cualquier cosa, peleábamos por todo, nos reíamos de todo. Yo lo castigaba por su excesiva femineidad y a él eso lo halagaba muchísimo. Era totalmente distinto que cualquier otro hombre, por lo tanto. Le gustaban las mujeres, tal vez también los hombres, nunca lo supe porque jugaba con eso y yo le seguía el juego, no había para mí ningún peligro porque, aunque amaba mi parte masculina, me gustaban sin duda los hombres. Lo que amaba de ellos era, justamente, que estaban del otro lado.
Narciso y yo habíamos sido dos mitades, sin nunca ningún contacto físico porque lo habíamos respetado así, por esos pactos que funcionan entre dos sin que exista explicación, por miedo a perder el uno al otro, o porque sí, porque el cuerpo era una cuestión menor, una vulgaridad, un ejercicio para otros. No sabía. En todo caso sí sabía que era así, ninguno hacía nada para pasar a otro estado.
Yo suponía que a él le hubiera encantado que yo fuera hombre. Pero después pude saber que no era así. Lo supe por un subterfugio en algo que dijo y ya no recuerdo. Lo vi en sus ojos porque se ponían húmedos cuando yo le decía ciertas cosas. Cuando conocí a Calio y vi el mismo detalle me sorprendí. Eran los dos únicos tipos que lloraban así, silenciosamente, con una lágrima mínima y oculta, cuando yo decía ciertas cosas.
Entonces en su mail me decía que venía a pasar unos meses a la Argentina, que lo fuera a esperar al aeropuerto. No me hizo mucha gracia, sobre todo porque llegaba a las tres de la mañana. Calio no quería ir. Berta trabajaba al día siguiente. Anka no lo soportaba más de tres minutos.
Estuve en el aeropuerto a la hora señalada, a desgano, tal vez porque no sabía con qué me iba a encontrar. No sabía si sería como antes.
Esperaba. Faltaban quince minutos. No era casual que viniera por aire. Narciso era un tipo del aire. Entendí su incompatibilidad con los otros tres. Entendí que se hubiera alejado con la elegancia que podía esperarse de él.
Vi su pelo desde lejos. Vi su campera azul, era él, se reía ancho con sus dientes todos y fue hermoso verlo de nuevo.
Nos abrazamos unos minutos y estaba excesivamente perfumado, como antes pero había cambiado de marca. Me apretó muy fuerte y me dijo: -Hija de puta, cómo te extrañé.
Yo también lo había extrañado. Se lo dije y me contestó que sería por eso que le escribía tanto. Ahí estaba: Narciso otra vez. Me contó un par de cosas y ya estábamos peleando como antes.
Sin embargo no era igual. Era el aire que él traía. O se había edificado algo entre los dos, una arquitectura leve y callada que nos ponía en lugares separados. Agua y aire.
Era extraño. Había llorado tanto por el momento en que lo perdiera, y ahora estaba ahí con la evidencia completa de que lo había perdido y era como si nada, como si fuera natural, como la caída del cabello, como las fases de la luna.
Para él debía ser lo mismo. Dije una de esas cosas que lo harían húmedo. Nada. No había caso. Nos habíamos perdido. Estaba la risa, sí. Era gracioso, lo que contribuía a saber que nos habíamos perdido. Era objetivamente gracioso, no como antes, cuando decía cosas que a todos parecían estúpidas y a mí, sólo a mí, me hacían reír tanto.
El me hablaba del viaje, de la comida del avión que era horrible. Fuimos hasta un bar. Como siempre, eligió una ubicación en que la luz le fuera favorable para que no se notara cuánto pelo menos tenía. Antes eso era encantador. Ahora previsible.
Salimos del bar, caminábamos hasta mi casa. Veía los puentes, las declaraciones de amor eterno. Seba te necesito para vivir. Vane te amo por siempre. Dónde van esos refugios, esos enclaves de amores eternos, de dichas sin límite, las palabras entre dos, el agua, la sangre en las venas, los atajos al tiempo, las uvas compartidas? Dónde estaría Vane, dónde Seba? La pintura tardaría más en borrarse que las sensaciones habidas entre todos esos pares, incluidos Narciso y yo. Pensaba mucho en eso: en la subsistencia de los objetos por sobre las personas. En mi trabajo había una silla, habíamos pasado varias generaciones de empleados, la silla seguía ahí.
Había un cartel donde una multinacional ofrecía bomba de chocolate con helado de crema a domicilio. La felicidad al alcance de la mano y mejor: para disfrutarla solo. Recordé una encuesta que se había hecho en Canadá. La pregunta era qué elegiría si tuviera que prescindir definitivamente de una cosa: el chocolate o el sexo. La mayoría prescindiría del sexo, decía la encuesta.
Probablemente no les faltaba razón a los encuestados. El deseo podría ser una sensación provocada por un estímulo químico, endorfinas o algo así, por ende suministrable por una barra de chocolate. Mejor aún: por una píldora. Llegaría el momento de la historia en que nos administraríamos el deseo con dosis calculadas bajo prescripción médica. La cultura era capaz de eso, de suplir el sexo por un chocolate. De bajas calorías, óptimo.
Traté de pensar que esos lugares que transitamos alguna vez pensando que serían eternos estaban en algún lugar, la energía se transforma. Dónde estaban? Una amiga me contaba que no entendía dónde iban los teléfonos celulares, las PC, todo lo que el consumo deroga cotidianamente. Dónde iba todo eso? A China, dice Ambito Financiero. Respuestas concretas de periodistas pragmáticos.
Por mi parte, opté por pensar en que estaban en el aire. El aire que me había traído a Narciso, el aire que también me lo había llevado. Sin dolor, sin estridencias. A cambio de bombas de chocolate con helado de crema.