lunes, 22 de septiembre de 2008

UNAS FRESIAS

“Todo lo que pueda decirte sobre nuestras vidas va a sonarte aburrido, lleno de huecos, lleno de borra como el café que te preparaba mientras estabas con la tesis y dejabas por la mitad pero me decías que estaba bien, que así estaba bien. Compré más filtros, los sigo acumulando porque con Berta no tomamos café, a ella le quita el sueño y yo la acompaño con té verde o alguna cosa horrible que se le ocurra. A la noche vemos una telenovela que se llama El señor de la querencia, imperdible, empezamos a verla porque nos parecía genial el nombre, un hallazgo literario. Lo increíble es que ahora no podemos dejar de verla, “es el paroxismo de las pasiones nunca vistas”, dice Berta. Después apagamos el televisor y hablamos un rato, hasta que nos vamos a dormir. Algunas veces ella está un poco triste, no creo que sea por Manuel, sino que ahora me parece que es mucho menos fuerte de lo que suponíamos. Te reirías si nos vieras: ahora soy yo la que enfurece. Creo que mi violencia viene de su imposibilidad, o mejor, de la imposibilidad humana.
Una vez por semana vamos a ver a Anka. Está mejorando, pero el médico dice que todavía hay que esperar. Yo sé que va a estar bien. La última vez le llevamos flores, unas fresias, porque Berta recordaba que había leído algo de ella sobre fresias. Nos dijo gracias y sonrió tan triste que no pudimos decir nada, estuvimos así, en silencio un rato, hasta que le preguntamos si tenía para leer, como para decir algo, porque en la habitación había no menos de diez libros. Esa noche escuché a Berta llorar pero no le dije nada.
Todas estas cosas están pasando y tengo tantas ganas de poder contártelas en el bar, entre medio de dos martinis, vos seco y yo rosado, como antes, y que me digas hija de puta en qué andás. Ya sé, ya sé. Pero igual quería decírtelo. Sabés que no soy buena para guardarme nada.”