“Nada se mueve, nunca. Eso es lo que quieren hacerte creer.”
Lauisaia.
6 741 072 120 x 2 (un par de patas)
millones de árboles de navidad
unísono de sordinas chillonas
hacinados en un nudo temporal
hacen girar la bola en la galaxia
tierra envasada y océano listerine
A ver si estamos de acuerdo:
es importante
no olvidar que somos fitoplancton
y fin de año
sólo un número rojo
en el calendario occidental.
Es verdad Lauisaia
Nada se mueve.
domingo, 21 de diciembre de 2008
sábado, 25 de octubre de 2008
PUZZLE
Escribo
mujer rompecabezas
tacho
porque si bien
todo título horrible tiene derecho a serlo
-tal vez mi autocastigo del día de la fecha-
elijo puzzle
me gustan las dos zetas
después de la u
algo que se desinfla
o un soplo
tan lejos de la domesticidad de pizza
pero inequiparable a la levedad de mezzo
el subterfugio del título
("subterfugio": sigo forzando,
maniobra distractiva del sonido
todo para no decir
mi pobre corazón
repartido en pedazos dispares
mi pobre corazón que rehúsa
aceptar lo irrenunciable
y se obstina en pensar
que es posible
la reunión fiesta con efes y flamencos
en la mesa del té del Sombrerero).
mujer rompecabezas
tacho
porque si bien
todo título horrible tiene derecho a serlo
-tal vez mi autocastigo del día de la fecha-
elijo puzzle
me gustan las dos zetas
después de la u
algo que se desinfla
o un soplo
tan lejos de la domesticidad de pizza
pero inequiparable a la levedad de mezzo
el subterfugio del título
("subterfugio": sigo forzando,
maniobra distractiva del sonido
todo para no decir
mi pobre corazón
repartido en pedazos dispares
mi pobre corazón que rehúsa
aceptar lo irrenunciable
y se obstina en pensar
que es posible
la reunión fiesta con efes y flamencos
en la mesa del té del Sombrerero).
domingo, 12 de octubre de 2008
FERIA DE INVIERNO
A Vivi
“.. y entonces lloré una pena vieja”
En un rectángulo verde
que pisan rugbiers criados a acetato y anabólicos
una mujer húmeda llora
exuda
lágrima
moco
flujo
agua viva de sí.
La vida no se le escurre.
Está en las enamoradas del muro
esa tarde.
Y en ella.
No está
en el cubo de su oficio
ni en las pérgolas de las directoras.
Una mujer
tres edades de la vida
posada ante la luz de las pinturas
revuelta entre los siglos y el desmadre habitual.
Llora.
Porque sabe
llora.
Verde y vegetal
su pena vieja y viva.
Un jardinero pasa
buenas tardes, señora.
Señora
piensa ella.
Señora.
“.. y entonces lloré una pena vieja”
En un rectángulo verde
que pisan rugbiers criados a acetato y anabólicos
una mujer húmeda llora
exuda
lágrima
moco
flujo
agua viva de sí.
La vida no se le escurre.
Está en las enamoradas del muro
esa tarde.
Y en ella.
No está
en el cubo de su oficio
ni en las pérgolas de las directoras.
Una mujer
tres edades de la vida
posada ante la luz de las pinturas
revuelta entre los siglos y el desmadre habitual.
Llora.
Porque sabe
llora.
Verde y vegetal
su pena vieja y viva.
Un jardinero pasa
buenas tardes, señora.
Señora
piensa ella.
Señora.
lunes, 22 de septiembre de 2008
UNAS FRESIAS
“Todo lo que pueda decirte sobre nuestras vidas va a sonarte aburrido, lleno de huecos, lleno de borra como el café que te preparaba mientras estabas con la tesis y dejabas por la mitad pero me decías que estaba bien, que así estaba bien. Compré más filtros, los sigo acumulando porque con Berta no tomamos café, a ella le quita el sueño y yo la acompaño con té verde o alguna cosa horrible que se le ocurra. A la noche vemos una telenovela que se llama El señor de la querencia, imperdible, empezamos a verla porque nos parecía genial el nombre, un hallazgo literario. Lo increíble es que ahora no podemos dejar de verla, “es el paroxismo de las pasiones nunca vistas”, dice Berta. Después apagamos el televisor y hablamos un rato, hasta que nos vamos a dormir. Algunas veces ella está un poco triste, no creo que sea por Manuel, sino que ahora me parece que es mucho menos fuerte de lo que suponíamos. Te reirías si nos vieras: ahora soy yo la que enfurece. Creo que mi violencia viene de su imposibilidad, o mejor, de la imposibilidad humana.
Una vez por semana vamos a ver a Anka. Está mejorando, pero el médico dice que todavía hay que esperar. Yo sé que va a estar bien. La última vez le llevamos flores, unas fresias, porque Berta recordaba que había leído algo de ella sobre fresias. Nos dijo gracias y sonrió tan triste que no pudimos decir nada, estuvimos así, en silencio un rato, hasta que le preguntamos si tenía para leer, como para decir algo, porque en la habitación había no menos de diez libros. Esa noche escuché a Berta llorar pero no le dije nada.
Todas estas cosas están pasando y tengo tantas ganas de poder contártelas en el bar, entre medio de dos martinis, vos seco y yo rosado, como antes, y que me digas hija de puta en qué andás. Ya sé, ya sé. Pero igual quería decírtelo. Sabés que no soy buena para guardarme nada.”
Una vez por semana vamos a ver a Anka. Está mejorando, pero el médico dice que todavía hay que esperar. Yo sé que va a estar bien. La última vez le llevamos flores, unas fresias, porque Berta recordaba que había leído algo de ella sobre fresias. Nos dijo gracias y sonrió tan triste que no pudimos decir nada, estuvimos así, en silencio un rato, hasta que le preguntamos si tenía para leer, como para decir algo, porque en la habitación había no menos de diez libros. Esa noche escuché a Berta llorar pero no le dije nada.
Todas estas cosas están pasando y tengo tantas ganas de poder contártelas en el bar, entre medio de dos martinis, vos seco y yo rosado, como antes, y que me digas hija de puta en qué andás. Ya sé, ya sé. Pero igual quería decírtelo. Sabés que no soy buena para guardarme nada.”
sábado, 9 de agosto de 2008
LOS SOCIOS VITALICIOS
-Pasame más diario –dijo Yago al Jefe. Yo sabía que el fuego no iba a encenderse nunca, pero no dije nada. Ya no era época para la parrilla, pero la garrafa se nos había acabado dos meses antes.
Pederneschi decía que en un par de semanas iba a recibir un dinero de sus parientes de Italia y que con eso se solucionaba lo de la garrafa.
Pero el dinero de los parientes de Italia de Pederneschi, que yo imaginaba iguales a Pederneschi pero originales italianos, otros Pederneschi, o Matiotto, o Belluccini, o cualquier otro apellido que sonara de esa manera obscena, no llegaba nunca, era un mesías innoble que sólo cumplía una función para él: relevarlo de salir a buscar trabajo.
Porque los socios, excepto Zoca que dedicaba todo el tiempo al bebé, salíamos todos los días a buscar trabajo. Pasábamos por el kiosco de Tilu a mirar los clasificados y después iniciábamos el ritual de la derrota: una cola de una o más cuadras compuesta por un cuarenta por ciento de fracasados, un treinta de hombres y mujeres jóvenes con buena presencia, un veinte de niños bien en conflicto con sus padres, un diez de nuevos profesionales a la deriva.
Entre los fracasados estábamos nosotros, dentro de un elenco estable que veíamos cada día en las mismas colas: nos ofrecíamos tanto para deliverys, para serenos, para porteros de edificio, como para telefonistas, administrativos, vendedores de lanchas. El grupo de jóvenes con buena presencia era mutante: chicas bien vestidas, uñas prolijas; chicos de corte de pelo moderno y buen gusto en el vestir, todos con conocimientos de inglés y computación. En cuanto a los niños bien, los detectábamos porque aparecían y desaparecían según las variaciones climáticas: si hacía frío o llovía no salían a buscar trabajo. Los profesionales a la deriva se diferenciaban del resto: no hablaban con nadie y los asistía cierto aire de superioridad, a veces hacían cola un par de horas y se iban.
El Jefe decía que teníamos que cuidar la presencia para salir a buscar trabajo. Eso para mí era un verdadero problema.
Córdoba era el más elegante: tenía un traje, compuesto por un saco raído pero que tenía todos los botones y el pantalón, ya fuera de moda, sujeto con una correa grasienta que él llamaba cinturón; el resultado era agradable porque Córdoba había sido uno de los mejores deportistas del club y eso se notaba ahora en sus movimientos, en la seguridad con que se desplazaba, el aplomo de los pasos. El era nuestro número puesto. Pero excepto una temporada en que lo contrataron como casero unos parientes del Bepo, no había vuelto a conseguir nada.
El Jefe ya casi no salía. No le decíamos nada. Creo que entre nosotros existía un acuerdo tácito en que tenía derecho a no hacerlo. Le debíamos estar ahí, tener casa y comida. El había decidido la ocupación del club, después de estudiar la situación legal; había dispuesto las normas de organización interna que aceptábamos y sentíamos debían ser respetadas. Nos sujetábamos a ellas sin cuestionarlas. Nuestra vida en el club era provisoria, lo sabíamos, pero era la única vida que teníamos. Era cierta la miseria, cierta la incertidumbre, cierto el frío y el agua que nos mojaba los pies esa noche. Pero no era menos cierto que también podíamos perder eso y la intemperie sólo podía envilecernos más. No teníamos otra posibilidad. Y así estábamos acompañados hasta que pudiéramos enderezarnos.
Entonces salvo Zoca y el Jefe los demás volvíamos al mediodía con sed y gusto a sal, después de haber olido los asados de los albañiles, de haber deseado los daiquiris de las señoras que llevaban a sus perros a tomar sol a los bares elegantes de la ciudad. A los casados les esperaba una riña conyugal; a mí no me esperaba nada.
-No hay más –dijo el Jefe.
-¿Y cómo hago? Esto no prende. Vamos a comer a las tres de la mañana.
-Vos sos el encargado. Deberías tenerlo previsto.
-No sé a quién le tocaba hoy, pero los chicos tienen hambre. Hagan algo, no los quiero llevar otra vez a lo de mi tía, la última vez se quejó tanto de los aumentos, de lo que paga de teléfono, de lo que paga de gas, que no comí nada. Los chicos por suerte comieron todo. Pero después se durmieron en el colectivo y no podía despertarlos –dijo Mirta mientras untaba unos panes con picadillo.
Excepto Zoca, las mujeres tenían el deporte de la queja. Por suerte las otras dos se habían ido a dormir temprano, pero Mirta que no lo hacía hasta que los chicos comían y se iban a dormir y ella tenía las últimas horas de la noche para increparlo al Mono con total libertad de acción. Era ya el momento en que empezaba esa escena, y estaban dadas las condiciones: los chicos se habían ido a dormir sin cenar más que esos panes y el Mono y Pederneschi seguían con el truco como si no les importara nada.
El Mono hacía lo que podía. Con el truco había desarrollado un refugio eficaz contra la balacera de Mirta. Creo que a Pederneschi no le gustaba nada el truco, pero lo hacía por solidarizarse con el Mono.
Yo miraba las brasas agonizantes sabiendo que no iba a haber cena. Los chicos comieron los panes y corrían alrededor de la sombrilla que decía Sprite y que servía de paraguas y de sarcasmo: no era verano, no había sol, no podíamos comprar una Sprite.
Sin cena y con el frío iba a ser más difícil dormir esa noche. Desde que mi mujer se había ido yo tenía mi maridaje más fiel con el insomnio. Los primeros días me parecía increíble y aunque no la extrañaba a ella, no le perdonaba que se hubiera llevado a Santi sin decirme nada; la llamaba todos los días y ella me decía que allá tenía un futuro, que su hermana la podía ayudar, y que apenas ahorrara unos pesos me lo traía; que estaba lindo y ya dibujaba muñecos con dedos y pantalones. Del desalojo no le conté nada. El Jefe me había aconsejado que no se lo dijera si tenía alguna esperanza de volver con ella.
Después empezó a atender la hermana y yo gastaba mucha plata en llamadas. En lugar de llamarla para que me explicara que allá tenía un futuro empecé a tratar de entenderlo yo, después de todo quién era yo para negarle un futuro si no podía darle ninguno. Y a Santi podía verlo si me salía esa temporadita en el hipódromo, podía ir en tren en las vacaciones y ayudarle a buscar una buena escuela.
Zoca le daba el pecho al bebé y todos los mirábamos en silencio mientras Yago apantallaba lo que quedaba de las brasas. Trasmiten una paz oceánica, decía el Alan Faena. A él le gustaba decir cosas como esa, lindas y complicadas. Yo podía decirlas también, pero no lo hacía. Las pensaba. A veces las escribía. Pero él las decía con impunidad, como si fuera lo más natural del mundo decir algo así en medio del frío y la lluvia de esa noche, el fuego que no prendía, Pederneschi que seguía prometiendo lo de la garrafa, el Jefe que no había podido comunicarse con el síndico. Por eso le habíamos puesto Alan Faena. Porque decía esas cosas.
-Pero ese es un tipo de la moda –había dicho Yago.
-Y qué cuando se pongan de moda esas frases? –dije- El va a pasar a ser el Alan Faena.
Y lo siguió siendo a partir de ese día; cumplía puntualmente su rol que consistía en soltar una de vez en cuando como para sostener su personaje. Así como Yago se ocupaba del fuego, el Jefe de los papeles y de hablar con el síndico, Zoca de amamantar y acariciarle la pelada al Ruso cuando el bebé se dormía, y los demás a las tareas rotativas estipuladas para esa semana, el Alan Faena se ocupaba de las frases. Su trabajo era tan impecable como el de Zoca.
Mirta se llevó los chicos a dormir y Zoca acostó al bebé. Ahora el Ruso había apoyado la cabeza en las rodillas de Zoca y ella le acariciaba la frente. No sabíamos cómo era la historia entre esos dos. No sabíamos si ella tenía permiso de residencia, ni de su pasado, ni si el chico era del Ruso. Pero las mujeres la habían aceptado y eso bastaba; al principio lo habíamos hecho por el Ruso pero después le tomamos cariño. Y el bebé era como una promesa que todavía podía cumplirse.
-Me gusta, es decorosa –me había dicho el Alan Faena una vez.
Lo único que nos faltaba, le dije, un quilombete sentimental. No jodamos con eso, ya tenemos bastante de todo. Me contestó que era una opinión desde el punto de vista contemplativo. Pero yo lo conocía bien y no le creí. Para contemplar uno iba al balneario, o a la peatonal, él tal vez al museo municipal. Pero no se mira a la mujer de un amigo.
-Marcos, andate hasta lo del viejo y pedile diarios y si tiene algo de alcohol –me dijo Yago.
-En qué sentido? –pregunté estirando el momento de cumplir con la tarea que me estaba asignando.
-Alcohol etílico, digo, para el fuego, o tenés cara para ir a las diez de la noche a pedirle whisky escocés para la sobremesa también y el Corriere Della Sera.
-No me da más la cara. Y el viejo no se enoja nunca, y eso es peor. Preferiría que me diga andate a la mierda, o que no atienda. Qué se yo. Pobre viejo.
-Y si no tiene con quién hablar –dijo Mirta. –Lo mejor que le puede pasar es que vayas vos y le pidas algo, él te cuenta que no ganó a la quiniela y que el ferretero tiene la vereda que es un desastre y vos traés diario y vemos que pasa con el fuego. Yago, así andás con las mujeres? No pegás una.
Escuché los últimos ecos de la voz de Mirta hostigando al parrillero que se perdían con el foco y la sombrilla de Sprite. Levanté el cierre de la campera y me peiné con los dedos. Fui hasta lo del viejo. Me apoyé en la reja y prendí un cigarrillo. La llovizna ondulaba en unas ráfagas plateadas. La noche ameritaba una frase de las de Alan Faena. Pero a mí no se me ocurría nada. Pasó el 110 con tres pasajeros. Uno era un chico con auriculares que me miró hasta que nos perdimos de vista. Pensé que ese iba a ser el único cruce de nuestras vidas. Pensé en cuántos cruces de esa clase componen una vida. Iba a decirle eso a Alan Faena. No tenía para anotar. Pero a la vuelta iba a decírselo. Apagué el cigarrillo en la vereda del viejo. Toqué el timbre. Esperé mirando la cortina floreada. El viejo se asomó y me sonrió.
Pederneschi decía que en un par de semanas iba a recibir un dinero de sus parientes de Italia y que con eso se solucionaba lo de la garrafa.
Pero el dinero de los parientes de Italia de Pederneschi, que yo imaginaba iguales a Pederneschi pero originales italianos, otros Pederneschi, o Matiotto, o Belluccini, o cualquier otro apellido que sonara de esa manera obscena, no llegaba nunca, era un mesías innoble que sólo cumplía una función para él: relevarlo de salir a buscar trabajo.
Porque los socios, excepto Zoca que dedicaba todo el tiempo al bebé, salíamos todos los días a buscar trabajo. Pasábamos por el kiosco de Tilu a mirar los clasificados y después iniciábamos el ritual de la derrota: una cola de una o más cuadras compuesta por un cuarenta por ciento de fracasados, un treinta de hombres y mujeres jóvenes con buena presencia, un veinte de niños bien en conflicto con sus padres, un diez de nuevos profesionales a la deriva.
Entre los fracasados estábamos nosotros, dentro de un elenco estable que veíamos cada día en las mismas colas: nos ofrecíamos tanto para deliverys, para serenos, para porteros de edificio, como para telefonistas, administrativos, vendedores de lanchas. El grupo de jóvenes con buena presencia era mutante: chicas bien vestidas, uñas prolijas; chicos de corte de pelo moderno y buen gusto en el vestir, todos con conocimientos de inglés y computación. En cuanto a los niños bien, los detectábamos porque aparecían y desaparecían según las variaciones climáticas: si hacía frío o llovía no salían a buscar trabajo. Los profesionales a la deriva se diferenciaban del resto: no hablaban con nadie y los asistía cierto aire de superioridad, a veces hacían cola un par de horas y se iban.
El Jefe decía que teníamos que cuidar la presencia para salir a buscar trabajo. Eso para mí era un verdadero problema.
Córdoba era el más elegante: tenía un traje, compuesto por un saco raído pero que tenía todos los botones y el pantalón, ya fuera de moda, sujeto con una correa grasienta que él llamaba cinturón; el resultado era agradable porque Córdoba había sido uno de los mejores deportistas del club y eso se notaba ahora en sus movimientos, en la seguridad con que se desplazaba, el aplomo de los pasos. El era nuestro número puesto. Pero excepto una temporada en que lo contrataron como casero unos parientes del Bepo, no había vuelto a conseguir nada.
El Jefe ya casi no salía. No le decíamos nada. Creo que entre nosotros existía un acuerdo tácito en que tenía derecho a no hacerlo. Le debíamos estar ahí, tener casa y comida. El había decidido la ocupación del club, después de estudiar la situación legal; había dispuesto las normas de organización interna que aceptábamos y sentíamos debían ser respetadas. Nos sujetábamos a ellas sin cuestionarlas. Nuestra vida en el club era provisoria, lo sabíamos, pero era la única vida que teníamos. Era cierta la miseria, cierta la incertidumbre, cierto el frío y el agua que nos mojaba los pies esa noche. Pero no era menos cierto que también podíamos perder eso y la intemperie sólo podía envilecernos más. No teníamos otra posibilidad. Y así estábamos acompañados hasta que pudiéramos enderezarnos.
Entonces salvo Zoca y el Jefe los demás volvíamos al mediodía con sed y gusto a sal, después de haber olido los asados de los albañiles, de haber deseado los daiquiris de las señoras que llevaban a sus perros a tomar sol a los bares elegantes de la ciudad. A los casados les esperaba una riña conyugal; a mí no me esperaba nada.
-No hay más –dijo el Jefe.
-¿Y cómo hago? Esto no prende. Vamos a comer a las tres de la mañana.
-Vos sos el encargado. Deberías tenerlo previsto.
-No sé a quién le tocaba hoy, pero los chicos tienen hambre. Hagan algo, no los quiero llevar otra vez a lo de mi tía, la última vez se quejó tanto de los aumentos, de lo que paga de teléfono, de lo que paga de gas, que no comí nada. Los chicos por suerte comieron todo. Pero después se durmieron en el colectivo y no podía despertarlos –dijo Mirta mientras untaba unos panes con picadillo.
Excepto Zoca, las mujeres tenían el deporte de la queja. Por suerte las otras dos se habían ido a dormir temprano, pero Mirta que no lo hacía hasta que los chicos comían y se iban a dormir y ella tenía las últimas horas de la noche para increparlo al Mono con total libertad de acción. Era ya el momento en que empezaba esa escena, y estaban dadas las condiciones: los chicos se habían ido a dormir sin cenar más que esos panes y el Mono y Pederneschi seguían con el truco como si no les importara nada.
El Mono hacía lo que podía. Con el truco había desarrollado un refugio eficaz contra la balacera de Mirta. Creo que a Pederneschi no le gustaba nada el truco, pero lo hacía por solidarizarse con el Mono.
Yo miraba las brasas agonizantes sabiendo que no iba a haber cena. Los chicos comieron los panes y corrían alrededor de la sombrilla que decía Sprite y que servía de paraguas y de sarcasmo: no era verano, no había sol, no podíamos comprar una Sprite.
Sin cena y con el frío iba a ser más difícil dormir esa noche. Desde que mi mujer se había ido yo tenía mi maridaje más fiel con el insomnio. Los primeros días me parecía increíble y aunque no la extrañaba a ella, no le perdonaba que se hubiera llevado a Santi sin decirme nada; la llamaba todos los días y ella me decía que allá tenía un futuro, que su hermana la podía ayudar, y que apenas ahorrara unos pesos me lo traía; que estaba lindo y ya dibujaba muñecos con dedos y pantalones. Del desalojo no le conté nada. El Jefe me había aconsejado que no se lo dijera si tenía alguna esperanza de volver con ella.
Después empezó a atender la hermana y yo gastaba mucha plata en llamadas. En lugar de llamarla para que me explicara que allá tenía un futuro empecé a tratar de entenderlo yo, después de todo quién era yo para negarle un futuro si no podía darle ninguno. Y a Santi podía verlo si me salía esa temporadita en el hipódromo, podía ir en tren en las vacaciones y ayudarle a buscar una buena escuela.
Zoca le daba el pecho al bebé y todos los mirábamos en silencio mientras Yago apantallaba lo que quedaba de las brasas. Trasmiten una paz oceánica, decía el Alan Faena. A él le gustaba decir cosas como esa, lindas y complicadas. Yo podía decirlas también, pero no lo hacía. Las pensaba. A veces las escribía. Pero él las decía con impunidad, como si fuera lo más natural del mundo decir algo así en medio del frío y la lluvia de esa noche, el fuego que no prendía, Pederneschi que seguía prometiendo lo de la garrafa, el Jefe que no había podido comunicarse con el síndico. Por eso le habíamos puesto Alan Faena. Porque decía esas cosas.
-Pero ese es un tipo de la moda –había dicho Yago.
-Y qué cuando se pongan de moda esas frases? –dije- El va a pasar a ser el Alan Faena.
Y lo siguió siendo a partir de ese día; cumplía puntualmente su rol que consistía en soltar una de vez en cuando como para sostener su personaje. Así como Yago se ocupaba del fuego, el Jefe de los papeles y de hablar con el síndico, Zoca de amamantar y acariciarle la pelada al Ruso cuando el bebé se dormía, y los demás a las tareas rotativas estipuladas para esa semana, el Alan Faena se ocupaba de las frases. Su trabajo era tan impecable como el de Zoca.
Mirta se llevó los chicos a dormir y Zoca acostó al bebé. Ahora el Ruso había apoyado la cabeza en las rodillas de Zoca y ella le acariciaba la frente. No sabíamos cómo era la historia entre esos dos. No sabíamos si ella tenía permiso de residencia, ni de su pasado, ni si el chico era del Ruso. Pero las mujeres la habían aceptado y eso bastaba; al principio lo habíamos hecho por el Ruso pero después le tomamos cariño. Y el bebé era como una promesa que todavía podía cumplirse.
-Me gusta, es decorosa –me había dicho el Alan Faena una vez.
Lo único que nos faltaba, le dije, un quilombete sentimental. No jodamos con eso, ya tenemos bastante de todo. Me contestó que era una opinión desde el punto de vista contemplativo. Pero yo lo conocía bien y no le creí. Para contemplar uno iba al balneario, o a la peatonal, él tal vez al museo municipal. Pero no se mira a la mujer de un amigo.
-Marcos, andate hasta lo del viejo y pedile diarios y si tiene algo de alcohol –me dijo Yago.
-En qué sentido? –pregunté estirando el momento de cumplir con la tarea que me estaba asignando.
-Alcohol etílico, digo, para el fuego, o tenés cara para ir a las diez de la noche a pedirle whisky escocés para la sobremesa también y el Corriere Della Sera.
-No me da más la cara. Y el viejo no se enoja nunca, y eso es peor. Preferiría que me diga andate a la mierda, o que no atienda. Qué se yo. Pobre viejo.
-Y si no tiene con quién hablar –dijo Mirta. –Lo mejor que le puede pasar es que vayas vos y le pidas algo, él te cuenta que no ganó a la quiniela y que el ferretero tiene la vereda que es un desastre y vos traés diario y vemos que pasa con el fuego. Yago, así andás con las mujeres? No pegás una.
Escuché los últimos ecos de la voz de Mirta hostigando al parrillero que se perdían con el foco y la sombrilla de Sprite. Levanté el cierre de la campera y me peiné con los dedos. Fui hasta lo del viejo. Me apoyé en la reja y prendí un cigarrillo. La llovizna ondulaba en unas ráfagas plateadas. La noche ameritaba una frase de las de Alan Faena. Pero a mí no se me ocurría nada. Pasó el 110 con tres pasajeros. Uno era un chico con auriculares que me miró hasta que nos perdimos de vista. Pensé que ese iba a ser el único cruce de nuestras vidas. Pensé en cuántos cruces de esa clase componen una vida. Iba a decirle eso a Alan Faena. No tenía para anotar. Pero a la vuelta iba a decírselo. Apagué el cigarrillo en la vereda del viejo. Toqué el timbre. Esperé mirando la cortina floreada. El viejo se asomó y me sonrió.
jueves, 31 de julio de 2008
UN ABRIGO DE PAÑO ROJO
Junté coraje y decidí buscar mis pertenencias, las pocas que habían quedado en el departamento en que vivíamos con Manuel.
Tomé un taxi que olía a perro mojado. Bajé la ventanilla. El taxista debía darse cuenta de que olía mal pero parecía no importarle.
En el palier no había nadie. Subí. Entré. Todo olía a humedad y a sopa vieja. Los tipos no abren las ventanas, no ventilan, no dejan entrar el sol. Había ropa por todos lados: era evidente que Manuel disfrutaba de su estado de abandono, ahora sin culpa, sin que nadie le recordara que no tenía que dejar ropa mojada tirada por doquier. Me molestó el descuido del departamento. Aunque yo ya no viviera ahí, me parecía una profanación del lugar que habíamos habitado juntos.
En la alacena estaban los pocillos gemelos. Saqué uno de ellos, que se suponía era mío, lo golpeé contra la batea como si fuera un huevo duro, junté los restos, los tiré a la basura.
Abrí mi placard. Había quedado unas perchas, mi abrigo de paño rojo. Me había llevado toda la ropa y había dejado ese abrigo. No sabía la razón por la que había dejado ese abrigo. Una posibilidad: porque había pensado que era la manera de molestar a Manuel: que abriera la puerta del placard y viera el saco rojo, justo el que yo usaba en los inviernos de nuestros mejores años. Otra: que no podía enojarme completamente con Manuel, que de alguna manera sabía que su traición era un fallido más de nuestra relación e incluso que fuera él quien transgrediera nuestra lealtad era un hecho aleatorio: que bien podría haberme ocurrido a mí. No lo justificaba, lo detestaba por haber ocultado su relación con la tipa del club; pero pensaba qué hubiera pasado si el dueño de la perfumería, en lugar de un viejo feo, hubiera sido un tipo joven e interesante. Había sido fiel, pero había que considerar que yo era fiel como una declaración de principios, era fiel porque detestaba las ambivalencias, las medias tintas, las zonas grises; y yo sabía bien que Manuel las trasuntaba como un pez en el agua. Era esperable que, en el páramo que éramos los dos durante los últimos años, él hubiera elegido esa opción disponible.
Una tercera posibilidad era que no me lo hubiera llevado porque me recordaba dolorosamente los días de felicidad con él.
No sabía cuál era la razón por la que no me lo había llevado. Tal vez las tres lo eran. Lo que sí sabía era que iba a llevármelo en ese momento y que era lo último que me unía a Manuel: abrir esa puerta, retirar el saco rojo, ponerlo en la bolsa de ropa deportiva de Manuel, ropa que él había comprado después de nuestra separación, cerrar la puerta que una llave que desecharía en quince minutos, eran los últimos espacios que me vinculaban a Manuel. Empezó a dolerme el estómago. Cerré. Salí.
Abajo estaba el portero y lo saludé como siempre. Me saludó un poco más distante. Todo eso empezaba a ser parte de este presente de Manuel en que yo era una ausencia, y de este presente mío en que Manuel era una ausencia. Pero no podía llorar, no podía traducir esa imposibilidad del cuerpo, esa opresión permanente en un plexo imaginario que abarcaba toda una parte de mí en lágrimas, o gritos, o maledicencia. No podía nada. El rencor era un veneno que me horadaba a mí y no podía extirpar.
Entré al minimarket. También era la última vez que entraría allí. Seguía atendiéndolo Gastón.
-Hola, Berta –me dijo como si nos hubiéramos visto el día anterior.
-Qué escuchamos hoy?
-Nick Cave.
-Eficaz, Tiki Mayonesa. Quiero un aero y unas mentitas- dije sacando de mi billetera diez pesos. Me dio el chocolate y las pastillas.
Antes de que yo le explicara nada dijo hasta mañana, me apretó la mano en la que tenía el vuelto, mirándome como diciendo: ya sé, no digamos nada, ya sé que mañana no, pero hasta mañana, porque así es el agua y después de todo nadie va a decirme Tiki Mayonesa. Entonces un río de lágrimas vino a mí sin que pudiera poner un dique, empecé a llorar, lloraba y lloraba y Tiki Mayonesa traspuso el escaparate de vidrio, me abrazó y me decía está bien, ya va a pasar, y yo solamente pude decir ay, Tiki, yo lo quise tanto.
Tomé un taxi que olía a perro mojado. Bajé la ventanilla. El taxista debía darse cuenta de que olía mal pero parecía no importarle.
En el palier no había nadie. Subí. Entré. Todo olía a humedad y a sopa vieja. Los tipos no abren las ventanas, no ventilan, no dejan entrar el sol. Había ropa por todos lados: era evidente que Manuel disfrutaba de su estado de abandono, ahora sin culpa, sin que nadie le recordara que no tenía que dejar ropa mojada tirada por doquier. Me molestó el descuido del departamento. Aunque yo ya no viviera ahí, me parecía una profanación del lugar que habíamos habitado juntos.
En la alacena estaban los pocillos gemelos. Saqué uno de ellos, que se suponía era mío, lo golpeé contra la batea como si fuera un huevo duro, junté los restos, los tiré a la basura.
Abrí mi placard. Había quedado unas perchas, mi abrigo de paño rojo. Me había llevado toda la ropa y había dejado ese abrigo. No sabía la razón por la que había dejado ese abrigo. Una posibilidad: porque había pensado que era la manera de molestar a Manuel: que abriera la puerta del placard y viera el saco rojo, justo el que yo usaba en los inviernos de nuestros mejores años. Otra: que no podía enojarme completamente con Manuel, que de alguna manera sabía que su traición era un fallido más de nuestra relación e incluso que fuera él quien transgrediera nuestra lealtad era un hecho aleatorio: que bien podría haberme ocurrido a mí. No lo justificaba, lo detestaba por haber ocultado su relación con la tipa del club; pero pensaba qué hubiera pasado si el dueño de la perfumería, en lugar de un viejo feo, hubiera sido un tipo joven e interesante. Había sido fiel, pero había que considerar que yo era fiel como una declaración de principios, era fiel porque detestaba las ambivalencias, las medias tintas, las zonas grises; y yo sabía bien que Manuel las trasuntaba como un pez en el agua. Era esperable que, en el páramo que éramos los dos durante los últimos años, él hubiera elegido esa opción disponible.
Una tercera posibilidad era que no me lo hubiera llevado porque me recordaba dolorosamente los días de felicidad con él.
No sabía cuál era la razón por la que no me lo había llevado. Tal vez las tres lo eran. Lo que sí sabía era que iba a llevármelo en ese momento y que era lo último que me unía a Manuel: abrir esa puerta, retirar el saco rojo, ponerlo en la bolsa de ropa deportiva de Manuel, ropa que él había comprado después de nuestra separación, cerrar la puerta que una llave que desecharía en quince minutos, eran los últimos espacios que me vinculaban a Manuel. Empezó a dolerme el estómago. Cerré. Salí.
Abajo estaba el portero y lo saludé como siempre. Me saludó un poco más distante. Todo eso empezaba a ser parte de este presente de Manuel en que yo era una ausencia, y de este presente mío en que Manuel era una ausencia. Pero no podía llorar, no podía traducir esa imposibilidad del cuerpo, esa opresión permanente en un plexo imaginario que abarcaba toda una parte de mí en lágrimas, o gritos, o maledicencia. No podía nada. El rencor era un veneno que me horadaba a mí y no podía extirpar.
Entré al minimarket. También era la última vez que entraría allí. Seguía atendiéndolo Gastón.
-Hola, Berta –me dijo como si nos hubiéramos visto el día anterior.
-Qué escuchamos hoy?
-Nick Cave.
-Eficaz, Tiki Mayonesa. Quiero un aero y unas mentitas- dije sacando de mi billetera diez pesos. Me dio el chocolate y las pastillas.
Antes de que yo le explicara nada dijo hasta mañana, me apretó la mano en la que tenía el vuelto, mirándome como diciendo: ya sé, no digamos nada, ya sé que mañana no, pero hasta mañana, porque así es el agua y después de todo nadie va a decirme Tiki Mayonesa. Entonces un río de lágrimas vino a mí sin que pudiera poner un dique, empecé a llorar, lloraba y lloraba y Tiki Mayonesa traspuso el escaparate de vidrio, me abrazó y me decía está bien, ya va a pasar, y yo solamente pude decir ay, Tiki, yo lo quise tanto.
sábado, 19 de julio de 2008
CUARTO CRECIENTE
No extrañaba a Manuel. Era otra cosa. Como una secuencia fotográfica, en medio de mi trabajo, o en la pausa del café, aparecían ante mí las imágenes de los días de mi dicha con él: mi primera clase de buceo, las excursiones debajo del agua; el viaje a Mykonos, las calles minúsculas y sin cuadrícula, Manuel diciéndole a un nativo en un plato de trigo comen tres tigres, -para despistarlo y que el tipo no nos persiguiera para vendernos pinturas horribles-; bucear en el Egeo. La discusión con el dueño de la inmobiliaria, nuestra victoria; la pintura del departamento, los dos sucios, llenos de polvillo y látex barato, mal vestidos, besándonos en el intervalo que nos tomábamos para comer un sándwich y después seguir para que todo estuviera listo en dos días, el tiempo máximo que podíamos resistir antes de mudarnos. Los llamados por teléfono, a cada hora, con cualquier excusa.
Exhumaba los restos de mi pasado con un desgano difuso, un exorcismo que se articulaba más allá de mi voluntad con las vértebras de lo que habíamos atravesado juntos. Tenía una clara percepción de ese proceso. Me sabía un objeto, un material maleable por el impulso vital extrínseco e irrecusable del olvido. Como el deseo, como el agua, el desamor tenía su curso que me era ajeno e inmune. No dejaba de ser un alivio esa noción tan exacta. Eso me proporcionaba oxígeno para trasuntar las horas del día. No era feliz, no lo era más que antes. Pero sentía algo limpio y silencioso que iba corriendo dentro de mí llevándose los materiales tóxicos que habíamos aglutinado él y yo los últimos años. Es cuestión de tiempo, me decían mis compañeros de trabajo. Yo sabía que era verdad: que la herida cauterizaría por el mero decurso de las fases de la luna. Pero también sabía que el tiempo no me regresaría ese material de mí –órgano extremado de sí en la futilidad de la pasión- que me había permitido constituirme con otro. Porque una parte de mí no era sino a partir de Manuel. Entonces sabía que no iba a reconstituir mi vida de pareja con otro y no podía evitar un desaliento imbatible, un lugar que tenía ya identificado y hasta le había puesto un nombre: el cráter de mí.
Había que sumergirse y esperar, pensar en que en la tierra tal vez hubiera cuarto creciente.
Exhumaba los restos de mi pasado con un desgano difuso, un exorcismo que se articulaba más allá de mi voluntad con las vértebras de lo que habíamos atravesado juntos. Tenía una clara percepción de ese proceso. Me sabía un objeto, un material maleable por el impulso vital extrínseco e irrecusable del olvido. Como el deseo, como el agua, el desamor tenía su curso que me era ajeno e inmune. No dejaba de ser un alivio esa noción tan exacta. Eso me proporcionaba oxígeno para trasuntar las horas del día. No era feliz, no lo era más que antes. Pero sentía algo limpio y silencioso que iba corriendo dentro de mí llevándose los materiales tóxicos que habíamos aglutinado él y yo los últimos años. Es cuestión de tiempo, me decían mis compañeros de trabajo. Yo sabía que era verdad: que la herida cauterizaría por el mero decurso de las fases de la luna. Pero también sabía que el tiempo no me regresaría ese material de mí –órgano extremado de sí en la futilidad de la pasión- que me había permitido constituirme con otro. Porque una parte de mí no era sino a partir de Manuel. Entonces sabía que no iba a reconstituir mi vida de pareja con otro y no podía evitar un desaliento imbatible, un lugar que tenía ya identificado y hasta le había puesto un nombre: el cráter de mí.
Había que sumergirse y esperar, pensar en que en la tierra tal vez hubiera cuarto creciente.
miércoles, 16 de julio de 2008
LOS ESTADOS DEL AGUA
No me engañaba en cuanto a Calio. Sabía que me esperaban unos días de ausencia, o todos los venideros. No importaba si eran unos o todos.
Esa ciénaga duró unos días, hasta que pude ver que no había certidumbre posible, que lo único real era ese dolor que había que asir, dejar de hacerlo no era una opción disponible. Mis días con él habían sido una droga. Agua de lluvia. Un predio ficcional y lluvioso, esperado, sabido. Pero como toda droga, tenía el poder de proporcionar una visión del mundo completamente falaz.
Bellísima y falaz.
Entonces habíamos merodeado, nos habíamos olisqueado y presentido, querido y no querido, evitando todo el tiempo vadear la pérdida. Y ahora la pérdida estaba ahí, maciza, corpórea, y paradójicamente no sobrevenida del encuentro de los cuerpos sino de los extraños designios del agua. El regreso a Chile, a una mujer desconocida.
(...) Tenía claro que la pasión era una sustancia, no más que eso. Suministrada por otro, un detonador de endorfinas accionado con agua, con saliva, con palabras, con elemento dérmico, un campo de amapolas particular y exclusivo de dos, único de dos e irreversible.
Pero también en tanto propulsor de un mecanismo químico, reemplazable por una píldora habitual adquirible en comercios del rubro.
El Prozac es un intento de suplir el vacío, en el mismo plano que la máquina de Morel. Llenamos el universo de hologramas, nos bombardeamos sustancias químicas porque lo que no hay es el Otro, esa alteridad viscosa y necesaria que, excepto en intervalos mínimos, siempre va a faltar. (...)
Esa ciénaga duró unos días, hasta que pude ver que no había certidumbre posible, que lo único real era ese dolor que había que asir, dejar de hacerlo no era una opción disponible. Mis días con él habían sido una droga. Agua de lluvia. Un predio ficcional y lluvioso, esperado, sabido. Pero como toda droga, tenía el poder de proporcionar una visión del mundo completamente falaz.
Bellísima y falaz.
Entonces habíamos merodeado, nos habíamos olisqueado y presentido, querido y no querido, evitando todo el tiempo vadear la pérdida. Y ahora la pérdida estaba ahí, maciza, corpórea, y paradójicamente no sobrevenida del encuentro de los cuerpos sino de los extraños designios del agua. El regreso a Chile, a una mujer desconocida.
(...) Tenía claro que la pasión era una sustancia, no más que eso. Suministrada por otro, un detonador de endorfinas accionado con agua, con saliva, con palabras, con elemento dérmico, un campo de amapolas particular y exclusivo de dos, único de dos e irreversible.
Pero también en tanto propulsor de un mecanismo químico, reemplazable por una píldora habitual adquirible en comercios del rubro.
El Prozac es un intento de suplir el vacío, en el mismo plano que la máquina de Morel. Llenamos el universo de hologramas, nos bombardeamos sustancias químicas porque lo que no hay es el Otro, esa alteridad viscosa y necesaria que, excepto en intervalos mínimos, siempre va a faltar. (...)
lunes, 16 de junio de 2008
LA CENA
-Qué pasa? -dijo el Pipu cuando Kolonisky atendió.
-Todo bien, se quedan un rato más? Tengo que convencer a Emilia porque me olvidé que nos juntábamos hoy y le dije que la iba a llevar al cine.
-Eh, viejo, a vos siempre te terminan manejando la vida las minas, se fue la bruja y ahora no podés con tu hija? Dale, dejate de joder y vení que ya pedimos las pizzas. Decile que está Malena y que tiene las zapatillas con rueditas.
-A vos te parece fácil, pero cuando uno le dice algo que contenga la palabra "shopping" o "cine" o "macdonalds" lo graba en el bronce, es terrible. Bueno, aguantenme que en media hora estoy allá. La saco de la ducha y salgo. No empiencen sin mí, eh?
Kolonisky tocó el timbre de la casa de Fernando. Había alquilado una casa en la calle Pueyrredón, con Silvia, su nueva pareja, en la que vivían con los dos hijos del primer matrimonio de ella y, algunos días, cuando su ex no estaba en sus crisis habituales de soledad o tenía un curso o que ir al cine, con los dos suyos, Teo y Malena.
-Tienen un perrito? -preguntó Emilia.
-Creo que no -dijo Kolonisky rozando por un segundo la pequeña mano enguantada de su hija.
Kolonisky sentía culpa. Culpa de todo. Desde que había separado sentía más culpa. Su psicoanalista (ya había decidido que este año iba a dejar, ya hacía cinco que iba en esta segunda etapa, con lo que llevaba gastado ya podía haberse comprado el gomón) le había dicho que era frecuente, que era una etapa, pero a él la culpa le crecía más y más, veía a su ex para dejarle a Emilia, con el bolso con ropa y era como la luna para la marea de su culpa que subía y subía hasta ahogarlo, se tenía que ir. Ella le ofrecía unos mates que él aceptaba, escuchando las cosas de casi siempre, que todavía no les habían puesto el cable, que depositara antes del cinco porque el cinco vencía el alquiler, que no dejara que Emilia anduviera descalza, que hacía mucho frío y esa congestión no le paraba nunca.
-Eeey! adelante! -dijo Fernando mientras le despeinaba el pelo mojado a Emilia.
-Saludá, Emi, no seas así.
-Dejala, estoy acostumbrado, debe ser la barba.
Emilia miró a Fernando como si lo exiliara definitivamente del elenco de esa noche. Al final del pasillo se vio la cara de Malena asomarse y volver a ocultarse.
-Pasá, Emi, los chicos están en la habitación mirando los dibu. A vos te gusta el Cartoon?
Emilia no contestó, se quitó el abrigo y se fue a la habitación de Malena.
En el comedor estaban el Pipu, el Pela, Fernando y el Mono. El Pipu no tenía novia ni se había casado nunca y se parecía cada vez a una mamushka. El Pela había llevado a Juani y a Lucía, que estaba enorme y lindísima. Se había separado hacía dos años y ahora estaba de novio con una médica pediatra que tenía hijos grandes. El Mono era el único que seguía casado, tenía tres chicos de cinco, siete y nueve y el hastío les brotaba de todos los poros y en todas las frases a él y a Laura, su mujer desde el colegio secundario; no se separaría nunca, no sería capaz. Tal vez hace bien, pensaba Kolonsky a veces, cuando veía una peli de Wes Anderson solo, cuando Emilia se dormía y sólo era asistido por el home theater que ella no se había llevado porque con su teoría anti consumo, por despecho, por purismo o porque se quería ir a la mierda de una vez por todas, no se había llevado casi nada. El le había dicho que se llevara lo que quisiera, entonces ella no se había llevado nada, apenas los discos, los libros. Si le hubiera dicho hija de puta, no te llevás nada, seguro ella hubiera querido el lavavajillas, el DVD, todo. Así era, así se había enamorado hacía quince años, de sus excesos y su aspecto desenfocado, así se había hartado de ella, de esas mismas desmesuras. No sabía si la extrañaba, no sabía si quería verla. Lo único que sabía era que esa casa era demasiado grande y había olor a humedad. Tenés que ventilar todos los días, le había dicho ella con el desapego de una inspectora departamental, de un notificador de multas.
Fernando trajo las pizzas que se habían enfriado. Las cortó sin sacarlas de la caja. El Pipu llamó a los chicos. Comían con las manos, sin que nadie les hubiera dicho que se las lavaran. Primera delicia masculina. Frodo entró ladrando y Emilia le tiró un pedazo de pizza al piso, que el perro devoró en tres segundos.
-No le des, Emi, él ya comió -dijo Fernando, cada vez menos simpático para Emilia.
-Este hijo de puta se tiene que retirar -dijo el Pipu refiriéndose al DT que aparecía en la pantalla de la tele diciendo las mismas cosas que decía desde hacía diez años.
-Y que querés, a quién le van a dar ese fierro caliente?- dijo el Mono mientras le pasaba el rolisec al de cinco.
-Yo agarraría si me pagan eso -dijo Fernando.
-Me parece que ahora van a dar los goles, tenés que ver, unos pelotudos, por qué no se van y dejan a los pendejos que tienen más ganas y no están tan intoxicados de guita.
-La verdad.
El de siete del Mono tiró la coca al piso y Fernando dijo no pasó nada, limpialo con el roli.
-No les da, viejo, no les da -dijo el Pipu- Ché, terminenla con la coca, y metanle que ahora empieza Pucca.
-No seas guacho, tené un poco de paciencia, ya te va a tocar -dijo el Mono mientras limpiaba el piso.
Los chicos y Frodo se fueron a la habitación. Fernando se llevó los restos de pizza y los guardó en la heladera. A Kolonsky le dio otra vez esa cosa en el estómago. Debía ser que la cerveza estaba demasiado fría.
-Todo bien, se quedan un rato más? Tengo que convencer a Emilia porque me olvidé que nos juntábamos hoy y le dije que la iba a llevar al cine.
-Eh, viejo, a vos siempre te terminan manejando la vida las minas, se fue la bruja y ahora no podés con tu hija? Dale, dejate de joder y vení que ya pedimos las pizzas. Decile que está Malena y que tiene las zapatillas con rueditas.
-A vos te parece fácil, pero cuando uno le dice algo que contenga la palabra "shopping" o "cine" o "macdonalds" lo graba en el bronce, es terrible. Bueno, aguantenme que en media hora estoy allá. La saco de la ducha y salgo. No empiencen sin mí, eh?
Kolonisky tocó el timbre de la casa de Fernando. Había alquilado una casa en la calle Pueyrredón, con Silvia, su nueva pareja, en la que vivían con los dos hijos del primer matrimonio de ella y, algunos días, cuando su ex no estaba en sus crisis habituales de soledad o tenía un curso o que ir al cine, con los dos suyos, Teo y Malena.
-Tienen un perrito? -preguntó Emilia.
-Creo que no -dijo Kolonisky rozando por un segundo la pequeña mano enguantada de su hija.
Kolonisky sentía culpa. Culpa de todo. Desde que había separado sentía más culpa. Su psicoanalista (ya había decidido que este año iba a dejar, ya hacía cinco que iba en esta segunda etapa, con lo que llevaba gastado ya podía haberse comprado el gomón) le había dicho que era frecuente, que era una etapa, pero a él la culpa le crecía más y más, veía a su ex para dejarle a Emilia, con el bolso con ropa y era como la luna para la marea de su culpa que subía y subía hasta ahogarlo, se tenía que ir. Ella le ofrecía unos mates que él aceptaba, escuchando las cosas de casi siempre, que todavía no les habían puesto el cable, que depositara antes del cinco porque el cinco vencía el alquiler, que no dejara que Emilia anduviera descalza, que hacía mucho frío y esa congestión no le paraba nunca.
-Eeey! adelante! -dijo Fernando mientras le despeinaba el pelo mojado a Emilia.
-Saludá, Emi, no seas así.
-Dejala, estoy acostumbrado, debe ser la barba.
Emilia miró a Fernando como si lo exiliara definitivamente del elenco de esa noche. Al final del pasillo se vio la cara de Malena asomarse y volver a ocultarse.
-Pasá, Emi, los chicos están en la habitación mirando los dibu. A vos te gusta el Cartoon?
Emilia no contestó, se quitó el abrigo y se fue a la habitación de Malena.
En el comedor estaban el Pipu, el Pela, Fernando y el Mono. El Pipu no tenía novia ni se había casado nunca y se parecía cada vez a una mamushka. El Pela había llevado a Juani y a Lucía, que estaba enorme y lindísima. Se había separado hacía dos años y ahora estaba de novio con una médica pediatra que tenía hijos grandes. El Mono era el único que seguía casado, tenía tres chicos de cinco, siete y nueve y el hastío les brotaba de todos los poros y en todas las frases a él y a Laura, su mujer desde el colegio secundario; no se separaría nunca, no sería capaz. Tal vez hace bien, pensaba Kolonsky a veces, cuando veía una peli de Wes Anderson solo, cuando Emilia se dormía y sólo era asistido por el home theater que ella no se había llevado porque con su teoría anti consumo, por despecho, por purismo o porque se quería ir a la mierda de una vez por todas, no se había llevado casi nada. El le había dicho que se llevara lo que quisiera, entonces ella no se había llevado nada, apenas los discos, los libros. Si le hubiera dicho hija de puta, no te llevás nada, seguro ella hubiera querido el lavavajillas, el DVD, todo. Así era, así se había enamorado hacía quince años, de sus excesos y su aspecto desenfocado, así se había hartado de ella, de esas mismas desmesuras. No sabía si la extrañaba, no sabía si quería verla. Lo único que sabía era que esa casa era demasiado grande y había olor a humedad. Tenés que ventilar todos los días, le había dicho ella con el desapego de una inspectora departamental, de un notificador de multas.
Fernando trajo las pizzas que se habían enfriado. Las cortó sin sacarlas de la caja. El Pipu llamó a los chicos. Comían con las manos, sin que nadie les hubiera dicho que se las lavaran. Primera delicia masculina. Frodo entró ladrando y Emilia le tiró un pedazo de pizza al piso, que el perro devoró en tres segundos.
-No le des, Emi, él ya comió -dijo Fernando, cada vez menos simpático para Emilia.
-Este hijo de puta se tiene que retirar -dijo el Pipu refiriéndose al DT que aparecía en la pantalla de la tele diciendo las mismas cosas que decía desde hacía diez años.
-Y que querés, a quién le van a dar ese fierro caliente?- dijo el Mono mientras le pasaba el rolisec al de cinco.
-Yo agarraría si me pagan eso -dijo Fernando.
-Me parece que ahora van a dar los goles, tenés que ver, unos pelotudos, por qué no se van y dejan a los pendejos que tienen más ganas y no están tan intoxicados de guita.
-La verdad.
El de siete del Mono tiró la coca al piso y Fernando dijo no pasó nada, limpialo con el roli.
-No les da, viejo, no les da -dijo el Pipu- Ché, terminenla con la coca, y metanle que ahora empieza Pucca.
-No seas guacho, tené un poco de paciencia, ya te va a tocar -dijo el Mono mientras limpiaba el piso.
Los chicos y Frodo se fueron a la habitación. Fernando se llevó los restos de pizza y los guardó en la heladera. A Kolonsky le dio otra vez esa cosa en el estómago. Debía ser que la cerveza estaba demasiado fría.
domingo, 8 de junio de 2008
UNOS GOMICUER COLOR SUELA
-Llená el tanque -dije al tipo de la estación de servicio mientras ponía en su palma grasienta las llaves. Fui hasta el baño. En el espejo me encontré poco presentable. A ella le gustaba así, desprolijo. Eso decía antes. Pero tal vez había cambiado.
Eran las diez menos cuarto y faltaban sesenta kilómetros. Pagué con la tarjeta de débito y el tipo me pidió el documento. La foto era un espectro sepia. Me miró.
-Firme aquí -dijo.
Apagué el aire acondicionado porque me daba dolor de cabeza. No aguantaba más la radio. Puse el disco de Amy Winehouse. Recordé a mi hija. Ella se reía de mi afición por 'esas músicas para adolescentes'. No hay edad para eso, hija, contestaba yo. Y ella decía entonces que estaba bien, que al menos era rescatable mi coherencia en ser adolescente en todo, más adolescente que ella. Creo que le gustaba mi obstinada inmadurez: que a los sesenta años escuchara esa música, leyera Artaud y Ezra Pound, anduviera por los bares a la tarde hablando con desconocidos. O sabía que eran los únicos antídotos con que contaba para apaciguar el gusto amargo que me venía a la boca a esa hora en la que todos salían de su trabajo para volver a su casa, estar con la familia, cenar una comida de madre discutiendo temas repetidos con TV de fondo. Pero yo había dejado todo eso por decisión propia: al principio fue una puntada en el estómago, después meses de insomnio hasta que pude irme a un habitáculo mínimo en la calle Salta, prestado por otro amigo separado.
Dos chicas que hacían dedo me mostraban un cartel que decía La Carlota. Las saludé y me sonrieron pero no paré. Quería llegar lo más temprano posible. Amy seguía diciéndole a un pobre tipo que no era buena. Una mujer que de verdad no lo fuera no lo diría. Sí que es buena. Sin importarle si eras buena. Fuiste buena y consecuente.
Ella había sido una mujer buena. No lo pude saber a tiempo, lo sabía ahora, cuando ya no era útil para nada. Cuántos otoños tienen que pasar para que vivamos juntos? -me preguntaba cuando hablábamos por teléfono, en medio de un mal chiste mío o cuando le contaba qué iba a cenar esa noche, casi siempre una sopa instantánea o un lomita del bar de la esquina. Yo me reía y no decía nada. No sabía. Yo quería que fuera ese otoño pero no decía nada. No se podía. Su hijo, mi hija, mi ex, su ex. No se podía. Ella callaba y se quedaba mirando un botón del saco, o un punto de la pared desnuda. Hasta que yo cambiaba de tema.
En la entrada del pueblo había un cartel despintado que decía bienvenidos. El banco debía estar en la avenida principal. El bar de Coco. Mimitos ropa de bebés. Nenucha boutique. Elda Moro estilista. Al fin, el cajero. Estacioné sin dificultades. Eso era lo bueno de los pueblos. Una mujer con una bolsa con verduras me dijo buen día. Eso era lo malo de los pueblos. Buen día, dije y me metí en el cubículo húmedo.
Le había mentido. Le había dicho que no podía hacer transferencia ni giro porque el banco tenía problemas con mi cuenta, que era una cuestión informática que nunca habían podido solucionar. Que entonces iba a llevarle efectivo. Ella me había creído o había hecho como que me había creído.
Había pasado tres años desde su traslado. Yo seguía sin entenderlo. No sabía por qué no le había pedido que se quedara, que de todos modos nos íbamos a arreglar con la plata, que alquilaríamos algo más grande para vivir con los chicos. No sabía por qué, pero me había faltado fuerzas.
La había visto una vez en la terraza del apart al que íbamos con el Ruso. Me había llamado la atención sus manos, eran como distintas del resto del cuerpo, más infantiles. Parecía mucho más joven que yo, pero no me importó. La miré con descaro hasta que se fue. Tres días después la crucé en el puesto de José y le dije que no comprara ese diario oficialista. Por eso lo compro, me dijo y a las dos horas estábamos cambiando horarios y teléfonos.
Después vinieron las tardes furtivas en mi departamento, ya me había mudado a Oroño. Nos exprimíamos palabras obscenas, besos, lo que fuera hasta el momento que pudiéramos, en el que ella se iba en taxi, despeinada, oliendo a mí y enojada por cualquier cosa para poder sobrellevar una despedida digna sin lágrimas ni escenas adolescentes. Adolescentes, decía mi hija.
Busqué la agenda en la guantera. M. María. Pasaje Parque 432. Dónde sería ese pasaje parque.
Al principio era así. No importaba nada, contábamos el tiempo que faltaba para el taxi entre medialunas del día anterior y mi café lavado. Después empezaron los hoy no puedo. Yo tenía los cursos en el Poli, ella las horas extras. Las reuniones del colegio de Martín. Las clases de patín de Sole. Un día me dijo que estábamos dejándonos atravesar por los acontecimientos. Le contesté que no creía que pudiera hacerse nada.
Después empezó a flotar entre nosotros una cosa rara, como si faltara la fe. Después del sexo se vestía de espaldas y en silencio, me daba un beso breve y se iba, sin medialunas viejas, sin dejar que la acompañara hasta el taxi. Yo no hacía nada porque me faltaban fuerzas. No podría haber soportado otro fracaso, y ella pasaba mucho tiempo con su amigo de la oficina, demasiado tiempo para ser sólo amigos. Y su ex que iba todos los jueves para charlar asuntos de Martín.
Después vino el traslado. Al principio me escribía todos los días, después cada vez menos. Hasta que no escribió más. Sólo supe de ella cuando llamó y me dijo lo de la operación de Martín. Le ofrecí todo lo que tenía en la cuenta, no lo dudé. Ella lloraba y no dijo sí, no dijo nada. Mañana te llamo yo, le dije.
Un gordo con una bufanda azul me miró como si fuéramos conocidos. Detuve el auto y bajé la ventanilla. Pregunté dónde era pasaje parque. Va bien, son seis cuadras más, dijo el gordo salivando la bufanda.
Yo no le había contestado una sola carta. No podía. No sabía por qué, pero no había podido. Estaba toda la semana con los mismos zapatos y tenía que ocuparme de eso. Eran unos gomicuer color suela, pasados de moda. Había que comprar otro par, elegirlos, dar con ellos. Cuando pude resolver lo de los zapatos había pasado tres meses y ella ya no escribía más. No tenía sentido.
Estacioné sin respetar el sentido de la calle. Cerré el auto sin alarma. 432. Era una puerta verde, dos ventanas con rejas. Toqué el timbre. Atendió Martín, ahora tenía una barba incipiente, tres o cuatro pelos que intentaban ser una barba. Buscás a mi mamá, ya la llamo, me dijo.
Eran las diez menos cuarto y faltaban sesenta kilómetros. Pagué con la tarjeta de débito y el tipo me pidió el documento. La foto era un espectro sepia. Me miró.
-Firme aquí -dijo.
Apagué el aire acondicionado porque me daba dolor de cabeza. No aguantaba más la radio. Puse el disco de Amy Winehouse. Recordé a mi hija. Ella se reía de mi afición por 'esas músicas para adolescentes'. No hay edad para eso, hija, contestaba yo. Y ella decía entonces que estaba bien, que al menos era rescatable mi coherencia en ser adolescente en todo, más adolescente que ella. Creo que le gustaba mi obstinada inmadurez: que a los sesenta años escuchara esa música, leyera Artaud y Ezra Pound, anduviera por los bares a la tarde hablando con desconocidos. O sabía que eran los únicos antídotos con que contaba para apaciguar el gusto amargo que me venía a la boca a esa hora en la que todos salían de su trabajo para volver a su casa, estar con la familia, cenar una comida de madre discutiendo temas repetidos con TV de fondo. Pero yo había dejado todo eso por decisión propia: al principio fue una puntada en el estómago, después meses de insomnio hasta que pude irme a un habitáculo mínimo en la calle Salta, prestado por otro amigo separado.
Dos chicas que hacían dedo me mostraban un cartel que decía La Carlota. Las saludé y me sonrieron pero no paré. Quería llegar lo más temprano posible. Amy seguía diciéndole a un pobre tipo que no era buena. Una mujer que de verdad no lo fuera no lo diría. Sí que es buena. Sin importarle si eras buena. Fuiste buena y consecuente.
Ella había sido una mujer buena. No lo pude saber a tiempo, lo sabía ahora, cuando ya no era útil para nada. Cuántos otoños tienen que pasar para que vivamos juntos? -me preguntaba cuando hablábamos por teléfono, en medio de un mal chiste mío o cuando le contaba qué iba a cenar esa noche, casi siempre una sopa instantánea o un lomita del bar de la esquina. Yo me reía y no decía nada. No sabía. Yo quería que fuera ese otoño pero no decía nada. No se podía. Su hijo, mi hija, mi ex, su ex. No se podía. Ella callaba y se quedaba mirando un botón del saco, o un punto de la pared desnuda. Hasta que yo cambiaba de tema.
En la entrada del pueblo había un cartel despintado que decía bienvenidos. El banco debía estar en la avenida principal. El bar de Coco. Mimitos ropa de bebés. Nenucha boutique. Elda Moro estilista. Al fin, el cajero. Estacioné sin dificultades. Eso era lo bueno de los pueblos. Una mujer con una bolsa con verduras me dijo buen día. Eso era lo malo de los pueblos. Buen día, dije y me metí en el cubículo húmedo.
Le había mentido. Le había dicho que no podía hacer transferencia ni giro porque el banco tenía problemas con mi cuenta, que era una cuestión informática que nunca habían podido solucionar. Que entonces iba a llevarle efectivo. Ella me había creído o había hecho como que me había creído.
Había pasado tres años desde su traslado. Yo seguía sin entenderlo. No sabía por qué no le había pedido que se quedara, que de todos modos nos íbamos a arreglar con la plata, que alquilaríamos algo más grande para vivir con los chicos. No sabía por qué, pero me había faltado fuerzas.
La había visto una vez en la terraza del apart al que íbamos con el Ruso. Me había llamado la atención sus manos, eran como distintas del resto del cuerpo, más infantiles. Parecía mucho más joven que yo, pero no me importó. La miré con descaro hasta que se fue. Tres días después la crucé en el puesto de José y le dije que no comprara ese diario oficialista. Por eso lo compro, me dijo y a las dos horas estábamos cambiando horarios y teléfonos.
Después vinieron las tardes furtivas en mi departamento, ya me había mudado a Oroño. Nos exprimíamos palabras obscenas, besos, lo que fuera hasta el momento que pudiéramos, en el que ella se iba en taxi, despeinada, oliendo a mí y enojada por cualquier cosa para poder sobrellevar una despedida digna sin lágrimas ni escenas adolescentes. Adolescentes, decía mi hija.
Busqué la agenda en la guantera. M. María. Pasaje Parque 432. Dónde sería ese pasaje parque.
Al principio era así. No importaba nada, contábamos el tiempo que faltaba para el taxi entre medialunas del día anterior y mi café lavado. Después empezaron los hoy no puedo. Yo tenía los cursos en el Poli, ella las horas extras. Las reuniones del colegio de Martín. Las clases de patín de Sole. Un día me dijo que estábamos dejándonos atravesar por los acontecimientos. Le contesté que no creía que pudiera hacerse nada.
Después empezó a flotar entre nosotros una cosa rara, como si faltara la fe. Después del sexo se vestía de espaldas y en silencio, me daba un beso breve y se iba, sin medialunas viejas, sin dejar que la acompañara hasta el taxi. Yo no hacía nada porque me faltaban fuerzas. No podría haber soportado otro fracaso, y ella pasaba mucho tiempo con su amigo de la oficina, demasiado tiempo para ser sólo amigos. Y su ex que iba todos los jueves para charlar asuntos de Martín.
Después vino el traslado. Al principio me escribía todos los días, después cada vez menos. Hasta que no escribió más. Sólo supe de ella cuando llamó y me dijo lo de la operación de Martín. Le ofrecí todo lo que tenía en la cuenta, no lo dudé. Ella lloraba y no dijo sí, no dijo nada. Mañana te llamo yo, le dije.
Un gordo con una bufanda azul me miró como si fuéramos conocidos. Detuve el auto y bajé la ventanilla. Pregunté dónde era pasaje parque. Va bien, son seis cuadras más, dijo el gordo salivando la bufanda.
Yo no le había contestado una sola carta. No podía. No sabía por qué, pero no había podido. Estaba toda la semana con los mismos zapatos y tenía que ocuparme de eso. Eran unos gomicuer color suela, pasados de moda. Había que comprar otro par, elegirlos, dar con ellos. Cuando pude resolver lo de los zapatos había pasado tres meses y ella ya no escribía más. No tenía sentido.
Estacioné sin respetar el sentido de la calle. Cerré el auto sin alarma. 432. Era una puerta verde, dos ventanas con rejas. Toqué el timbre. Atendió Martín, ahora tenía una barba incipiente, tres o cuatro pelos que intentaban ser una barba. Buscás a mi mamá, ya la llamo, me dijo.
miércoles, 21 de mayo de 2008
ESPERA DE BARCOS
Tres barcos solos en medio de la noche
vacas asadas y chasquidos de terratenientes
un barco uno sus pestañas
el tipo desenfunda sus balas me guarezco
en el tul difuso de mi pollera
lo veo detrás del humo
me puse alta y sin embargo
sigo
tan barco que hace agua
bajo el muérdago dije
pero no es navidad.
Fiesta
sí
fiesta de flamencos.
vacas asadas y chasquidos de terratenientes
un barco uno sus pestañas
el tipo desenfunda sus balas me guarezco
en el tul difuso de mi pollera
lo veo detrás del humo
me puse alta y sin embargo
sigo
tan barco que hace agua
bajo el muérdago dije
pero no es navidad.
Fiesta
sí
fiesta de flamencos.
lunes, 19 de mayo de 2008
HABLABAMOS DE VIAJE A DARJEELING (Soñar con él)
Estaba de espaldas
por un tiempo más
un bonus track
con sus mujeres.
Los cimientos de mí.
El deseo invisible
desteje y desovilla.
Lágrimas olímpicas
seis de la mañana.
En la mitad del álgebra de células voraces
tus putos relojes
las piedras sin ruido.
No importa el resultado, dijo ella.
(Las valijas caían del tren)
Taxis que pasaban
el cliché del final de la noche de peli de Jarmusch.
por un tiempo más
un bonus track
con sus mujeres.
Los cimientos de mí.
El deseo invisible
desteje y desovilla.
Lágrimas olímpicas
seis de la mañana.
En la mitad del álgebra de células voraces
tus putos relojes
las piedras sin ruido.
No importa el resultado, dijo ella.
(Las valijas caían del tren)
Taxis que pasaban
el cliché del final de la noche de peli de Jarmusch.
martes, 13 de mayo de 2008
AUTOPISTAS
Estalla el otoño pero mar desaforado.
Autopistas de estreno.
En el sur
oro en las ventanas.
Días húmedos al fin.
Autopistas de estreno.
En el sur
oro en las ventanas.
Días húmedos al fin.
domingo, 27 de abril de 2008
EL EXTRAVIO DE ULISES
Se pierde en los pliegues
de la mujer
su copa clara
es
sólo
allí
en una isla de niebla
duerme entre sus piernas.
Ella canta a los árboles altos
y los viajeros se atan a los mástiles
se hunden en el MP3
le mece el pelo donde se desovilla
y al fin descansa
en su dulce extravío de almendras silenciosas.
de la mujer
su copa clara
es
sólo
allí
en una isla de niebla
duerme entre sus piernas.
Ella canta a los árboles altos
y los viajeros se atan a los mástiles
se hunden en el MP3
le mece el pelo donde se desovilla
y al fin descansa
en su dulce extravío de almendras silenciosas.
lunes, 21 de abril de 2008
EL INVERNADERO
I. El panóptico decía cielo despejado pero eso no mejoraba mi humor porque desde el Rosebud no podía verlo. Faltaba cuatro minutos para el break y todavía tenía que terminar un escaparate. Lo tomé en los cinco reglamentarios, un eferade de fresa y un semicrocante.
Entró un chico indigente con pantaletas de mujer. Quería una camiseta con un fotograma pero no tenía dinero. Pensé en regalársela pero no lo hice porque el dueño me despediría.
Sonreí para la cámara y le pregunté cuántos años tenía. Dijo dieciséis. Quería impresionarme: no tendría más de once. Me contaba sobre unas hamacas que se movían solas pero mentía, no quedaban hamacas en el globo. Lo llevé hasta la puerta; di la espalda a la cámara, con la mano derecha abrí y con la izquierda busqué una mariposa de opalina del escaparate y se la puse en la mano. Me sonrió y se fue.
A las ocho menos cinco entró Fluvio con ojos de vidrio amarillo.
A las ocho apagué las luces, cerré el Rosebud y salimos.
Fluvio tenía un motocar color petróleo de los antiguos, con compartimento para acompañante a la izquierda. Me gustaba ir ahí, con el viento en la cara y disfrutando ante los transeúntes que nos miraban pasar en ese modelo en desuso. Me decía Kitty porque la primera vez que estuvo en el Rosebud había llegado una partida de anillos con la cara de la gata blanca sobre el fondo rosa y todo estaba completamente kitty. Entonces Naïn, Ysca, Jano, todos me llamaban Kitty.
Cuando llegamos a mi casa detuvo el motocar hasta que decidimos dónde nos encontraríamos y nos despedimos.
En el refrige no había nada comestible. Mandé un QNU y a los quince minutos llegaron mis crostones de chernia. Los devoré. Me unté con emulsión I-gi, me vestí y salí.
Tomé un motocar en la 452; pude ver en la identificación que el motocarista era argelino y tenía un permiso para otro distrito.
Los argelinos siempre llevaban a algún deriva; ellos nos detectaban y sabían que no corrían peligro. El día anterior a las once y veinte minutos había leído que estadísticamente sólo el tres por ciento de la población distrital violaba la obligación de informar al panóptico sobre los derivas. Me gustaba el tres. Era un número mágico y antiguo.
Entré al Suco y busqué a Fluvio. Estaba muy lindo, con unas botas de reptil y gemelos rojos. Aunque con la humisca apenas podía verlo. Sonaba Athomeproject. Lo reconocí porque me lo había hecho escuchar Dafne, que sabía mucho de música vieja.
Naïn bailaba con una chica que yo conocía pero no recordaba de dónde. Después la reconocí: era la vampira de Josh, un poco menos maquillada y con su anillo. Le besaba el cuello y Naïn reía y miraba a Jano. Yo la miraba cruda porque sabía que Naïn empezaba así y terminaba haciendo llorar a Jano. Pero a ella le encantaba eso, clavarle a Jano las uñas después de haberse untado la saliva de alguna ninfa.
Jano había empezado a poner los ojos de tortuga. Jano fuego fatuo. Lo llevé de la mano hasta el visquibar y pedí dos ajenjos.
Un chico transpirado con una remera que decía nobody cares you me succionó la boca. Tenía gusto a algo dulce que no reconocía. Enseguida conseguí un Pre 1000 y entonces me quedé tranquila. No quería correr riesgos, por un beso de un ulpiano Ysca había estado tres meses con fiebre. Yo sólo me besaba con Fluvio que tenía un certificado, prefería eso a la porfía contra mi aversión a las enfermedades. Además estaban los paseos en motocar.
Llegó un chico que conocía del Rosebud porque una vez había ido a comprar unos arácnidos, ya fuera de moda pero que, según dijo, a su amiga le gustarían. Nos fuimos a una cabina a ver una escena en la que se succionaban de verdad durante veinte minutos y se podía tocar la vidriera. A mí no me resultaba especialmente emocionante pero lo acompañé por ser amable. El miraba en silencio y me pareció que algo falló en el lacrimal derecho, pero debía ser la luz porque volví a mirarlo y no había nada.
Cuando salimos habían empezado los arneses. Tomábamos unos quiros y me rozó un arnesista, un gordo encerado vestido de ángel con el sexo colgando. El arnés subió en dos segundos. El sexo del gordo era flácido y pequeño y me miraba, pero debía ser que todo el mundo suponía lo mismo: ser mirado por el sexo del gordo.
Mi acompañante me decía cosas y yo asentía con la cabeza pero no escuchaba lo que me decía. Creo que en un momento dijo nadie salva y estuve de acuerdo. Porque era verdad o porque el panóptico podría captar alguna descortesía con el cliente.
Después se fue a otra cabina.
En un ángulo vi a Pierceboy que se había pintado el cuerpo. Tenía unas botas de caucho que me gustaban mucho. Me acerqué y le pregunté si podía tocar las botas. Las toqué y eran de caucho verdadero. Olí mis dedos y absorbí el vestigio de caucho. Con lo que quedaba y para devolverle algo recorrí con el índice de la mano derecha los grafismos del cuello, bajé por el hombro hasta llegar al extremo de su mano. Ahora Pierceboy olía a caucho de él y a emulsión mía y me dio muchas ganas de succionarlo unos segundos pero no lo hice. Pierceboy era un deriva y probablemente no tuviera certificado.
En ese momento vino Fluvio y me dijo que iban al invernadero.
II. El invernadero era de la madre de Jano, que era de una rama de mucho dinero. Lo había hecho construir por arquitectos que se habían inspirado en estilos del siglo XX; era un predio cercado de vidrio, con humedad provista por un sistema independiente y luz con una radiación idéntica a la de la luz solar en ese siglo.
Jano nos había contado que su madre había invertido en el invernadero toda su herencia y que era único en todos los distritos del sector. Había réplicas de mandrágoras, fresias, violetas y otras especies, además de un olor delicioso; Jano nos explicó que habían conseguido insuflar odoramina de clorofila, una sustancia que todavía se encontraba en los vegetales de las reservas planetarias.
El nombre me recordaba a las estaciones como debían ser en ese siglo, con cambios climáticos. Una vez había escuchado una música de Vivaldi y había podido imaginar las cuatro. Me ayudé con unos gráficos que saqué del panóptico, había un verano en Japón, un invierno en Madrid. Encontré cosas que me gustaron mucho y se las envié a Fluvio. Me contestó por beep que las había recibido y no me dijo nada más.
Nos gustaba volver al invernadero. Era el único lugar donde queríamos estar.
Un tiempo atrás habíamos tomado la costumbre de infiltrarnos en los aqualinos. El padre de Ysca tenía un pase en un aqualino de tres por cinco, lujoso y con un piano de cola blanco. Pero una vez nos descubrieron y él tuvo una suspensión por tres meses. Además ya no nos gustaba, no renovaban el aire con tanta frecuencia y el agua estaba turbia.
Jano conectó unas crisálidas que su madre le había regalado para navidad. Nos quedamos mirándolas y vi la luz reflejada en las caras. Los ojos de vidrio de Fluvio las duplicaban. Cuando me miró me levanté para ir hasta los narcisos.
En el invernadero había un momento en que Jano se ponía espeso con Naïn y ella hacía lo que siempre. Entonces Jano lloraba sobre las mandrágoras. Ysca le acariciaba el pelo y no decía nada. Después él se dormía y ella le ponía en el pelo unas minimariposas que había comprado en el Rosebud. Pero yo sabía que alguna vez sería distinto.
Me levanté, fui hasta el visquibar y preparé granadin con una receta que había sacado del panóptico.
III. Ysca puso un vinilo de Prox. Se acomodó entre los nardos y encendió un habisco. Estaban muy ricos.
Sólo ella y yo fumábamos habiscos. Los otros se reían de nuestra afición. Pero Ysca los conseguía y cada vez nos parecía que sería la última. Entonces eran más ricos todavía y cuando conseguía otro lo celebrábamos fumándolo con una lentitud que nos independizaba de los otros del invernadero.
Elegíamos siempre los nardos para nosotras. No hablábamos de nada, o sólo de algún vinilo que ella hubiera comprado esa semana y prometía prestarme.
Yo no decía nada porque nunca cumplía. No porque no quisiera sino porque así se sostenía nuestra relación. Debía ser que tácitamente temíamos que si me prestaba un vinilo algo podría suceder que nos cambiara irreversiblemente.
Pensaba esas cosas pero nunca le pregunté nada por temor a que no estuviera de acuerdo.
Naïn dormía o hacía como que dormía.
Estaba también Ivo. Al principio me alegré. Me gustaba que él me hablara de pintura. Pero esa noche decía que tenía fiebre.
Puse un vinilo de Kai Mu.
Jano parecía animado y no demasiado pendiente de Naïn. Pensé que esa vez podía ser distinto. Estaba concentrado en dosificar las granas que había traído Fluvio. Le dije que no las tomara todas y estaba respetando lo que le indiqué.
También había LSD, no entendí cómo había hecho Fluvio para conseguir eso, pero era para celebrar. Lo último que habíamos tenido había sido dos años atrás; después, sólo coramil de mala calidad.
Alguien remixaba Chopin y Ute Lampe y yo no sentía el cuerpo porque había pasado a ser una parte de la música, se había alejado de mí, me había dejado tranquila por fin.
Después de las granas con Fluvio y Naïn esperamos la hora en que se hacía al lado de la fuente un rectángulo de luz en que cabíamos los tres. Nos gustaba entrar en el rectángulo, bañarnos en la luz y tocarnos los cuerpos.
La espalda de Fluvio tenía un itinerario que me gustaba recorrer con la lengua porque tenía el gusto de unos panes que había probado en las Islas Celénides cuando mis padres vivían.
El me dejaba ir y volver y sólo se dedicaba a Naïn cuando yo terminaba. No había error, los dos conocíamos la extensión precisa.
Seguimos. Naïn me rozaba viscosa las plantas de los pies. Fluvio le ató el cuello con el cordel de las botas y ella se volvió más reptil en el vaivén de los isquiones.
Los gemidos subían y se ponía roja. En un espasmo gritó. Yo pensé que se le iba y le grité basta. Fluvio seguía, empalaba con una furia que no le conocía. Era otro.
Yo le grité basta, basta, basta.
Al fin lo aflojó. Con una mano le oprimió las muñecas y con la otra le agarró el pelo y la sacudió con fuerza contra la fuente, a cinco centímetros del agua, una vez o mil veces hasta que ella dijo basta y la dejó.
Oí la carcajada de Naïn y me quedé tranquila.
El aliento de Fluvio era caliente y me ardía en la piel. Me desollaba y yo veía unos enjambres como los de un libro que tenía de niña. También fitoplancton y unas tumbas egipcias. Siguió. Yo estaba inmóvil y veía a Naïn dormida.
Después de que terminamos la cara de Fluvio se apoyó en mi hombro izquierdo. Estaba húmedo y suave. Resbaló hasta la boca y me succionó todo el tiempo que quise. El esperaba a que Naïn se durmiera y me daba eso sólo a mí.
Después volvimos con los otros. Jano lloraba. Le pidió a Fluvio más coramil.
Cuando salí del invernadero había una tenue bruma blanca. Estaba amaneciendo.
Con el motocar de Fluvio y volví a mi casa por la 326. Lo estacioné y cuidé no dejar la llave puesta.
Subí a mi habitáculo. Hacía cuarenta y dos grados. Tomé un eferade mientras miraba el gato de yeso que había encontrado en la compactadora del anticuario. No había cambiado nada, no estaba más ni menos amarillo. Es decir que era invulnerable a las altas temperaturas.
IV. Me despertó el beep con un mensaje de Fluvio. Decía que estaban en la Asistencia. Me vestí y salí.
Abajo estaba el motocar de Fluvio y en ese momento me di cuenta de que lo había dejado en el invernadero sin su vehículo.
Por la 426 llegué en siete minutos.
La recepcionista me preguntó a qué área iba y no supe qué decirle. Pregunté a Fluvio por el beep.
-Al área cuatro- dije y la recepcionista dibujó una cruz en un formulario.
-Interno? –preguntó.
Yo no sabía quién era el interno. Tuve que esperar en un pasillo blanco hasta que vino Fluvio. Se sentó a mi lado y estuvimos en silencio quince minutos hasta que se levantó y me dijo vamos.
Me llevó hasta un cubículo de vidrio donde estaba Jano dormido y conectado a un monitor por tubos de silicona. Era un pez indefenso y pálido. Fuera de la pecera estaba Ysca que abría y cerraba la tapa de su reloj. Era el único sonido en ese lugar.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que una mujer vestida de blanco nos preguntó si teníamos los certificados.
-Sí –dijo Fluvio y le mostró el suyo.
Ysca y yo simulábamos buscar los nuestros. Cuando el panóptico viró a la derecha la mujer hizo un ademán como si los recibiera y nos dijo que estaba bien. Tenía unos ojos grandes y muy maquillados detrás del barbijo.
-Gracias –le dije y sonreí. Ysca pareció hundirse unos segundos pero siguió intacta.
Estuvimos un tiempo en un abismo neutro y silencioso. Tenía sed y mucho sueño. Pensé en Jano sobre las mandrágoras y en sus lágrimas de pez, en Naïn resbaladiza, violeta, su cáscara, los vinilos de Kai Mu. Naïn bailando en el Suco con una serpiente plateada y la serpiente mordiéndole el cuello.
-El final se sabe en el estómago –me había dicho mi madre una vez. Tenía tres años y estábamos visitando a un vecino que agonizaba; yo lloraba porque recordaba las historias que me leía, de libros verdaderos, con estampas originales de animales y personajes extraños. El viejo estaba dormido pero me parecía que me había mirado unos segundos. Habíamos vuelto a nuestra casa y una hora más tarde veíamos desde la ventana que sacaban un cuerpo cubierto por una sábana.
Fluvio me despertó y me dijo vamos. Me llevó hasta el Rosebud. Abrí con un retraso de dos minutos y cuarenta y cinco segundos. El panóptico marcaba treinta y ocho grados.
V. Fui al Rosebud sin haber dormido. El coramil y la falta de sueño me devolvían las imágenes del invernadero como una marea incesante. Hasta que llegó Fluvio, traía un informe de la Asistencia. Me lo dio y no dijo nada. Lo leí. Busqué una kitty y la apreté muy fuerte hasta que las lágimas se replegaron.
Después Fluvio se fue.
A las seis reuní todas las estampas de kitty que habían venido en la última partida. Me desvestí delante del panóptico. Me las pegué una a una hasta que tuve el cuerpo cubierto de kittys.
En mi bolso puse todas las mariposas que encontré. Me despedí del Rosebud y salí sin cerrar.
No fue difícil encontrarlo. El chico de las pantaletas de mujer estaba a dos calles, unos derivas le daban fenoles. Cuando terminaron me acerqué para darle las mariposas. Los derivas no dejaban de mirarme.
Pero al chico no le asombraba mi cuerpo de kittys. Era un día feliz para él, tenía fenoles y las mariposas de opalina.
VI. Caminaba por las calles desiertas pensando en que sería difícil olvidar el olor a clorofila. Tal vez podría conseguir odoramina de algún deriva.
Llegué a mi casa y saludé al gato. Nunca le había puesto un nombre y era el momento.
-“Mirko” –le dije. Pareció complacido.
Busqué en el refrige un eferade y salí al balcón. Por la calle pasaban una mujer y dos niñas con sombrilletas gemelas. Las niñas eran albinas y cantaban una canción que me recordaba mi infancia. La mujer era, como casi todas las nanas, china y vestida con su uniforme de bristilo rojo. Puse un bluebite de Waa-gong y me despegué una a una las kittys.
La luz verdeacuosa me dio sueño. Soñé que era uno de los nadadores. Cuando desperté desde la pantalla Waa me sonreía, nadando en loop con antiparras azules.
Podía conseguir el número de un deriva que falsificaba pases a otro distrito. Pero no quería intentar nada.
Me harían un informe en cuarenta y ocho horas y en dos más estaría en la Asistencia bajo vigilancia. Tal vez eso no estaba tan mal. Como en la Asistencia no había red, iba a tener tiempo para leer los libros del anticuario. Los busqué. Alicia en el país de las maravillas. Moby Dick. Dama de Porto Pim. Cazadores en la nieve. Eran libros de papel puro, tenían ochenta años y el olor del tiempo.
Los envolví en celofán azul y los guardé en mi bolso. Me senté a esperar.
Entró un chico indigente con pantaletas de mujer. Quería una camiseta con un fotograma pero no tenía dinero. Pensé en regalársela pero no lo hice porque el dueño me despediría.
Sonreí para la cámara y le pregunté cuántos años tenía. Dijo dieciséis. Quería impresionarme: no tendría más de once. Me contaba sobre unas hamacas que se movían solas pero mentía, no quedaban hamacas en el globo. Lo llevé hasta la puerta; di la espalda a la cámara, con la mano derecha abrí y con la izquierda busqué una mariposa de opalina del escaparate y se la puse en la mano. Me sonrió y se fue.
A las ocho menos cinco entró Fluvio con ojos de vidrio amarillo.
A las ocho apagué las luces, cerré el Rosebud y salimos.
Fluvio tenía un motocar color petróleo de los antiguos, con compartimento para acompañante a la izquierda. Me gustaba ir ahí, con el viento en la cara y disfrutando ante los transeúntes que nos miraban pasar en ese modelo en desuso. Me decía Kitty porque la primera vez que estuvo en el Rosebud había llegado una partida de anillos con la cara de la gata blanca sobre el fondo rosa y todo estaba completamente kitty. Entonces Naïn, Ysca, Jano, todos me llamaban Kitty.
Cuando llegamos a mi casa detuvo el motocar hasta que decidimos dónde nos encontraríamos y nos despedimos.
En el refrige no había nada comestible. Mandé un QNU y a los quince minutos llegaron mis crostones de chernia. Los devoré. Me unté con emulsión I-gi, me vestí y salí.
Tomé un motocar en la 452; pude ver en la identificación que el motocarista era argelino y tenía un permiso para otro distrito.
Los argelinos siempre llevaban a algún deriva; ellos nos detectaban y sabían que no corrían peligro. El día anterior a las once y veinte minutos había leído que estadísticamente sólo el tres por ciento de la población distrital violaba la obligación de informar al panóptico sobre los derivas. Me gustaba el tres. Era un número mágico y antiguo.
Entré al Suco y busqué a Fluvio. Estaba muy lindo, con unas botas de reptil y gemelos rojos. Aunque con la humisca apenas podía verlo. Sonaba Athomeproject. Lo reconocí porque me lo había hecho escuchar Dafne, que sabía mucho de música vieja.
Naïn bailaba con una chica que yo conocía pero no recordaba de dónde. Después la reconocí: era la vampira de Josh, un poco menos maquillada y con su anillo. Le besaba el cuello y Naïn reía y miraba a Jano. Yo la miraba cruda porque sabía que Naïn empezaba así y terminaba haciendo llorar a Jano. Pero a ella le encantaba eso, clavarle a Jano las uñas después de haberse untado la saliva de alguna ninfa.
Jano había empezado a poner los ojos de tortuga. Jano fuego fatuo. Lo llevé de la mano hasta el visquibar y pedí dos ajenjos.
Un chico transpirado con una remera que decía nobody cares you me succionó la boca. Tenía gusto a algo dulce que no reconocía. Enseguida conseguí un Pre 1000 y entonces me quedé tranquila. No quería correr riesgos, por un beso de un ulpiano Ysca había estado tres meses con fiebre. Yo sólo me besaba con Fluvio que tenía un certificado, prefería eso a la porfía contra mi aversión a las enfermedades. Además estaban los paseos en motocar.
Llegó un chico que conocía del Rosebud porque una vez había ido a comprar unos arácnidos, ya fuera de moda pero que, según dijo, a su amiga le gustarían. Nos fuimos a una cabina a ver una escena en la que se succionaban de verdad durante veinte minutos y se podía tocar la vidriera. A mí no me resultaba especialmente emocionante pero lo acompañé por ser amable. El miraba en silencio y me pareció que algo falló en el lacrimal derecho, pero debía ser la luz porque volví a mirarlo y no había nada.
Cuando salimos habían empezado los arneses. Tomábamos unos quiros y me rozó un arnesista, un gordo encerado vestido de ángel con el sexo colgando. El arnés subió en dos segundos. El sexo del gordo era flácido y pequeño y me miraba, pero debía ser que todo el mundo suponía lo mismo: ser mirado por el sexo del gordo.
Mi acompañante me decía cosas y yo asentía con la cabeza pero no escuchaba lo que me decía. Creo que en un momento dijo nadie salva y estuve de acuerdo. Porque era verdad o porque el panóptico podría captar alguna descortesía con el cliente.
Después se fue a otra cabina.
En un ángulo vi a Pierceboy que se había pintado el cuerpo. Tenía unas botas de caucho que me gustaban mucho. Me acerqué y le pregunté si podía tocar las botas. Las toqué y eran de caucho verdadero. Olí mis dedos y absorbí el vestigio de caucho. Con lo que quedaba y para devolverle algo recorrí con el índice de la mano derecha los grafismos del cuello, bajé por el hombro hasta llegar al extremo de su mano. Ahora Pierceboy olía a caucho de él y a emulsión mía y me dio muchas ganas de succionarlo unos segundos pero no lo hice. Pierceboy era un deriva y probablemente no tuviera certificado.
En ese momento vino Fluvio y me dijo que iban al invernadero.
II. El invernadero era de la madre de Jano, que era de una rama de mucho dinero. Lo había hecho construir por arquitectos que se habían inspirado en estilos del siglo XX; era un predio cercado de vidrio, con humedad provista por un sistema independiente y luz con una radiación idéntica a la de la luz solar en ese siglo.
Jano nos había contado que su madre había invertido en el invernadero toda su herencia y que era único en todos los distritos del sector. Había réplicas de mandrágoras, fresias, violetas y otras especies, además de un olor delicioso; Jano nos explicó que habían conseguido insuflar odoramina de clorofila, una sustancia que todavía se encontraba en los vegetales de las reservas planetarias.
El nombre me recordaba a las estaciones como debían ser en ese siglo, con cambios climáticos. Una vez había escuchado una música de Vivaldi y había podido imaginar las cuatro. Me ayudé con unos gráficos que saqué del panóptico, había un verano en Japón, un invierno en Madrid. Encontré cosas que me gustaron mucho y se las envié a Fluvio. Me contestó por beep que las había recibido y no me dijo nada más.
Nos gustaba volver al invernadero. Era el único lugar donde queríamos estar.
Un tiempo atrás habíamos tomado la costumbre de infiltrarnos en los aqualinos. El padre de Ysca tenía un pase en un aqualino de tres por cinco, lujoso y con un piano de cola blanco. Pero una vez nos descubrieron y él tuvo una suspensión por tres meses. Además ya no nos gustaba, no renovaban el aire con tanta frecuencia y el agua estaba turbia.
Jano conectó unas crisálidas que su madre le había regalado para navidad. Nos quedamos mirándolas y vi la luz reflejada en las caras. Los ojos de vidrio de Fluvio las duplicaban. Cuando me miró me levanté para ir hasta los narcisos.
En el invernadero había un momento en que Jano se ponía espeso con Naïn y ella hacía lo que siempre. Entonces Jano lloraba sobre las mandrágoras. Ysca le acariciaba el pelo y no decía nada. Después él se dormía y ella le ponía en el pelo unas minimariposas que había comprado en el Rosebud. Pero yo sabía que alguna vez sería distinto.
Me levanté, fui hasta el visquibar y preparé granadin con una receta que había sacado del panóptico.
III. Ysca puso un vinilo de Prox. Se acomodó entre los nardos y encendió un habisco. Estaban muy ricos.
Sólo ella y yo fumábamos habiscos. Los otros se reían de nuestra afición. Pero Ysca los conseguía y cada vez nos parecía que sería la última. Entonces eran más ricos todavía y cuando conseguía otro lo celebrábamos fumándolo con una lentitud que nos independizaba de los otros del invernadero.
Elegíamos siempre los nardos para nosotras. No hablábamos de nada, o sólo de algún vinilo que ella hubiera comprado esa semana y prometía prestarme.
Yo no decía nada porque nunca cumplía. No porque no quisiera sino porque así se sostenía nuestra relación. Debía ser que tácitamente temíamos que si me prestaba un vinilo algo podría suceder que nos cambiara irreversiblemente.
Pensaba esas cosas pero nunca le pregunté nada por temor a que no estuviera de acuerdo.
Naïn dormía o hacía como que dormía.
Estaba también Ivo. Al principio me alegré. Me gustaba que él me hablara de pintura. Pero esa noche decía que tenía fiebre.
Puse un vinilo de Kai Mu.
Jano parecía animado y no demasiado pendiente de Naïn. Pensé que esa vez podía ser distinto. Estaba concentrado en dosificar las granas que había traído Fluvio. Le dije que no las tomara todas y estaba respetando lo que le indiqué.
También había LSD, no entendí cómo había hecho Fluvio para conseguir eso, pero era para celebrar. Lo último que habíamos tenido había sido dos años atrás; después, sólo coramil de mala calidad.
Alguien remixaba Chopin y Ute Lampe y yo no sentía el cuerpo porque había pasado a ser una parte de la música, se había alejado de mí, me había dejado tranquila por fin.
Después de las granas con Fluvio y Naïn esperamos la hora en que se hacía al lado de la fuente un rectángulo de luz en que cabíamos los tres. Nos gustaba entrar en el rectángulo, bañarnos en la luz y tocarnos los cuerpos.
La espalda de Fluvio tenía un itinerario que me gustaba recorrer con la lengua porque tenía el gusto de unos panes que había probado en las Islas Celénides cuando mis padres vivían.
El me dejaba ir y volver y sólo se dedicaba a Naïn cuando yo terminaba. No había error, los dos conocíamos la extensión precisa.
Seguimos. Naïn me rozaba viscosa las plantas de los pies. Fluvio le ató el cuello con el cordel de las botas y ella se volvió más reptil en el vaivén de los isquiones.
Los gemidos subían y se ponía roja. En un espasmo gritó. Yo pensé que se le iba y le grité basta. Fluvio seguía, empalaba con una furia que no le conocía. Era otro.
Yo le grité basta, basta, basta.
Al fin lo aflojó. Con una mano le oprimió las muñecas y con la otra le agarró el pelo y la sacudió con fuerza contra la fuente, a cinco centímetros del agua, una vez o mil veces hasta que ella dijo basta y la dejó.
Oí la carcajada de Naïn y me quedé tranquila.
El aliento de Fluvio era caliente y me ardía en la piel. Me desollaba y yo veía unos enjambres como los de un libro que tenía de niña. También fitoplancton y unas tumbas egipcias. Siguió. Yo estaba inmóvil y veía a Naïn dormida.
Después de que terminamos la cara de Fluvio se apoyó en mi hombro izquierdo. Estaba húmedo y suave. Resbaló hasta la boca y me succionó todo el tiempo que quise. El esperaba a que Naïn se durmiera y me daba eso sólo a mí.
Después volvimos con los otros. Jano lloraba. Le pidió a Fluvio más coramil.
Cuando salí del invernadero había una tenue bruma blanca. Estaba amaneciendo.
Con el motocar de Fluvio y volví a mi casa por la 326. Lo estacioné y cuidé no dejar la llave puesta.
Subí a mi habitáculo. Hacía cuarenta y dos grados. Tomé un eferade mientras miraba el gato de yeso que había encontrado en la compactadora del anticuario. No había cambiado nada, no estaba más ni menos amarillo. Es decir que era invulnerable a las altas temperaturas.
IV. Me despertó el beep con un mensaje de Fluvio. Decía que estaban en la Asistencia. Me vestí y salí.
Abajo estaba el motocar de Fluvio y en ese momento me di cuenta de que lo había dejado en el invernadero sin su vehículo.
Por la 426 llegué en siete minutos.
La recepcionista me preguntó a qué área iba y no supe qué decirle. Pregunté a Fluvio por el beep.
-Al área cuatro- dije y la recepcionista dibujó una cruz en un formulario.
-Interno? –preguntó.
Yo no sabía quién era el interno. Tuve que esperar en un pasillo blanco hasta que vino Fluvio. Se sentó a mi lado y estuvimos en silencio quince minutos hasta que se levantó y me dijo vamos.
Me llevó hasta un cubículo de vidrio donde estaba Jano dormido y conectado a un monitor por tubos de silicona. Era un pez indefenso y pálido. Fuera de la pecera estaba Ysca que abría y cerraba la tapa de su reloj. Era el único sonido en ese lugar.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que una mujer vestida de blanco nos preguntó si teníamos los certificados.
-Sí –dijo Fluvio y le mostró el suyo.
Ysca y yo simulábamos buscar los nuestros. Cuando el panóptico viró a la derecha la mujer hizo un ademán como si los recibiera y nos dijo que estaba bien. Tenía unos ojos grandes y muy maquillados detrás del barbijo.
-Gracias –le dije y sonreí. Ysca pareció hundirse unos segundos pero siguió intacta.
Estuvimos un tiempo en un abismo neutro y silencioso. Tenía sed y mucho sueño. Pensé en Jano sobre las mandrágoras y en sus lágrimas de pez, en Naïn resbaladiza, violeta, su cáscara, los vinilos de Kai Mu. Naïn bailando en el Suco con una serpiente plateada y la serpiente mordiéndole el cuello.
-El final se sabe en el estómago –me había dicho mi madre una vez. Tenía tres años y estábamos visitando a un vecino que agonizaba; yo lloraba porque recordaba las historias que me leía, de libros verdaderos, con estampas originales de animales y personajes extraños. El viejo estaba dormido pero me parecía que me había mirado unos segundos. Habíamos vuelto a nuestra casa y una hora más tarde veíamos desde la ventana que sacaban un cuerpo cubierto por una sábana.
Fluvio me despertó y me dijo vamos. Me llevó hasta el Rosebud. Abrí con un retraso de dos minutos y cuarenta y cinco segundos. El panóptico marcaba treinta y ocho grados.
V. Fui al Rosebud sin haber dormido. El coramil y la falta de sueño me devolvían las imágenes del invernadero como una marea incesante. Hasta que llegó Fluvio, traía un informe de la Asistencia. Me lo dio y no dijo nada. Lo leí. Busqué una kitty y la apreté muy fuerte hasta que las lágimas se replegaron.
Después Fluvio se fue.
A las seis reuní todas las estampas de kitty que habían venido en la última partida. Me desvestí delante del panóptico. Me las pegué una a una hasta que tuve el cuerpo cubierto de kittys.
En mi bolso puse todas las mariposas que encontré. Me despedí del Rosebud y salí sin cerrar.
No fue difícil encontrarlo. El chico de las pantaletas de mujer estaba a dos calles, unos derivas le daban fenoles. Cuando terminaron me acerqué para darle las mariposas. Los derivas no dejaban de mirarme.
Pero al chico no le asombraba mi cuerpo de kittys. Era un día feliz para él, tenía fenoles y las mariposas de opalina.
VI. Caminaba por las calles desiertas pensando en que sería difícil olvidar el olor a clorofila. Tal vez podría conseguir odoramina de algún deriva.
Llegué a mi casa y saludé al gato. Nunca le había puesto un nombre y era el momento.
-“Mirko” –le dije. Pareció complacido.
Busqué en el refrige un eferade y salí al balcón. Por la calle pasaban una mujer y dos niñas con sombrilletas gemelas. Las niñas eran albinas y cantaban una canción que me recordaba mi infancia. La mujer era, como casi todas las nanas, china y vestida con su uniforme de bristilo rojo. Puse un bluebite de Waa-gong y me despegué una a una las kittys.
La luz verdeacuosa me dio sueño. Soñé que era uno de los nadadores. Cuando desperté desde la pantalla Waa me sonreía, nadando en loop con antiparras azules.
Podía conseguir el número de un deriva que falsificaba pases a otro distrito. Pero no quería intentar nada.
Me harían un informe en cuarenta y ocho horas y en dos más estaría en la Asistencia bajo vigilancia. Tal vez eso no estaba tan mal. Como en la Asistencia no había red, iba a tener tiempo para leer los libros del anticuario. Los busqué. Alicia en el país de las maravillas. Moby Dick. Dama de Porto Pim. Cazadores en la nieve. Eran libros de papel puro, tenían ochenta años y el olor del tiempo.
Los envolví en celofán azul y los guardé en mi bolso. Me senté a esperar.
domingo, 20 de abril de 2008
miércoles, 16 de abril de 2008
SEPTIMA
La primavera en aquel barrio se llama soledad/se llama grito de ternura pidiendo para entrar/y en el apuro está lloviendo
Fernando Cabrera, El tiempo está después.
En esa pausa
supo al fin
la autonomía de los grillos
Fernando Cabrera, El tiempo está después.
En esa pausa
supo al fin
la autonomía de los grillos
domingo, 13 de abril de 2008
martes, 8 de abril de 2008
COPAS ALTAS
Allá por Alvear
reunía
copas altas
las alineaba
las llenaba de agua.
No tengas frío.
Cuidate.
Querés un té.
Estaba solo
en una casa oscura
con un reloj antiguo
y una caja con libros.
Trece años después
afuera
todo se sostiene
a un cuartito de alplax.
reunía
copas altas
las alineaba
las llenaba de agua.
No tengas frío.
Cuidate.
Querés un té.
Estaba solo
en una casa oscura
con un reloj antiguo
y una caja con libros.
Trece años después
afuera
todo se sostiene
a un cuartito de alplax.
miércoles, 2 de abril de 2008
LA JOCKETTA
A Marina Lezcano
La renuncia al lujo de unas piernas
deliciosamente femeninas.
La barra indisoluble redobla las apuestas.
Va a ser como Leguisamo
había dicho el abuelo
Y no hubo sino el designio
de ser la más fuerte
en su ínfimo tamaño.
El mismo cuerpo
mujer y potro bravo.
Y la barra.
No hay compañía posible
en esa cofradía de sus hombres devotos.
Ella va sola en la nube polvorienta.
Pero está hecha de sustancia cierta.
Ya habrá al fin
el hombre en que descanse.
La renuncia al lujo de unas piernas
deliciosamente femeninas.
La barra indisoluble redobla las apuestas.
Va a ser como Leguisamo
había dicho el abuelo
Y no hubo sino el designio
de ser la más fuerte
en su ínfimo tamaño.
El mismo cuerpo
mujer y potro bravo.
Y la barra.
No hay compañía posible
en esa cofradía de sus hombres devotos.
Ella va sola en la nube polvorienta.
Pero está hecha de sustancia cierta.
Ya habrá al fin
el hombre en que descanse.
domingo, 30 de marzo de 2008
CERALES Y OLEAGINOSAS
(sintagmas recortados y pegados en desorden, extraídos del artículo "La cuerda", de Alfredo Zaiat, suplemento Cash, Página 12, domingo 30/03/08)
Como si las recubriese un manto de santidad
le vende la semilla y le compra el grano
y cuando las cosechas se han levantado
le vende al agricultor la cuerda para que se ahorque.
Como a comienzos del siglo pasado
explica el Grupo de Reflexión Rural.
Cargill, Bunge y Dreyfus
Los traficantes de granos.
Así puede controlar mercados sensibles.
Luego resaltan que
abrevando en obsoletos criterios antiestatistas
de entraña liberal
son en realidad
los agentes del propio sector que los están exprimiendo
también para poder romper la cuerda.
Como si las recubriese un manto de santidad
le vende la semilla y le compra el grano
y cuando las cosechas se han levantado
le vende al agricultor la cuerda para que se ahorque.
Como a comienzos del siglo pasado
explica el Grupo de Reflexión Rural.
Cargill, Bunge y Dreyfus
Los traficantes de granos.
Así puede controlar mercados sensibles.
Luego resaltan que
abrevando en obsoletos criterios antiestatistas
de entraña liberal
son en realidad
los agentes del propio sector que los están exprimiendo
también para poder romper la cuerda.
lunes, 24 de marzo de 2008
TEMA 8
Si existe la posibilidad amorosa
la coincidencia de los cuerpos y la exacta noción de la belleza
un instante
como un insecto breve
ella se descompone
en trozos de glaciares
que arrancan
delebles retazos de la memoria.
En esta quietud es posible la música.
Océano final donde no duelen
los restos secos del abrazo.
la coincidencia de los cuerpos y la exacta noción de la belleza
un instante
como un insecto breve
ella se descompone
en trozos de glaciares
que arrancan
delebles retazos de la memoria.
En esta quietud es posible la música.
Océano final donde no duelen
los restos secos del abrazo.
SOLO LAS FLORES
“Y en las personas hay una cierta dignidad; una soledad; incluso entre marido y mujer media un abismo; y esto debe respetarse; pensó Clarissa contemplando cómo Richard abría la puerta”
Virginia Woolf, La señora Dalloway.
El dijo los armenios
o quizás los albanos.
No tiene importancia
piensa ella.
Sólo las flores.
Las lleva
por las calles de Londres
todo un día
se ocupa de las flores
para la fiesta que dará esa noche
señoras y señores
todos dignos.
Armenios o albanos
dijo Richard?
Es lo mismo.
Una esposa debe
ocuparse de las flores
aceptar la soledad
pastillas de bromuro
y los maridos
jugar al golf
debatir sobre los armenios o albanos.
En un almuerzo social
lo invade una ráfaga de ella.
Compra flores
le dirá que la ama.
Pero llega
y
no puede decir nada.
Sólo las flores.
Son hermosas
dice ella
y las acomoda en un vaso sobre la chimenea.
El cierra la puerta.
Es dignidad
razonan las dos soledades
a uno y otro lado del abismo
Afuera
el Big Ben da la media.
Virginia Woolf, La señora Dalloway.
El dijo los armenios
o quizás los albanos.
No tiene importancia
piensa ella.
Sólo las flores.
Las lleva
por las calles de Londres
todo un día
se ocupa de las flores
para la fiesta que dará esa noche
señoras y señores
todos dignos.
Armenios o albanos
dijo Richard?
Es lo mismo.
Una esposa debe
ocuparse de las flores
aceptar la soledad
pastillas de bromuro
y los maridos
jugar al golf
debatir sobre los armenios o albanos.
En un almuerzo social
lo invade una ráfaga de ella.
Compra flores
le dirá que la ama.
Pero llega
y
no puede decir nada.
Sólo las flores.
Son hermosas
dice ella
y las acomoda en un vaso sobre la chimenea.
El cierra la puerta.
Es dignidad
razonan las dos soledades
a uno y otro lado del abismo
Afuera
el Big Ben da la media.
jueves, 20 de marzo de 2008
FARO
Y si
son
atravesadas por la luz
el universo es
en el hueco de las manos.
En un carro tirado por caballos
ella va por pasajes claros
cortejada
por un aspirante ocasional.
No es el lago.
Después de Carver
la memoria es una máquina rota.
son
atravesadas por la luz
el universo es
en el hueco de las manos.
En un carro tirado por caballos
ella va por pasajes claros
cortejada
por un aspirante ocasional.
No es el lago.
Después de Carver
la memoria es una máquina rota.
domingo, 16 de marzo de 2008
POSTALES DE FAMILIA
EL REGRESO DE METEORO
A Fabi
Tal vez
por el insomnio
o el hastío
me imaginé diciéndole
viste Fabi vuelve Meteoro.
En el sumario prevencional decía
“iba con la llamada Fabiana”.
Y me quedé ahí capitulando
cuántas cosas hubo en estos años
desde que íbamos al canín en el triciclo.
Yo tuve bambi rojo ella celeste
(y dicen que los padres no designan).
No usábamos muñecas.
Ella arreglaba sillas y trepaba a los árboles
mientras yo seguía triste.
Ella era inocente yo incisiva.
En la foto ella ríe
enancada en un karting.
“Mi hermana amaba los autos de carrera”
explico a un auditorio inexistente
“ahora está un poco triste
porque piensa que es verdad:
en este mundo no hay lugar para los débiles”
sigo diciendo
esperando un efecto.
Nadie escucha.
A nadie le interesa el robo de un auto de un volquete
son hechos policiales
al auto lo paga el seguro me dicen
y el volquete es parte del riesgo del negocio.
Mi hermana y yo sabemos
que se trata de un lugar en el mundo
de una guerra de todos contra todos
de pedazos y escombros
de hambre en las esquinas
de diez pesos que pagan la chupada de pija
eso no se publica los domingos
sólo las FARC
y que en Rosario son miles los implantes mamarios.
Pero Fabi vuelve Meteoro.
Qué suerte Fabi
eso es para los débiles.
Aunque ahora Meteoro sea re-winner
y el que conocimos tenía ojos enormes
no parecía un héroe
era un chico porfiado
al que le gustaban las carreras de autos.
Ahora mi hermana está esperando
a dukakis
que late en la placenta y por suerte
no sabe.
SEGUNDO GRADO
A Emma
Cuestionario escolar
inspiración línea Cosmo
“lo que más me gusta es”
y ella escribe
con su letra guirnalda
jugar con mi mamá.
Ay
hija mía
entonces puedo?
Cómo es tu secreto
regalarme ese mundo
justo cuando pensaba
que me estaba secando.
A Fabi
Tal vez
por el insomnio
o el hastío
me imaginé diciéndole
viste Fabi vuelve Meteoro.
En el sumario prevencional decía
“iba con la llamada Fabiana”.
Y me quedé ahí capitulando
cuántas cosas hubo en estos años
desde que íbamos al canín en el triciclo.
Yo tuve bambi rojo ella celeste
(y dicen que los padres no designan).
No usábamos muñecas.
Ella arreglaba sillas y trepaba a los árboles
mientras yo seguía triste.
Ella era inocente yo incisiva.
En la foto ella ríe
enancada en un karting.
“Mi hermana amaba los autos de carrera”
explico a un auditorio inexistente
“ahora está un poco triste
porque piensa que es verdad:
en este mundo no hay lugar para los débiles”
sigo diciendo
esperando un efecto.
Nadie escucha.
A nadie le interesa el robo de un auto de un volquete
son hechos policiales
al auto lo paga el seguro me dicen
y el volquete es parte del riesgo del negocio.
Mi hermana y yo sabemos
que se trata de un lugar en el mundo
de una guerra de todos contra todos
de pedazos y escombros
de hambre en las esquinas
de diez pesos que pagan la chupada de pija
eso no se publica los domingos
sólo las FARC
y que en Rosario son miles los implantes mamarios.
Pero Fabi vuelve Meteoro.
Qué suerte Fabi
eso es para los débiles.
Aunque ahora Meteoro sea re-winner
y el que conocimos tenía ojos enormes
no parecía un héroe
era un chico porfiado
al que le gustaban las carreras de autos.
Ahora mi hermana está esperando
a dukakis
que late en la placenta y por suerte
no sabe.
SEGUNDO GRADO
A Emma
Cuestionario escolar
inspiración línea Cosmo
“lo que más me gusta es”
y ella escribe
con su letra guirnalda
jugar con mi mamá.
Ay
hija mía
entonces puedo?
Cómo es tu secreto
regalarme ese mundo
justo cuando pensaba
que me estaba secando.
domingo, 9 de marzo de 2008
IMPRESIONISMO PRACTICO
Serena recopila
en un cuaderno rojo de papel araña.
Por ese cubo pasan
los olores a salsa
a pan tostado
la tarea
la chocolatada
infusiones varias y meriendas
las mujeres que venden canastitas
el cobrador del club.
Si fuera posible el feng shui se diría
es el lugar de la casa que está vivo.
Es amable allí la soledad
el ruido del motor de la heladera
y el grillo.
La acompañan
cortázar fumando copyright sarafacio
con el te amo rubricado por diego
una chica vestida con flores amarillas
tiene manos muy grandes
según piensa el cuñado.
En un llavero escolar madre e hija
saltan un cerco invisible
eso las hace
visiblemente felices.
La planta en la maceta de los recalcitrantes.
Cuadros de hojas secas
fechados y con firma
de alguien que no está desde hace seis años.
Números de teléfono.
La invitación de Blas para un día de sol.
Otra foto
una niña y su padre
la pulcritud genética se cumple.
Niñas en la arena sonriendo a la cámara
dos canillas
yerba mate con palo
tres arroyos granola
microondas
rolisec decorado
cucharas de madera.
En la luz de la ventana
una silueta insecto
abre el día.
en un cuaderno rojo de papel araña.
Por ese cubo pasan
los olores a salsa
a pan tostado
la tarea
la chocolatada
infusiones varias y meriendas
las mujeres que venden canastitas
el cobrador del club.
Si fuera posible el feng shui se diría
es el lugar de la casa que está vivo.
Es amable allí la soledad
el ruido del motor de la heladera
y el grillo.
La acompañan
cortázar fumando copyright sarafacio
con el te amo rubricado por diego
una chica vestida con flores amarillas
tiene manos muy grandes
según piensa el cuñado.
En un llavero escolar madre e hija
saltan un cerco invisible
eso las hace
visiblemente felices.
La planta en la maceta de los recalcitrantes.
Cuadros de hojas secas
fechados y con firma
de alguien que no está desde hace seis años.
Números de teléfono.
La invitación de Blas para un día de sol.
Otra foto
una niña y su padre
la pulcritud genética se cumple.
Niñas en la arena sonriendo a la cámara
dos canillas
yerba mate con palo
tres arroyos granola
microondas
rolisec decorado
cucharas de madera.
En la luz de la ventana
una silueta insecto
abre el día.
miércoles, 5 de marzo de 2008
CORTE Y CONFECCION
afuera
el desorden
las orejas
y todos contra todos
el futuro vista al río
danza en los balcones
en el nombre de mí
sé
no voy a llenarte de adjetivos infames
el múltiplo de dos será siempre
otro número par
pero a mí sombra mía me asustan los números impares
plazos que vencen
cuotas
catálogos del easy
y así van viviendo, trémulas gallaretas
Cállense todos.
En el nombre de mí
estoy durmiendo.
el desorden
las orejas
y todos contra todos
el futuro vista al río
danza en los balcones
en el nombre de mí
sé
no voy a llenarte de adjetivos infames
el múltiplo de dos será siempre
otro número par
pero a mí sombra mía me asustan los números impares
plazos que vencen
cuotas
catálogos del easy
y así van viviendo, trémulas gallaretas
Cállense todos.
En el nombre de mí
estoy durmiendo.
martes, 26 de febrero de 2008
PROSODIA (Dos dudas a partir de Sweeney Todd)
Miraban el mar como un lugar posible
donde pudieran volver a los pabilos
de una luz olvidada en la calle Santiago.
Cómo reconocer la dicha
sin haber sangrado hasta la última gota del hastío
que habrá en unos días
sabidos solos de antemano.
(Su traje a rayas decía
que era feliz en el viento de la playa)
Ahora bien
cómo reescribirlo
sin tantos acentos ortográficos.
donde pudieran volver a los pabilos
de una luz olvidada en la calle Santiago.
Cómo reconocer la dicha
sin haber sangrado hasta la última gota del hastío
que habrá en unos días
sabidos solos de antemano.
(Su traje a rayas decía
que era feliz en el viento de la playa)
Ahora bien
cómo reescribirlo
sin tantos acentos ortográficos.
jueves, 21 de febrero de 2008
Nollora
Mientras lee entrecortada los problemas
sencillos de la infancia
y sus dedos tiznan esta calma
en que el violín trompeta y su boca clara
abren un patio antiguo
de moscardones
y compadres abrazan las mujeres
todo viene de un lugar
tan incierto como vos
y yo
que dejé el aceite de geranio
extraño
el abrazo mojado.
Javier tiene ojos tan tristes
que sólo pudo ser violinista.
Apago el pensamiento
como a una lámpara de bajo consumo
y cubro con laca las uñas
de la oficinista.
sencillos de la infancia
y sus dedos tiznan esta calma
en que el violín trompeta y su boca clara
abren un patio antiguo
de moscardones
y compadres abrazan las mujeres
todo viene de un lugar
tan incierto como vos
y yo
que dejé el aceite de geranio
extraño
el abrazo mojado.
Javier tiene ojos tan tristes
que sólo pudo ser violinista.
Apago el pensamiento
como a una lámpara de bajo consumo
y cubro con laca las uñas
de la oficinista.
miércoles, 20 de febrero de 2008
EDIFICACION
Un terreno
una parte de tierra en el mundo
que uno compra
delimita
planta un árbol
traza un plano
apila los ladrillos.
Aberturas
cortinas
y dicroicas.
Entonces
se da cuenta
de que es otro distinto
de aquel que compró el terreno
y ahora debe
edificarse a sí mismo.
una parte de tierra en el mundo
que uno compra
delimita
planta un árbol
traza un plano
apila los ladrillos.
Aberturas
cortinas
y dicroicas.
Entonces
se da cuenta
de que es otro distinto
de aquel que compró el terreno
y ahora debe
edificarse a sí mismo.
domingo, 10 de febrero de 2008
domingo, 3 de febrero de 2008
EL MEDIODIA
No tenía ganas de nada. No escuchaba discos, no leía, no hablaba con mis amigos. En mi trabajo sólo esperaba el mediodía.
Iba a una plaza, me sentaba en un banco sucio, lleno de direcciones de correo electrónico impresas con borrador líquido. Iba a ese mismo banco y comía, para no omitir el almuerzo, una barra de cereal o una hamburguesa.
No tenía ganas de ver a mis amigos. Era el resultado de un silogismo inexorable: si lo de Berta y Manuel había cambiado, con el tiempo los cuatro íbamos a cambiar, todo iba a cambiar y por lo tanto los iba a perder; si los iba a perder no tenía sentido verlos.
Volvía y volvía a la infidelidad de Manuel. Me preguntaba si todas las relaciones terminarían así o había otra posibilidad. Y qué del matrimonio, ese contrato de fidelidad que se adquiere en cuotas, un plan de ahorro previo. Uno va pagando con distintas divisas: pasión, devoción, exclusividad sexual, intimidad. Las cuotas se desindexan pero la moneda se devalúa también. Compañerismo, confianza, proyecto común. Y al final la adquisición a perpetuidad: el matrimonio. Fidelidad garantizada. Servicio oficial: los hijos.
Detestable. No quería eso para mí. Pasó una mujer que tendría mi edad con una niña que llevaba de la mano. Hablaban en un lenguaje desconocido. Eran palabras inteligibles, pero un idioma sólo de ellas. Un hijo debería ser una cosa muy suave, muy otra. No un rehén de los medios de control social.
Berta no había querido tener hijos.
En cuanto a Manuel no podía saberse. El se plegaba a esa decisión de Berta como a todas las demás. Por mi parte, siempre había pensado que lo de Manuel era devoción. Ahora suponía que era simple comodidad.
El universo había cambiado en un derrumbe silencioso o una implosión. Las cosas en las que creía habían desaparecido. Era inexplicable cómo Manuel, con quien no había tenido ninguna empatía ni afinidades profundas, había provocado ese efecto.
La certeza de que somos un recorte de materia orgánica entre millones de otros situados en un punto ínfimo del universo: esa noción cósmica me sumía en un estado del que no podía salir sino yendo a nadar. Nadando una hora o hasta que el cuerpo no podía más.
Algo había muerto y era una parte de mí. Había leído que se muere un poco con cada muerte cercana. Lo que no sabía es que uno muere también con la infidelidad de los otros.
Había muerto un poco y el mundo seguía tan triste y tan hermoso como siempre. Eso hacía más inabarcable el dolor. Me hería la perfección de la belleza del carro de las hamburguesas, su pertenencia irrefutable a ese trozo de vida de la que formaba parte la mía.
Pedí una hamburguesa con queso solo y mayonesa. El vendedor me sonrió.
-Cuánto es?
-Son cinco, belleza –dijo.
Yo no era más que un trasto inerte del mediodía pero para su vitalidad casi ofensiva era una belleza. Quería devolver el gesto, no podía seguir así, la humanidad no tenía la culpa de su ontológica condición de infiel.
-Son muy buenas, yo nunca como hamburguesas pero estas son buenas de verdad- le dije para ser agradable.
-Yo tampoco como hamburguesas–me confió en voz baja- Churrasco, mar del plata, bife ancho. Soy fiel a la carne-.
Fiel a la carne. Una de las frases más lindas que había oído. Fiel a la carne. Era como el título de una novela muy barata, exudante de sexo explícito con esas tres equis juntas.
Tuve ganas de leer algo así, pero no sabía a qué autor recurrir. Corín Tellado me parecía adecuado.
Caminé unas cuadras hasta que encontré una librería de usados. Fui al estante más sórdido y busqué tres ejemplares. Quería atiborrarme de corintellado, aprender al fin que el amor era un breve paréntesis de esa cosa folletinesca y después una sustancia desconocida y adulterada; quería aprenderlo para nunca olvidarlo, evitarme el plan de ahorro previo, los auxilios filiales y todo el séquito que sabía me esperaba por la sola circunstancia de tener treinta años.
No llegué a terminar el primer capítulo de mi nuevo manual de filosofía tellado. En la mitad recordé que mis plantas se estaban muriendo por falta de atención. Mejor comprar una revista de jardinería y dedicarme a la reconstrucción de mi jardín modesto. Agua, la necesaria. No más porque se ahogaban. No menos porque se secaban.
El amor es como una plantita, decía mi compañera de trabajo. La arrogancia de creer que como si uno riega todos los días, suministra el agua necesaria, oxigena la tierra, compra macetas decoradas y transplanta, así cuida al amado, lo alimenta de agua y oxígeno, de materia vital, obtendrá su dosis vegetal correlativa, satisfecha y vistosa para el jardín exclusivo.
En el banco frente al mío se sentaron una chica y un chico de unos veinte años. Se tocaban la cara, se hablaban a tres centímetros. Estaban en otro lugar, fuera del mundo. No les hacía falta nada, ni riego, ni humus, ni inoculantes. La definición de mi compañera hacía agua. Entonces supe que era así, siempre jugar a la batalla naval. Siempre perder a la batalla naval.
Iba a una plaza, me sentaba en un banco sucio, lleno de direcciones de correo electrónico impresas con borrador líquido. Iba a ese mismo banco y comía, para no omitir el almuerzo, una barra de cereal o una hamburguesa.
No tenía ganas de ver a mis amigos. Era el resultado de un silogismo inexorable: si lo de Berta y Manuel había cambiado, con el tiempo los cuatro íbamos a cambiar, todo iba a cambiar y por lo tanto los iba a perder; si los iba a perder no tenía sentido verlos.
Volvía y volvía a la infidelidad de Manuel. Me preguntaba si todas las relaciones terminarían así o había otra posibilidad. Y qué del matrimonio, ese contrato de fidelidad que se adquiere en cuotas, un plan de ahorro previo. Uno va pagando con distintas divisas: pasión, devoción, exclusividad sexual, intimidad. Las cuotas se desindexan pero la moneda se devalúa también. Compañerismo, confianza, proyecto común. Y al final la adquisición a perpetuidad: el matrimonio. Fidelidad garantizada. Servicio oficial: los hijos.
Detestable. No quería eso para mí. Pasó una mujer que tendría mi edad con una niña que llevaba de la mano. Hablaban en un lenguaje desconocido. Eran palabras inteligibles, pero un idioma sólo de ellas. Un hijo debería ser una cosa muy suave, muy otra. No un rehén de los medios de control social.
Berta no había querido tener hijos.
En cuanto a Manuel no podía saberse. El se plegaba a esa decisión de Berta como a todas las demás. Por mi parte, siempre había pensado que lo de Manuel era devoción. Ahora suponía que era simple comodidad.
El universo había cambiado en un derrumbe silencioso o una implosión. Las cosas en las que creía habían desaparecido. Era inexplicable cómo Manuel, con quien no había tenido ninguna empatía ni afinidades profundas, había provocado ese efecto.
La certeza de que somos un recorte de materia orgánica entre millones de otros situados en un punto ínfimo del universo: esa noción cósmica me sumía en un estado del que no podía salir sino yendo a nadar. Nadando una hora o hasta que el cuerpo no podía más.
Algo había muerto y era una parte de mí. Había leído que se muere un poco con cada muerte cercana. Lo que no sabía es que uno muere también con la infidelidad de los otros.
Había muerto un poco y el mundo seguía tan triste y tan hermoso como siempre. Eso hacía más inabarcable el dolor. Me hería la perfección de la belleza del carro de las hamburguesas, su pertenencia irrefutable a ese trozo de vida de la que formaba parte la mía.
Pedí una hamburguesa con queso solo y mayonesa. El vendedor me sonrió.
-Cuánto es?
-Son cinco, belleza –dijo.
Yo no era más que un trasto inerte del mediodía pero para su vitalidad casi ofensiva era una belleza. Quería devolver el gesto, no podía seguir así, la humanidad no tenía la culpa de su ontológica condición de infiel.
-Son muy buenas, yo nunca como hamburguesas pero estas son buenas de verdad- le dije para ser agradable.
-Yo tampoco como hamburguesas–me confió en voz baja- Churrasco, mar del plata, bife ancho. Soy fiel a la carne-.
Fiel a la carne. Una de las frases más lindas que había oído. Fiel a la carne. Era como el título de una novela muy barata, exudante de sexo explícito con esas tres equis juntas.
Tuve ganas de leer algo así, pero no sabía a qué autor recurrir. Corín Tellado me parecía adecuado.
Caminé unas cuadras hasta que encontré una librería de usados. Fui al estante más sórdido y busqué tres ejemplares. Quería atiborrarme de corintellado, aprender al fin que el amor era un breve paréntesis de esa cosa folletinesca y después una sustancia desconocida y adulterada; quería aprenderlo para nunca olvidarlo, evitarme el plan de ahorro previo, los auxilios filiales y todo el séquito que sabía me esperaba por la sola circunstancia de tener treinta años.
No llegué a terminar el primer capítulo de mi nuevo manual de filosofía tellado. En la mitad recordé que mis plantas se estaban muriendo por falta de atención. Mejor comprar una revista de jardinería y dedicarme a la reconstrucción de mi jardín modesto. Agua, la necesaria. No más porque se ahogaban. No menos porque se secaban.
El amor es como una plantita, decía mi compañera de trabajo. La arrogancia de creer que como si uno riega todos los días, suministra el agua necesaria, oxigena la tierra, compra macetas decoradas y transplanta, así cuida al amado, lo alimenta de agua y oxígeno, de materia vital, obtendrá su dosis vegetal correlativa, satisfecha y vistosa para el jardín exclusivo.
En el banco frente al mío se sentaron una chica y un chico de unos veinte años. Se tocaban la cara, se hablaban a tres centímetros. Estaban en otro lugar, fuera del mundo. No les hacía falta nada, ni riego, ni humus, ni inoculantes. La definición de mi compañera hacía agua. Entonces supe que era así, siempre jugar a la batalla naval. Siempre perder a la batalla naval.
jueves, 24 de enero de 2008
SIN FE
No podía dejar de pensar en lo que me había dicho Waterboy.
No podía esperar la oportunidad, tenía que buscarla.
Fui hasta el club y esperé en el bar hasta que lo vi a Manuel. Fui hasta él.
-Qué pensás hacer con Berta? –dije.
-Esta noche no puedo. Pero hablá con ella.
-No, no hablo de esta noche. Me refiero a si vas a seguir con las dos.
Mi miró sin sorpresa. Me siguió mirando como si esperara que yo siguiera. Era una mirada neutra. Como si no importara nada de lo que estaba diciéndole. Después miró el ficus, se detuvo ahí como si yo no estuviera. Hasta que por fin me dijo que tenía una clase y se fue.
Tenía estrangulado el estómago. Quedé desalentada, sin poder moverme, sin saber qué hacer. Vi que eso era lo que Berta llamaba su violencia omisiva. Nosotros la descalificábamos: Manuel es todo lo contrario de un tipo violento. Pensábamos que era a la inversa, si la violencia existiera entre ellos sería detonada por Berta. Manuel imposible.
Y ahora yo podía ver esa violencia sofisticada en la manera que Manuel tenía de negar, de no decir como un mecanismo que permita no reconocer ciertas realidades.
Porque podía pensarse que el silencio obedeciera a que en realidad Waterboy inventó y mi acusación fuera infundada y Manuel, que es todo un gentleman y no maltrataría a una amiga de su novia, no dijera nada por educación, por sentido cívico. Pero ese razonamiento no explicaba su incolumidad gestual: ni un atisbo de sorpresa ni de indignación.
Tenía que ser verdad.
Los días siguientes conviví con un desaliento invencible. Estaba sin fe. Como el tango. Tarde me di cuenta que al final se vive igual mintiendo. Porque si bien era Manuel y no alguno de mis amigos, el episodio conseguía que yo cayera en esos lugares en que perdía la fe en la humanidad. No es que me considerara impoluta ni se trataba de un juicio de tipo moral, era sólo que no podía entender, dentro de las tantísimas cosas que no lograba entender, cómo se podía vivir mintiendo. No odiaba a Manuel, no me compadecía de Berta. Era sólo que no podía entenderlo.
No tenía ganas de hablar, ocupaba el tiempo trabajando, me llevaba trabajo a casa y lo terminaba para el día siguiente. En un momento en que entré al despacho del jefe me preguntó si estaba todo bien.
-Sí, todo bien –le dije.
-Querés hablar? –preguntó.
-No, está bien, gracias –le dije sonriendo. Mi jefe era un buen tipo. Tanto lo era que se preocupaba cuando sus empleados estaban en la etapa más productiva. Podía contar con él, eso era suficiente para mí y esperaba que él lo supiera sin que dijéramos nada.
Unos días más tarde Manuel me llamó por teléfono.
-Hacé lo que quieras –dijo- Decile. No le digas. Lo que te parezca. Lo único que espero es que tengas en cuenta que yo ya no existo para ella, le da lo mismo que esté o no. Hace tiempo que es así.
Es así. Manuel habría dicho “es así” como Waterboy y optado entonces por las alternativas disponibles sin mayores disquisiciones? O, agotado por la indiferencia de Berta, por su permanente desdén, por la irrecusabilidad de la agonía habría optado por ese modo solapado de llamar su atención o de dejar en sus manos la decisión que él no podía tomar? Porque entre las cosas que yo no podía aceptar estaba la posibilidad de que Manuel ya no estuviera enamorado de Berta. Cómo no iba a estarlo? Manuel vivía por ella, todo lo que hacía pasaba por el tamiz Berta, le consultaba hasta lo más mínimo, la trataba como si ella fuera su bien más preciado.
Cómo era entonces que Manuel le mentía. Le mentía con asiduidad, tocaba los brazos de la otra, le acariciaba el pelo, la desnudaba en el vestuario, y después hola Berta, le pellizcaba el cuello como hacía él cuando tenía hambre, me voy tengo una clase y es tarde. Cómo era que Manuel mentía como todos. Era Manuel sí pero yo seguía con indigestión.
Esa noche no podía dormir. Tendría que medicarme? Decir “es así” y apelar a la alternativa química? La infidelidad de Manuel era eso: es así, y la alternativa química.
Yo no quería anestesiarme. No podía ni aunque hubiera querido. No quería para mi vida ni mentiras ni pastillas para dormir. Todo eso hacía que estuviera sin fe. Tanto que no quería siquiera ver a Calio.
No podía esperar la oportunidad, tenía que buscarla.
Fui hasta el club y esperé en el bar hasta que lo vi a Manuel. Fui hasta él.
-Qué pensás hacer con Berta? –dije.
-Esta noche no puedo. Pero hablá con ella.
-No, no hablo de esta noche. Me refiero a si vas a seguir con las dos.
Mi miró sin sorpresa. Me siguió mirando como si esperara que yo siguiera. Era una mirada neutra. Como si no importara nada de lo que estaba diciéndole. Después miró el ficus, se detuvo ahí como si yo no estuviera. Hasta que por fin me dijo que tenía una clase y se fue.
Tenía estrangulado el estómago. Quedé desalentada, sin poder moverme, sin saber qué hacer. Vi que eso era lo que Berta llamaba su violencia omisiva. Nosotros la descalificábamos: Manuel es todo lo contrario de un tipo violento. Pensábamos que era a la inversa, si la violencia existiera entre ellos sería detonada por Berta. Manuel imposible.
Y ahora yo podía ver esa violencia sofisticada en la manera que Manuel tenía de negar, de no decir como un mecanismo que permita no reconocer ciertas realidades.
Porque podía pensarse que el silencio obedeciera a que en realidad Waterboy inventó y mi acusación fuera infundada y Manuel, que es todo un gentleman y no maltrataría a una amiga de su novia, no dijera nada por educación, por sentido cívico. Pero ese razonamiento no explicaba su incolumidad gestual: ni un atisbo de sorpresa ni de indignación.
Tenía que ser verdad.
Los días siguientes conviví con un desaliento invencible. Estaba sin fe. Como el tango. Tarde me di cuenta que al final se vive igual mintiendo. Porque si bien era Manuel y no alguno de mis amigos, el episodio conseguía que yo cayera en esos lugares en que perdía la fe en la humanidad. No es que me considerara impoluta ni se trataba de un juicio de tipo moral, era sólo que no podía entender, dentro de las tantísimas cosas que no lograba entender, cómo se podía vivir mintiendo. No odiaba a Manuel, no me compadecía de Berta. Era sólo que no podía entenderlo.
No tenía ganas de hablar, ocupaba el tiempo trabajando, me llevaba trabajo a casa y lo terminaba para el día siguiente. En un momento en que entré al despacho del jefe me preguntó si estaba todo bien.
-Sí, todo bien –le dije.
-Querés hablar? –preguntó.
-No, está bien, gracias –le dije sonriendo. Mi jefe era un buen tipo. Tanto lo era que se preocupaba cuando sus empleados estaban en la etapa más productiva. Podía contar con él, eso era suficiente para mí y esperaba que él lo supiera sin que dijéramos nada.
Unos días más tarde Manuel me llamó por teléfono.
-Hacé lo que quieras –dijo- Decile. No le digas. Lo que te parezca. Lo único que espero es que tengas en cuenta que yo ya no existo para ella, le da lo mismo que esté o no. Hace tiempo que es así.
Es así. Manuel habría dicho “es así” como Waterboy y optado entonces por las alternativas disponibles sin mayores disquisiciones? O, agotado por la indiferencia de Berta, por su permanente desdén, por la irrecusabilidad de la agonía habría optado por ese modo solapado de llamar su atención o de dejar en sus manos la decisión que él no podía tomar? Porque entre las cosas que yo no podía aceptar estaba la posibilidad de que Manuel ya no estuviera enamorado de Berta. Cómo no iba a estarlo? Manuel vivía por ella, todo lo que hacía pasaba por el tamiz Berta, le consultaba hasta lo más mínimo, la trataba como si ella fuera su bien más preciado.
Cómo era entonces que Manuel le mentía. Le mentía con asiduidad, tocaba los brazos de la otra, le acariciaba el pelo, la desnudaba en el vestuario, y después hola Berta, le pellizcaba el cuello como hacía él cuando tenía hambre, me voy tengo una clase y es tarde. Cómo era que Manuel mentía como todos. Era Manuel sí pero yo seguía con indigestión.
Esa noche no podía dormir. Tendría que medicarme? Decir “es así” y apelar a la alternativa química? La infidelidad de Manuel era eso: es así, y la alternativa química.
Yo no quería anestesiarme. No podía ni aunque hubiera querido. No quería para mi vida ni mentiras ni pastillas para dormir. Todo eso hacía que estuviera sin fe. Tanto que no quería siquiera ver a Calio.
LA CONSIGNA
Manuel seguía de viaje y yo tenía todo el tiempo para mí. Pasaba horas en la bañera, ponía sales y velas y leía poemas de Orozco y Pizarnik. La consigna era no pensar en nada, dedicarme sólo a mí y después, sólo si me quedara algo de tiempo, a mí de nuevo.
Empezaba el fin de semana y me había levantando temprano. Abrí el diario. Busqué la sección de espectáculos. Teatro: H2O.
Podía llamar a Juan, le encantaba el teatro. Era una buena excusa para llamarlo. Quería hablar con un hombre de mi situación con Manuel y Juan era el indicado. No Narcisa con su agua de lluvia, ni Calio con su machismo antropocéntrico importado de Chile. El indicado era Juan. Era sensible. En realidad Calio lo era, pero había tomado cierta distancia del tema que yo atribuía a la pertenencia a la cofradía masculina, porque si bien Manuel y él no eran amigos, Calio tenía principios y no se pondría en contra de su congénere. Además si no eran amigos era porque Manuel tenía celos o algún tipo de sentimiento que lo hacía ponerse erizo cuando estaban mis amigos.
Juan era sensible y probablemente gay, lo que colaboraba con la causa. La consigna era un punto de vista lúcido, no un romance inoportuno ni una crítica inadecuada. Estaba demasiado susceptible como para aceptar críticas.
-No tiene teléfono. No usa –dijo Calio- Te doy su correo electrónico.
Claro que no usaba. Por eso estaban tan amigos con Calio. Tendría razón Manuel cuando decía que todos mis amigos eran snobs? No. No era el momento de darle la razón a Manuel.
No antes de tener una opinión neutral. Esa era la consigna.
Me contestó el mail a los diez minutos y quedamos en encontrarnos después de mi trabajo.
Faltaban quince minutos para el fin de mi semana laboral. Yo escuchaba a una Shirley que con voz de gallina me explicaba que en su línea aparecía todo el tiempo un tal Brandon y ella no podía comunicarse con ningún número sin que apareciera Brandon. Yo tenía ganas de decirle que se echara un buen polvete con Brandon y se abonara a otra empresa, pero no podía entonces I’m sorry ma’am but I’m not able to help you right now cuando lo vi parado detrás del vidrio, me saludaba y decía algo que debía ser está bien, te espero.
En la obra había unas mujeres en traje de baño y con antiparras, hacían movimientos tipo danza acuática y decían un texto terrible. En el programa se explicaba que la autora era de Santa Fe, que se refería a la inundación que había ocurrido allí y que el director había trabajado en una pileta de natación con las actrices que decían el texto desde la pileta. Así había nacido la obra.
Cuando terminó fumamos un cigarrillo a medias.
-"Sí. Todo ha cambiado. Hay una visión anterior a Rank y una natación posterior a Rank. ¡Tal vez por fin me ha llevado a nadar en la vida en lugar de coleccionar acuarios! Los acuarios llevan el sello de la inmovilidad. Un amor por las cosas tan grande y posesivo que me ha inmovilizado de terror”- me dijo.
-Quién es?
-Anaïs Nin.
-Lindísimo –cerré y nos quedamos en silencio hasta que se terminó el cigarrillo.
Fuimos al bar del puerto. Sonaba Around midnight, una versión de Ligia Piro.
-Lindísimo –volví a decir.
Todo me parecía lindísimo. Estaba perdiendo de vista la consigna y no podía permitírmelo. Pedimos martinis. Un chico pasó y miró descaradamente a Juan. El le sostuvo la mirada.
-Es Bajofondo, no? –dijo.
-Mardulce. Tema 15.
Como no dijo nada volví a decir lindísimo. El también era lindísimo.
-Qué hora es?- preguntó.
-Las doce y cinco.
-Deberías decirme feliz cumpleaños.
No le creí. No podía ser su cumpleaños. Era como Calio o quería serlo, no podía saberse si decía la verdad o jugaba. Estuvimos quince minutos así, yo sin creerle y él diciendo igual no importa pero sí es mi cumpleaños.
Al final le dije feliz cumpleaños y como regalo le leí las líneas de las manos, inventando lo que pude, él riéndose y yo apartándome de la consigna.
Qué hacíamos él y yo, dos extraños en el día de su cumpleaños, creyéndonos los absurdos planes para el futuro que disponía el mapa de su mano. Dos soledades en una pequeña isla del mar dulce sonando. Qué hacían todas las soledades del bar, todas las soledades de la noche. Entendí por qué se había acercado a nosotros la noche del teatro. Me sentí triste como un modigliani. Me venían unas lágrimas y no las quise, las puse en los dedos de mi mano derecha y los dediqué a hacer girar el anillo de Juan.
No quise preguntar cuántos años cumplía. Eramos jóvenes, pero yo tenía posibilidades de ser una mujer sola y él era un chico gay. No era conveniente el tema.
Ya estábamos demasiado mareados como para empezar con la consigna. Salimos y lo invité a dormir en mi departamento porque el suyo estaba como a una hora.
-Por ser tu cumpleaños te presto el sofá –le dije mientras improvisaba su dormitorio en mi living.
Fui a preparar café. Cuando volví con las dos tazas estaba dormido. Las dejé nuevamente en la cocina.
A la mañana Juan no estaba. Había dejado una nota que decía “Gracias por la noche y las ficciones”.
No había cumplido la consigna, pero no importaba. Busqué mi copia de Mardulce. Llamé a una mensajería y envolví el disco en papel celofán. A los quince minutos apareció el chico de la moto.
-La consigna es que llegue hoy –le dije.
Empezaba el fin de semana y me había levantando temprano. Abrí el diario. Busqué la sección de espectáculos. Teatro: H2O.
Podía llamar a Juan, le encantaba el teatro. Era una buena excusa para llamarlo. Quería hablar con un hombre de mi situación con Manuel y Juan era el indicado. No Narcisa con su agua de lluvia, ni Calio con su machismo antropocéntrico importado de Chile. El indicado era Juan. Era sensible. En realidad Calio lo era, pero había tomado cierta distancia del tema que yo atribuía a la pertenencia a la cofradía masculina, porque si bien Manuel y él no eran amigos, Calio tenía principios y no se pondría en contra de su congénere. Además si no eran amigos era porque Manuel tenía celos o algún tipo de sentimiento que lo hacía ponerse erizo cuando estaban mis amigos.
Juan era sensible y probablemente gay, lo que colaboraba con la causa. La consigna era un punto de vista lúcido, no un romance inoportuno ni una crítica inadecuada. Estaba demasiado susceptible como para aceptar críticas.
-No tiene teléfono. No usa –dijo Calio- Te doy su correo electrónico.
Claro que no usaba. Por eso estaban tan amigos con Calio. Tendría razón Manuel cuando decía que todos mis amigos eran snobs? No. No era el momento de darle la razón a Manuel.
No antes de tener una opinión neutral. Esa era la consigna.
Me contestó el mail a los diez minutos y quedamos en encontrarnos después de mi trabajo.
Faltaban quince minutos para el fin de mi semana laboral. Yo escuchaba a una Shirley que con voz de gallina me explicaba que en su línea aparecía todo el tiempo un tal Brandon y ella no podía comunicarse con ningún número sin que apareciera Brandon. Yo tenía ganas de decirle que se echara un buen polvete con Brandon y se abonara a otra empresa, pero no podía entonces I’m sorry ma’am but I’m not able to help you right now cuando lo vi parado detrás del vidrio, me saludaba y decía algo que debía ser está bien, te espero.
En la obra había unas mujeres en traje de baño y con antiparras, hacían movimientos tipo danza acuática y decían un texto terrible. En el programa se explicaba que la autora era de Santa Fe, que se refería a la inundación que había ocurrido allí y que el director había trabajado en una pileta de natación con las actrices que decían el texto desde la pileta. Así había nacido la obra.
Cuando terminó fumamos un cigarrillo a medias.
-"Sí. Todo ha cambiado. Hay una visión anterior a Rank y una natación posterior a Rank. ¡Tal vez por fin me ha llevado a nadar en la vida en lugar de coleccionar acuarios! Los acuarios llevan el sello de la inmovilidad. Un amor por las cosas tan grande y posesivo que me ha inmovilizado de terror”- me dijo.
-Quién es?
-Anaïs Nin.
-Lindísimo –cerré y nos quedamos en silencio hasta que se terminó el cigarrillo.
Fuimos al bar del puerto. Sonaba Around midnight, una versión de Ligia Piro.
-Lindísimo –volví a decir.
Todo me parecía lindísimo. Estaba perdiendo de vista la consigna y no podía permitírmelo. Pedimos martinis. Un chico pasó y miró descaradamente a Juan. El le sostuvo la mirada.
-Es Bajofondo, no? –dijo.
-Mardulce. Tema 15.
Como no dijo nada volví a decir lindísimo. El también era lindísimo.
-Qué hora es?- preguntó.
-Las doce y cinco.
-Deberías decirme feliz cumpleaños.
No le creí. No podía ser su cumpleaños. Era como Calio o quería serlo, no podía saberse si decía la verdad o jugaba. Estuvimos quince minutos así, yo sin creerle y él diciendo igual no importa pero sí es mi cumpleaños.
Al final le dije feliz cumpleaños y como regalo le leí las líneas de las manos, inventando lo que pude, él riéndose y yo apartándome de la consigna.
Qué hacíamos él y yo, dos extraños en el día de su cumpleaños, creyéndonos los absurdos planes para el futuro que disponía el mapa de su mano. Dos soledades en una pequeña isla del mar dulce sonando. Qué hacían todas las soledades del bar, todas las soledades de la noche. Entendí por qué se había acercado a nosotros la noche del teatro. Me sentí triste como un modigliani. Me venían unas lágrimas y no las quise, las puse en los dedos de mi mano derecha y los dediqué a hacer girar el anillo de Juan.
No quise preguntar cuántos años cumplía. Eramos jóvenes, pero yo tenía posibilidades de ser una mujer sola y él era un chico gay. No era conveniente el tema.
Ya estábamos demasiado mareados como para empezar con la consigna. Salimos y lo invité a dormir en mi departamento porque el suyo estaba como a una hora.
-Por ser tu cumpleaños te presto el sofá –le dije mientras improvisaba su dormitorio en mi living.
Fui a preparar café. Cuando volví con las dos tazas estaba dormido. Las dejé nuevamente en la cocina.
A la mañana Juan no estaba. Había dejado una nota que decía “Gracias por la noche y las ficciones”.
No había cumplido la consigna, pero no importaba. Busqué mi copia de Mardulce. Llamé a una mensajería y envolví el disco en papel celofán. A los quince minutos apareció el chico de la moto.
-La consigna es que llegue hoy –le dije.
ES ASI
El domingo fui a nadar temprano como no lo hacía desde tiempo atrás. No hubo premeditación: Calio me llamó inexplicablemente a las ocho de la mañana para contarme su nueva afición por el origami, o algo similar, no sé muy bien qué fue lo que dijo porque todavía no estaba despierta. Pero me alegré de escucharlo. Últimamente él salía con Juan, Berta salía con Juan, todos salían con Juan, excepto Anka y yo, que seguíamos lobotomizadas, ella por el amor y yo por no soportar el mundo.
Me despertó para eso.
Pero no me enojé.
Desayuné mientras hacía las palabras cruzadas de un diario viejo. Decidí que iría a nadar.
Trece vertical: “Desviación de un barco o un avión que se apartan de su dirección por efecto de las corrientes marinas o aéreas”. Seis letras. Fácil. D-E-R-I-V-A. De un barco o un avión. Y por casa bien gracias. Así son de negadores los que hacen crucigramas, pensé. Veinte horizontal: calma profunda. Ocho letras. Ni idea.
Deriva. Una definición huera, diría Calio. Busqué el diccionario que tenía desde los ocho años. Amaba ese diccionario. “Deriva: Mar. Abatimiento o desvío de la nave de su rumbo por efecto de la marejada, la corriente o el viento”. Ah. Abatimiento. Sin embargo es una palabra tan linda. No tendría el mal gusto de llamar a Anka y preguntarle que hay en deriva, ella estaría en los brazos de Morfeo que para el caso era su jefe de edición, el hechicero cruel que nos la había tomado prestada como si fuera una peli de Jarmusch.
En el club había demasiado movimiento para esa hora. Nadé cuarenta minutos y me duché.
Fui hasta el bar. Estaba Waterboy leyendo el diario. Me vio y levantó la mano.
Me senté con él: había terminado Tokio Blues y no tenía nada para leer, no había llevado música y no quería estar sola. Aunque todo era una excusa, porque en realidad estudiar a Waterboy me daba material para una vivisección de especímenes que hacía en mi trabajo a la una menos cuarto, antes de marcar la salida. Pero además lo que tenía de huero lo tenía también de bueno, era una masa resinosa de bondad. También pensábamos que no era bueno por elección sino porque sus escasas luces no le proveían la sagacidad necesaria para el ejercicio serio de la maldad.
Pedí té negro y medialunas. Me dijo que estaba linda, lo dijo sin histeria ni dobleces. Supe que me había perdonado el episodio del puerto. Quise compensarlo y empecé a contarle cosas que le parecieran interesantes en un tono que lo incluía, como si formara parte de nosotros, los excéntricos o inexplicables. Consciente de mis aires de superioridad, le hablé de lo que podía gustarle.
Mi soberbia intelectual. Calio me había puesto Narcisa y era así. Nunca me había dolido porque los dos sabíamos que en realidad yo no me juzgaba superior a Waterboy o los baywatchs del club, sino que era cierto punzón venenoso que me daba ante los que son capaces de abordar el mundo como si no fuera un trance engorroso y desenfocado, los que son manteles a cuadros y redondos y alegres. Los que hacen deporte. Los que crían hijos sin preguntarse todo el tiempo cómo protegerlos de la gran máquina. Los que cuentan con pocos y sencillos saberes que les permiten ser felices a su modo sin que la parodia del consumo los torture, ni los obnubile que se les queme la tortilla por fuera. Los que consumen agua potable sin perjuicio aparente. Los “es así”.
Los envidiaba secretamente y mi venganza era ser Narcisa. Algo como: está bien, sufro; Pero nadie podría hacer nada por mí porque nadie puede entenderlo, se trata de algo inasequible para el registro vital medio. Existía un esclarecido, uno solo. Cómo es que yo era Narcisa y el espejo con mi imagen pero siempre lo necesitaba a él, era algo que tal vez sabría Waterboy pero yo ignoraba.
Le pregunté si salía con alguien. Me dijo que ahora no, que había terminado con la última hacía dos meses porque la había visto con el profesor.
-Con el profesor de qué? –pregunté.
-El de natación.
Se me aceleró el pulso y me temblaban las manos. El té estaba mudo como ya sabiendo algo.
-Cómo que el de natación? Manuel? Vos te referís a Manuel? – mi corazón galopaba y pedía que no que no que no fuera.
-Ahá –dijo mientras levantaba el brazo llamando al mozo – Un día vine a nadar quince minutos antes. Estaban solos en la pileta y así fue. Yo no le dije nada. Ella me vio. Nunca más hablamos, ni nos saludamos, ni nada. Es así.
-Pero Manuel sabe que...?
-Obvio que sabe. Hace como que no pasó nada. Pero estaban ahí, yo los vi. No lo inventé.
-Pero hablaban, o se tocaban, no sé... qué estaban haciendo? –pregunté esperando que Waterboy fuera un loco que sólo por verlos a los dos en la pileta se le ocurriera que estaban haciendo algo prohibido. Esperaba que Waterboy estuviera loco como si fuera lo único en el mundo.
Pero me miró y supe que no lo estaba. Que en todo caso la que no podía ver la realidad era yo. Siempre lo mismo: los demás decían “es así” y yo no podía aceptarlo.
Nos quedamos en silencio un rato. Yo pensaba en Berta y él quién sabe en qué. El té me daba una náusea que no se iba.
No podía hablar. No podía enojarme. No podía nada.
Waterboy debe haberse aburrido porque hizo algunas preguntas que contesté con monosílabos. Finalmente pagó y me dijo que no me preocupara, que es así.
Tenía razón. Indudablemente es así. Pero él ahora iba a hacer deporte. Mientras que yo tenía que hacer de mí un lugar habitable.
Volví a casa y llamé a Calio. No pude hablar de lo que me había dicho Waterboy.
-Calma profunda. Ocho letras –le dije.
-Calmazo –contestó.
-Dejalo así, gracias –dije y corté.
Fui a buscar mi diccionario amado. Después completé la veinte horizontal y empecé a pensar que tal vez lo que decía Waterboy era verdad.
Me despertó para eso.
Pero no me enojé.
Desayuné mientras hacía las palabras cruzadas de un diario viejo. Decidí que iría a nadar.
Trece vertical: “Desviación de un barco o un avión que se apartan de su dirección por efecto de las corrientes marinas o aéreas”. Seis letras. Fácil. D-E-R-I-V-A. De un barco o un avión. Y por casa bien gracias. Así son de negadores los que hacen crucigramas, pensé. Veinte horizontal: calma profunda. Ocho letras. Ni idea.
Deriva. Una definición huera, diría Calio. Busqué el diccionario que tenía desde los ocho años. Amaba ese diccionario. “Deriva: Mar. Abatimiento o desvío de la nave de su rumbo por efecto de la marejada, la corriente o el viento”. Ah. Abatimiento. Sin embargo es una palabra tan linda. No tendría el mal gusto de llamar a Anka y preguntarle que hay en deriva, ella estaría en los brazos de Morfeo que para el caso era su jefe de edición, el hechicero cruel que nos la había tomado prestada como si fuera una peli de Jarmusch.
En el club había demasiado movimiento para esa hora. Nadé cuarenta minutos y me duché.
Fui hasta el bar. Estaba Waterboy leyendo el diario. Me vio y levantó la mano.
Me senté con él: había terminado Tokio Blues y no tenía nada para leer, no había llevado música y no quería estar sola. Aunque todo era una excusa, porque en realidad estudiar a Waterboy me daba material para una vivisección de especímenes que hacía en mi trabajo a la una menos cuarto, antes de marcar la salida. Pero además lo que tenía de huero lo tenía también de bueno, era una masa resinosa de bondad. También pensábamos que no era bueno por elección sino porque sus escasas luces no le proveían la sagacidad necesaria para el ejercicio serio de la maldad.
Pedí té negro y medialunas. Me dijo que estaba linda, lo dijo sin histeria ni dobleces. Supe que me había perdonado el episodio del puerto. Quise compensarlo y empecé a contarle cosas que le parecieran interesantes en un tono que lo incluía, como si formara parte de nosotros, los excéntricos o inexplicables. Consciente de mis aires de superioridad, le hablé de lo que podía gustarle.
Mi soberbia intelectual. Calio me había puesto Narcisa y era así. Nunca me había dolido porque los dos sabíamos que en realidad yo no me juzgaba superior a Waterboy o los baywatchs del club, sino que era cierto punzón venenoso que me daba ante los que son capaces de abordar el mundo como si no fuera un trance engorroso y desenfocado, los que son manteles a cuadros y redondos y alegres. Los que hacen deporte. Los que crían hijos sin preguntarse todo el tiempo cómo protegerlos de la gran máquina. Los que cuentan con pocos y sencillos saberes que les permiten ser felices a su modo sin que la parodia del consumo los torture, ni los obnubile que se les queme la tortilla por fuera. Los que consumen agua potable sin perjuicio aparente. Los “es así”.
Los envidiaba secretamente y mi venganza era ser Narcisa. Algo como: está bien, sufro; Pero nadie podría hacer nada por mí porque nadie puede entenderlo, se trata de algo inasequible para el registro vital medio. Existía un esclarecido, uno solo. Cómo es que yo era Narcisa y el espejo con mi imagen pero siempre lo necesitaba a él, era algo que tal vez sabría Waterboy pero yo ignoraba.
Le pregunté si salía con alguien. Me dijo que ahora no, que había terminado con la última hacía dos meses porque la había visto con el profesor.
-Con el profesor de qué? –pregunté.
-El de natación.
Se me aceleró el pulso y me temblaban las manos. El té estaba mudo como ya sabiendo algo.
-Cómo que el de natación? Manuel? Vos te referís a Manuel? – mi corazón galopaba y pedía que no que no que no fuera.
-Ahá –dijo mientras levantaba el brazo llamando al mozo – Un día vine a nadar quince minutos antes. Estaban solos en la pileta y así fue. Yo no le dije nada. Ella me vio. Nunca más hablamos, ni nos saludamos, ni nada. Es así.
-Pero Manuel sabe que...?
-Obvio que sabe. Hace como que no pasó nada. Pero estaban ahí, yo los vi. No lo inventé.
-Pero hablaban, o se tocaban, no sé... qué estaban haciendo? –pregunté esperando que Waterboy fuera un loco que sólo por verlos a los dos en la pileta se le ocurriera que estaban haciendo algo prohibido. Esperaba que Waterboy estuviera loco como si fuera lo único en el mundo.
Pero me miró y supe que no lo estaba. Que en todo caso la que no podía ver la realidad era yo. Siempre lo mismo: los demás decían “es así” y yo no podía aceptarlo.
Nos quedamos en silencio un rato. Yo pensaba en Berta y él quién sabe en qué. El té me daba una náusea que no se iba.
No podía hablar. No podía enojarme. No podía nada.
Waterboy debe haberse aburrido porque hizo algunas preguntas que contesté con monosílabos. Finalmente pagó y me dijo que no me preocupara, que es así.
Tenía razón. Indudablemente es así. Pero él ahora iba a hacer deporte. Mientras que yo tenía que hacer de mí un lugar habitable.
Volví a casa y llamé a Calio. No pude hablar de lo que me había dicho Waterboy.
-Calma profunda. Ocho letras –le dije.
-Calmazo –contestó.
-Dejalo así, gracias –dije y corté.
Fui a buscar mi diccionario amado. Después completé la veinte horizontal y empecé a pensar que tal vez lo que decía Waterboy era verdad.
lunes, 21 de enero de 2008
DERIVAS I -LAS HIJAS DE PUTA
Me levanté porque el dolor de cabeza era insoportable y tenía que ducharme y buscar unos migrales. Me hubiera quedado un año en la ducha pero tenía que ocuparme de Diamante. Después del baño me anudé la toalla en la cintura y me despeiné con cuidado. En el espejo me encontré un poco viejo, pero me seguían gustando mis cejas.
Cuando volví al dormitorio Diamante seguía dormida y ocupaba ahora toda mi cama. Pensé que era el momento de preparar el desayuno, tomarlo con ella, jugar a que. Pensé también en que siempre había sido momentáneamente incapaz de hacerlo.
La había conocido la noche anterior en Nilo. Juan y yo tomábamos un varietal de origen sospechoso pero autorizado por nuestros presupuestos. Estaba en los puffs con otras dos, fumaban de la manera en que fuman las mujeres cuando dejan adivinar un entredicho, un entreacto, algunos entres que uno aborda entusiasta esperando obtener una redención modesta.
Creo que fue porque le miraba tanto las piernas que pasó a mi lado: -Quiero ser tu diamante de mentira –dijo.
Me gustó lo que dijo. No dejaba de ser literario o al menos lo era para mí en comparación al varietal y el origami en que me tenía sumergido Juan desde hacía media hora con la excusa de que debía adoptarlo en lugar de la batalla naval. No fue difícil desdeñar el origami y optar por las piernas de Diamante.
Ahora ella dormía y yo no encontraba los migrales. Uno de los misterios no develados por la ciencia era por qué los migarles nunca estaban cerca, había que buscarlos como piedras preciosas o como preciosas pétreas mujeres, pero siempre buscarlos. Revolvía el cajón de las medias y me atravesó un espasmo de terror. No estaba seguro de mi buen desempeño con Diamante. No recordaba casi nada, excepto la exploración inicial de sus muslos y en el momento en que mis dedos los diez ansiosos pudieron arribar a la parte más alta y deliciosa justo ahí, tac: la hija de puta. Justo en el comienzo de la hija de puta se aparece en mi cabeza diciéndome no sabés, es igual a vos, es un tipo igual a vos. Recordaba sólo eso. Qué hija de puta, aparecer así para molestarme. No le bastaba llamarme llorando porque las canillas gotean, los pájaros cantan y la vieja se levanta. Rompía y rompía todas las pelotas que podía desde todos los ángulos que podía.
Ese estímulo podía haber sido benéfico o no para mi rol de maratonista sexual con mi diamante artificio. Dormía con una expresión que no denotaba atrocidad predecible. En cualquier caso, ya era irreparable.
Mis amigas eran unas hijas de puta. Narcisa invadiendo todo, hasta mi módica actividad sexual. Hijas de putas de putas y de generaciones de putas. Berta con sus manueles y sus yabastas. Anka, la más confiable de las putas, obnubilada y obliterada por un tipo. Diábola magic la peor, con su agua de lluvia. En cualquier momento hacía con mi escroto un lindo alfiletero para su escritorio. Reverenditas hijiputitas. Una vez yo había dicho pico y se reían como locas con eso de pico. Les encantó. Pico qué lindo. Acá es pija, nombre de fantasía del miembro. Hijas de puta, ni Anka se sonrojaba. Era la primera vez que estábamos los tres en el bar del puerto.
Y con el putidiamante que dormía en mi cama con putiplacidez tendría que acordar algo. Te llamo. Cenamos. Todo eso. Jugamos batalla naval. Eso. Entonces nunca más me llamaría. Así sería mejor, más putipiernas y piedras de escaparate. Joyas de catálogo accesibles a todos.
Encontré los migarles menos putos que mis amigas putas y tomé dos. Todavía el segundo no había sorteado la hostilidad de mi tráquea cuando vi un sobre debajo de la puerta.
Lo abrí. Era de la secretaría del doctorado. Que mi proyecto requería reformulaciones. Que etcétera que etcétera. Entendí que no estaba aprobado. Busqué el reglamento con más fervor que a los migarles. Lo repasé. Artículo treinta y cuatro. Sí. Bien. Todo bien. Ahora sí que la hicimos bien. Boludo, como me dice ella. Sos un boludo.
Entonces tres meses más. Podía reverlo y aprobar o todo a la mierda. Volver. Adiós tesis adiós mi vida adiós todo lo que era. A Chile me voy cruzando la cordillera. Adiós a las hijas de puta. El estómago me estrujaba a mí si era posible eso, o me parecía que me estrujaba.
Supe que estaba a la deriva. Todos lo estamos, pero era mi especialidad. Volví al espejo y trataba de enfocar. Siempre lo había estado, pero mientras estaban mis amigas yo tenía un lugar donde podía anclar y tomar unos martinis. Pico, ay, qué lindo, decían las hijas de puta y yo y mi miedo seguíamos ahí sin poder hacer nada. No quería perderlas, volver a Chile, sólo los mails y hablar por teléfono, nunca más el bar del puerto. No podía. No teníamos nada más que lo poquísimo que teníamos, pero no podía perderlas. No sabía por qué. Mi afición era. Las tres eran una, o no: eran tres pero yo era tres.
Por soberbia o por decoro traté de pensar lo contrario. Que ellas no podrían sin mí. Naufragio de Narcisa. Y ahí dominó de tres fichas, derrumbe Berta y derrumbe Anka. No sabía cómo era. Tampoco importaba. Lo único que sabía era que podía aceptarme barco y resistir la deriva, pero que no podía soportar perderla. Y la ese, qué mierda pasaba con la ese que me había comido ahí.
En el marco de la puerta apareció Diamante y le cedí el baño.
Tenía que llamarla, reorganizar el proyecto, o al revés. Calculé el tiempo en que Diamante estaría en el baño y llamé.
-Qué hacés tan temprano? –me dijo.
-Quería corroborar, si cambio la batalla naval por el origami me seguirías queriendo?-
Se rió. Por supuesto, y te ayudaría a doblar papelitos, dijo su buen humor inesperado.
Fui a preparar café. Eso solo sería mi puerto por unos días. Unos días en que me encerraría con el proyecto, a la mierda con las innovaciones, hacerlo como lo quieren y ya. Después de todo a nadie le gustan las derivas. Mucho menos a los hombres de ciencia.
Cuando volví al dormitorio Diamante seguía dormida y ocupaba ahora toda mi cama. Pensé que era el momento de preparar el desayuno, tomarlo con ella, jugar a que. Pensé también en que siempre había sido momentáneamente incapaz de hacerlo.
La había conocido la noche anterior en Nilo. Juan y yo tomábamos un varietal de origen sospechoso pero autorizado por nuestros presupuestos. Estaba en los puffs con otras dos, fumaban de la manera en que fuman las mujeres cuando dejan adivinar un entredicho, un entreacto, algunos entres que uno aborda entusiasta esperando obtener una redención modesta.
Creo que fue porque le miraba tanto las piernas que pasó a mi lado: -Quiero ser tu diamante de mentira –dijo.
Me gustó lo que dijo. No dejaba de ser literario o al menos lo era para mí en comparación al varietal y el origami en que me tenía sumergido Juan desde hacía media hora con la excusa de que debía adoptarlo en lugar de la batalla naval. No fue difícil desdeñar el origami y optar por las piernas de Diamante.
Ahora ella dormía y yo no encontraba los migrales. Uno de los misterios no develados por la ciencia era por qué los migarles nunca estaban cerca, había que buscarlos como piedras preciosas o como preciosas pétreas mujeres, pero siempre buscarlos. Revolvía el cajón de las medias y me atravesó un espasmo de terror. No estaba seguro de mi buen desempeño con Diamante. No recordaba casi nada, excepto la exploración inicial de sus muslos y en el momento en que mis dedos los diez ansiosos pudieron arribar a la parte más alta y deliciosa justo ahí, tac: la hija de puta. Justo en el comienzo de la hija de puta se aparece en mi cabeza diciéndome no sabés, es igual a vos, es un tipo igual a vos. Recordaba sólo eso. Qué hija de puta, aparecer así para molestarme. No le bastaba llamarme llorando porque las canillas gotean, los pájaros cantan y la vieja se levanta. Rompía y rompía todas las pelotas que podía desde todos los ángulos que podía.
Ese estímulo podía haber sido benéfico o no para mi rol de maratonista sexual con mi diamante artificio. Dormía con una expresión que no denotaba atrocidad predecible. En cualquier caso, ya era irreparable.
Mis amigas eran unas hijas de puta. Narcisa invadiendo todo, hasta mi módica actividad sexual. Hijas de putas de putas y de generaciones de putas. Berta con sus manueles y sus yabastas. Anka, la más confiable de las putas, obnubilada y obliterada por un tipo. Diábola magic la peor, con su agua de lluvia. En cualquier momento hacía con mi escroto un lindo alfiletero para su escritorio. Reverenditas hijiputitas. Una vez yo había dicho pico y se reían como locas con eso de pico. Les encantó. Pico qué lindo. Acá es pija, nombre de fantasía del miembro. Hijas de puta, ni Anka se sonrojaba. Era la primera vez que estábamos los tres en el bar del puerto.
Y con el putidiamante que dormía en mi cama con putiplacidez tendría que acordar algo. Te llamo. Cenamos. Todo eso. Jugamos batalla naval. Eso. Entonces nunca más me llamaría. Así sería mejor, más putipiernas y piedras de escaparate. Joyas de catálogo accesibles a todos.
Encontré los migarles menos putos que mis amigas putas y tomé dos. Todavía el segundo no había sorteado la hostilidad de mi tráquea cuando vi un sobre debajo de la puerta.
Lo abrí. Era de la secretaría del doctorado. Que mi proyecto requería reformulaciones. Que etcétera que etcétera. Entendí que no estaba aprobado. Busqué el reglamento con más fervor que a los migarles. Lo repasé. Artículo treinta y cuatro. Sí. Bien. Todo bien. Ahora sí que la hicimos bien. Boludo, como me dice ella. Sos un boludo.
Entonces tres meses más. Podía reverlo y aprobar o todo a la mierda. Volver. Adiós tesis adiós mi vida adiós todo lo que era. A Chile me voy cruzando la cordillera. Adiós a las hijas de puta. El estómago me estrujaba a mí si era posible eso, o me parecía que me estrujaba.
Supe que estaba a la deriva. Todos lo estamos, pero era mi especialidad. Volví al espejo y trataba de enfocar. Siempre lo había estado, pero mientras estaban mis amigas yo tenía un lugar donde podía anclar y tomar unos martinis. Pico, ay, qué lindo, decían las hijas de puta y yo y mi miedo seguíamos ahí sin poder hacer nada. No quería perderlas, volver a Chile, sólo los mails y hablar por teléfono, nunca más el bar del puerto. No podía. No teníamos nada más que lo poquísimo que teníamos, pero no podía perderlas. No sabía por qué. Mi afición era. Las tres eran una, o no: eran tres pero yo era tres.
Por soberbia o por decoro traté de pensar lo contrario. Que ellas no podrían sin mí. Naufragio de Narcisa. Y ahí dominó de tres fichas, derrumbe Berta y derrumbe Anka. No sabía cómo era. Tampoco importaba. Lo único que sabía era que podía aceptarme barco y resistir la deriva, pero que no podía soportar perderla. Y la ese, qué mierda pasaba con la ese que me había comido ahí.
En el marco de la puerta apareció Diamante y le cedí el baño.
Tenía que llamarla, reorganizar el proyecto, o al revés. Calculé el tiempo en que Diamante estaría en el baño y llamé.
-Qué hacés tan temprano? –me dijo.
-Quería corroborar, si cambio la batalla naval por el origami me seguirías queriendo?-
Se rió. Por supuesto, y te ayudaría a doblar papelitos, dijo su buen humor inesperado.
Fui a preparar café. Eso solo sería mi puerto por unos días. Unos días en que me encerraría con el proyecto, a la mierda con las innovaciones, hacerlo como lo quieren y ya. Después de todo a nadie le gustan las derivas. Mucho menos a los hombres de ciencia.
martes, 15 de enero de 2008
FOTO INCONCLUSA
Llueve en la playa
tópico previsible
pero
de obstinada belleza.
Una mujer loreal 840
habla por el teléfono móvil
sesga el cielo una pregunta
Tiene ud. sus impuestos al día?
El ruido de las gotas en el poliéster bicolor de la sombrilla
señores vestidos con remeras de cuello
señoras con sombreros como caracoles
un padre y una hija en el tenis de playa
maybeline ceniza irisado y su eco de los andes
un chico se sienta a dos metros de mí
estornuda para el este
y ahora de nuevo
una delicadeza de su parte
alcanzo a ver el perfil de las pestañas
los vecinos de hotel con sus sillas de playa
y es ahí cuando advierto que dejó de llover.
Un perro mojado deja en la arena
pequeñas huellas que durarán un día.
La población de la playa se eleva a posición vertical
-Un tiburón –se escucha.
Un hombre nada ajeno al suspenso balneario
pero es otro pigmento.
Tu marido está nadando
pregunta mi vecina
mientras miro la aleta negra
que se acerca a la playa.
tópico previsible
pero
de obstinada belleza.
Una mujer loreal 840
habla por el teléfono móvil
sesga el cielo una pregunta
Tiene ud. sus impuestos al día?
El ruido de las gotas en el poliéster bicolor de la sombrilla
señores vestidos con remeras de cuello
señoras con sombreros como caracoles
un padre y una hija en el tenis de playa
maybeline ceniza irisado y su eco de los andes
un chico se sienta a dos metros de mí
estornuda para el este
y ahora de nuevo
una delicadeza de su parte
alcanzo a ver el perfil de las pestañas
los vecinos de hotel con sus sillas de playa
y es ahí cuando advierto que dejó de llover.
Un perro mojado deja en la arena
pequeñas huellas que durarán un día.
La población de la playa se eleva a posición vertical
-Un tiburón –se escucha.
Un hombre nada ajeno al suspenso balneario
pero es otro pigmento.
Tu marido está nadando
pregunta mi vecina
mientras miro la aleta negra
que se acerca a la playa.
BOTELLAS AL MAR
Memorabilia
después de unos días
Florencia no estaba más
Y yo no encuentro diferencia entre esta y la muerte.
Ahora
en los campos molinos
como peces del cielo.
Crucigrama de playa
Si soy capaz de escribir un buen poema
No es este.
Conclusión forzosa
No hay
Un viaje de mí.
Crucigrama de playa II pero también conclusión forzosa
Lo siento.
No soy capaz.
después de unos días
Florencia no estaba más
Y yo no encuentro diferencia entre esta y la muerte.
Ahora
en los campos molinos
como peces del cielo.
Crucigrama de playa
Si soy capaz de escribir un buen poema
No es este.
Conclusión forzosa
No hay
Un viaje de mí.
Crucigrama de playa II pero también conclusión forzosa
Lo siento.
No soy capaz.
CARTA DE MARCOS BLOOM HALLADA SOBRE EL APARADORCITO DE FORMICA AZUL QUE ESTA AL LADO DEL PARAGÜERO
Querida Amanda:
Te escribo desde tu sillón azul eléctrico mientras miro tu pez azul marino y tomo café en tu pocillo azul francia; tanto azul y tú que no estás y esa canción que puse en tu disco de Madelaine Peiroux, todos esos azules esos esos tús sin que estés me entristecen un poco.
No obstante la suerte me asiste (o tal vez presentiste que estaría aquí en tu ausencia) ya que encontré en el bargueño el scotch que te regalé la última primavera.
No quise avisarte que estaría en la ciudad porque es sólo por unos días dado que en los próximos estaré en un torneo de tab de playa en México. Pero ahora veo los renos y la nieve cayéndoles en las esferas de agua y me arrepiento de no haber estado contigo en la Navidad.
La señora Leta (ella fue quien me abrió la puerta, y para eso tuve que soportarlas a ella y su gato durante media hora en las que, con el pretexto de regar las azaleas me explicaba las bondades de la torta galesa de Venecita) me contó que estabas un poco callada pero muy vistosa con tu vestido con lunares.
Tengo mucha nostalgia de ti. Aunque no te preocupes. Creo que podré desactivarla con un buen mojito. Ahora estarás en la playa mirando el mar o no.
Espero te cuides del sol y de los vampirecos. Por si no lo sabías los vampirecos andan por las playas con hambre sexual o de cualquier otro tipo y mordisquean todo lo que encuentran.
Por último, no me culpes, no pierdas el tiempo en las kermesses, no pases tanto tiempo en el agua (la piel se arruga y cada vez cuesta más volver a tierra firme), no leas tantos libros de caballería. Sobre todo no le abras a nadie.
También aquí sigo esperando el agua. Marcos.
Te escribo desde tu sillón azul eléctrico mientras miro tu pez azul marino y tomo café en tu pocillo azul francia; tanto azul y tú que no estás y esa canción que puse en tu disco de Madelaine Peiroux, todos esos azules esos esos tús sin que estés me entristecen un poco.
No obstante la suerte me asiste (o tal vez presentiste que estaría aquí en tu ausencia) ya que encontré en el bargueño el scotch que te regalé la última primavera.
No quise avisarte que estaría en la ciudad porque es sólo por unos días dado que en los próximos estaré en un torneo de tab de playa en México. Pero ahora veo los renos y la nieve cayéndoles en las esferas de agua y me arrepiento de no haber estado contigo en la Navidad.
La señora Leta (ella fue quien me abrió la puerta, y para eso tuve que soportarlas a ella y su gato durante media hora en las que, con el pretexto de regar las azaleas me explicaba las bondades de la torta galesa de Venecita) me contó que estabas un poco callada pero muy vistosa con tu vestido con lunares.
Tengo mucha nostalgia de ti. Aunque no te preocupes. Creo que podré desactivarla con un buen mojito. Ahora estarás en la playa mirando el mar o no.
Espero te cuides del sol y de los vampirecos. Por si no lo sabías los vampirecos andan por las playas con hambre sexual o de cualquier otro tipo y mordisquean todo lo que encuentran.
Por último, no me culpes, no pierdas el tiempo en las kermesses, no pases tanto tiempo en el agua (la piel se arruga y cada vez cuesta más volver a tierra firme), no leas tantos libros de caballería. Sobre todo no le abras a nadie.
También aquí sigo esperando el agua. Marcos.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)