-Llená el tanque -dije al tipo de la estación de servicio mientras ponía en su palma grasienta las llaves. Fui hasta el baño. En el espejo me encontré poco presentable. A ella le gustaba así, desprolijo. Eso decía antes. Pero tal vez había cambiado.
Eran las diez menos cuarto y faltaban sesenta kilómetros. Pagué con la tarjeta de débito y el tipo me pidió el documento. La foto era un espectro sepia. Me miró.
-Firme aquí -dijo.
Apagué el aire acondicionado porque me daba dolor de cabeza. No aguantaba más la radio. Puse el disco de Amy Winehouse. Recordé a mi hija. Ella se reía de mi afición por 'esas músicas para adolescentes'. No hay edad para eso, hija, contestaba yo. Y ella decía entonces que estaba bien, que al menos era rescatable mi coherencia en ser adolescente en todo, más adolescente que ella. Creo que le gustaba mi obstinada inmadurez: que a los sesenta años escuchara esa música, leyera Artaud y Ezra Pound, anduviera por los bares a la tarde hablando con desconocidos. O sabía que eran los únicos antídotos con que contaba para apaciguar el gusto amargo que me venía a la boca a esa hora en la que todos salían de su trabajo para volver a su casa, estar con la familia, cenar una comida de madre discutiendo temas repetidos con TV de fondo. Pero yo había dejado todo eso por decisión propia: al principio fue una puntada en el estómago, después meses de insomnio hasta que pude irme a un habitáculo mínimo en la calle Salta, prestado por otro amigo separado.
Dos chicas que hacían dedo me mostraban un cartel que decía La Carlota. Las saludé y me sonrieron pero no paré. Quería llegar lo más temprano posible. Amy seguía diciéndole a un pobre tipo que no era buena. Una mujer que de verdad no lo fuera no lo diría. Sí que es buena. Sin importarle si eras buena. Fuiste buena y consecuente.
Ella había sido una mujer buena. No lo pude saber a tiempo, lo sabía ahora, cuando ya no era útil para nada. Cuántos otoños tienen que pasar para que vivamos juntos? -me preguntaba cuando hablábamos por teléfono, en medio de un mal chiste mío o cuando le contaba qué iba a cenar esa noche, casi siempre una sopa instantánea o un lomita del bar de la esquina. Yo me reía y no decía nada. No sabía. Yo quería que fuera ese otoño pero no decía nada. No se podía. Su hijo, mi hija, mi ex, su ex. No se podía. Ella callaba y se quedaba mirando un botón del saco, o un punto de la pared desnuda. Hasta que yo cambiaba de tema.
En la entrada del pueblo había un cartel despintado que decía bienvenidos. El banco debía estar en la avenida principal. El bar de Coco. Mimitos ropa de bebés. Nenucha boutique. Elda Moro estilista. Al fin, el cajero. Estacioné sin dificultades. Eso era lo bueno de los pueblos. Una mujer con una bolsa con verduras me dijo buen día. Eso era lo malo de los pueblos. Buen día, dije y me metí en el cubículo húmedo.
Le había mentido. Le había dicho que no podía hacer transferencia ni giro porque el banco tenía problemas con mi cuenta, que era una cuestión informática que nunca habían podido solucionar. Que entonces iba a llevarle efectivo. Ella me había creído o había hecho como que me había creído.
Había pasado tres años desde su traslado. Yo seguía sin entenderlo. No sabía por qué no le había pedido que se quedara, que de todos modos nos íbamos a arreglar con la plata, que alquilaríamos algo más grande para vivir con los chicos. No sabía por qué, pero me había faltado fuerzas.
La había visto una vez en la terraza del apart al que íbamos con el Ruso. Me había llamado la atención sus manos, eran como distintas del resto del cuerpo, más infantiles. Parecía mucho más joven que yo, pero no me importó. La miré con descaro hasta que se fue. Tres días después la crucé en el puesto de José y le dije que no comprara ese diario oficialista. Por eso lo compro, me dijo y a las dos horas estábamos cambiando horarios y teléfonos.
Después vinieron las tardes furtivas en mi departamento, ya me había mudado a Oroño. Nos exprimíamos palabras obscenas, besos, lo que fuera hasta el momento que pudiéramos, en el que ella se iba en taxi, despeinada, oliendo a mí y enojada por cualquier cosa para poder sobrellevar una despedida digna sin lágrimas ni escenas adolescentes. Adolescentes, decía mi hija.
Busqué la agenda en la guantera. M. María. Pasaje Parque 432. Dónde sería ese pasaje parque.
Al principio era así. No importaba nada, contábamos el tiempo que faltaba para el taxi entre medialunas del día anterior y mi café lavado. Después empezaron los hoy no puedo. Yo tenía los cursos en el Poli, ella las horas extras. Las reuniones del colegio de Martín. Las clases de patín de Sole. Un día me dijo que estábamos dejándonos atravesar por los acontecimientos. Le contesté que no creía que pudiera hacerse nada.
Después empezó a flotar entre nosotros una cosa rara, como si faltara la fe. Después del sexo se vestía de espaldas y en silencio, me daba un beso breve y se iba, sin medialunas viejas, sin dejar que la acompañara hasta el taxi. Yo no hacía nada porque me faltaban fuerzas. No podría haber soportado otro fracaso, y ella pasaba mucho tiempo con su amigo de la oficina, demasiado tiempo para ser sólo amigos. Y su ex que iba todos los jueves para charlar asuntos de Martín.
Después vino el traslado. Al principio me escribía todos los días, después cada vez menos. Hasta que no escribió más. Sólo supe de ella cuando llamó y me dijo lo de la operación de Martín. Le ofrecí todo lo que tenía en la cuenta, no lo dudé. Ella lloraba y no dijo sí, no dijo nada. Mañana te llamo yo, le dije.
Un gordo con una bufanda azul me miró como si fuéramos conocidos. Detuve el auto y bajé la ventanilla. Pregunté dónde era pasaje parque. Va bien, son seis cuadras más, dijo el gordo salivando la bufanda.
Yo no le había contestado una sola carta. No podía. No sabía por qué, pero no había podido. Estaba toda la semana con los mismos zapatos y tenía que ocuparme de eso. Eran unos gomicuer color suela, pasados de moda. Había que comprar otro par, elegirlos, dar con ellos. Cuando pude resolver lo de los zapatos había pasado tres meses y ella ya no escribía más. No tenía sentido.
Estacioné sin respetar el sentido de la calle. Cerré el auto sin alarma. 432. Era una puerta verde, dos ventanas con rejas. Toqué el timbre. Atendió Martín, ahora tenía una barba incipiente, tres o cuatro pelos que intentaban ser una barba. Buscás a mi mamá, ya la llamo, me dijo.
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2 comentarios:
querida Amanda: qué cambio!!! besos, vero.
sí, pero es un rato nomás, no voy a quedarme acá, es un traje muy oscuro para mí y ya hay mucho y bueno de esto. Vuelvo a las amapolas forever, no lo dudo. Un gran abrazo, te extraño pero no ando por los mails. No me olvido del vino, hablo en verso sin esfuerzo. Amanda.
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