Eso sí: rescato que para irte hayas sido tan prolija, meticulosa diría. Lo que escribiste (no sé si es correcto llamarlo carta, parece más bien un inventario, o un balance, aunque tal vez poco técnico) no deja espacio para una mínima duda. Por mi parte, no te preocupes: estoy bien. Reconozco que los primeros días no fueron fáciles: me llevaba puesto como podía. Tenía los zapatos mojados. Mojados de vos.
Pronto encontré un paliativo: dos días antes había comprado patas de rana. Fue sencillo. Elegí las de color petróleo. A la noche, cuando llegaba a casa después del hospital, las usaba en lugar de los zapatos. Incluso si salía para comprar cigarrillos o migrales me las dejaba puestas. No tenía sentido quitármelas para trámites tan breves. Además el tipo del kiosco ya se había acostumbrado. La primera noche me miró los pies y durante unos segundos se quedó inmóvil. Después me miró como esperando alguna explicación. Como no dije nada, me preguntó lo de siempre y le contesté lo mismo: rubios. Desde esa noche voy con las patas de rana y él no volvió a mirarlas, ni a imponerme agobiantes pausas que yo deba llenar con alguna justificación pertinente.
Ultimamente paso gran parte del día en el hospital, lo que contribuye a mi recuperación; no tengo tiempo para pensar y, cuando puedo hacerlo, me preocupo demasiado por las patas de rana. Ya están un poco gastadas. Es que no son aptas para el asfalto.
Sabés muy bien que pienso que en realidad es al revés: lo extraño a la condición natural de las cosas es, en tal caso, el asfalto. Pero no voy a volver a ese tema. Te concedo la duda. En cuanto a eso no nos guardemos rencor: son diferencias normales.
Casi tanto como ir a comprar cigarrillos con las patas de rana.
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