Desde su talud tempestuoso mira pasar los cardúmenes por entre los que se filtran paños de luz de color listerine.
Nunca nadie conoció sus lágrimas, caireles perdidos en la inmensidad del océano. Nadie sabe sus antiguos amantes, su repulsa silenciosa al tridente que trona y deglute.
Fue amada por tres dioses, dos oscuros y uno despiadado. Los tres amaron su silencio definitivo.
Ahora duerme y sueña que duerme y en su pelo duermen escolopendras muertas.
A veces vienen a verla algunos hipocampos con hambruna variable; de vez en cuando científicos, oceanógrafos o no. Ella les sonríe, les cuenta cosas inventadas, datos inexactos. A los hipocampos les recuerda la suerte de no ser sea monkeys.
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