Calio entró en la casa sin golpear la puerta, como lo hubiera hecho antes.
La vio de espaldas, en el piano, sumergida en una pavana.
Se acercó al perchero, tocó uno a uno los pliegues del abrigo como si eso fuera lo único en el mundo.
La música subía por la escalera, ocupaba todas las habitaciones.
Fue hasta el piano. Filtró tres notas buscando la superficie de las teclas. Descubrió que ese contacto aniquilaba durante unos segundos el agobio que le imponía la imposibilidad de tocarla, de recorrer distraídamente, con apenas un dedo, el camino saurio de su espalda.
Inspiró. La habitación olía como en los veranos de antes.
Calculó el pulso. Se rindió sin prisa a la circularidad del sonido.
Estaba uno junto al otro, en el ascenso y descenso unánime de un andante, como si lo hubieran hecho muchas otras veces.
Sonó la última nota. Se miraron en silencio.
El le dijo que había vuelto a buscarla.
Ella le miró los zapatos. Desde un lugar incalculable dijo que ya lo sabía.
Se abrió una grieta en la que habrían cabido todas las edades del tiempo.
Lo besó levemente y subió la escalera.
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