No tenía ganas de nada. No escuchaba discos, no leía, no hablaba con mis amigos. En mi trabajo sólo esperaba el mediodía.
Iba a una plaza, me sentaba en un banco sucio, lleno de direcciones de correo electrónico impresas con borrador líquido. Iba a ese mismo banco y comía, para no omitir el almuerzo, una barra de cereal o una hamburguesa.
No tenía ganas de ver a mis amigos. Era el resultado de un silogismo inexorable: si lo de Berta y Manuel había cambiado, con el tiempo los cuatro íbamos a cambiar, todo iba a cambiar y por lo tanto los iba a perder; si los iba a perder no tenía sentido verlos.
Volvía y volvía a la infidelidad de Manuel. Me preguntaba si todas las relaciones terminarían así o había otra posibilidad. Y qué del matrimonio, ese contrato de fidelidad que se adquiere en cuotas, un plan de ahorro previo. Uno va pagando con distintas divisas: pasión, devoción, exclusividad sexual, intimidad. Las cuotas se desindexan pero la moneda se devalúa también. Compañerismo, confianza, proyecto común. Y al final la adquisición a perpetuidad: el matrimonio. Fidelidad garantizada. Servicio oficial: los hijos.
Detestable. No quería eso para mí. Pasó una mujer que tendría mi edad con una niña que llevaba de la mano. Hablaban en un lenguaje desconocido. Eran palabras inteligibles, pero un idioma sólo de ellas. Un hijo debería ser una cosa muy suave, muy otra. No un rehén de los medios de control social.
Berta no había querido tener hijos.
En cuanto a Manuel no podía saberse. El se plegaba a esa decisión de Berta como a todas las demás. Por mi parte, siempre había pensado que lo de Manuel era devoción. Ahora suponía que era simple comodidad.
El universo había cambiado en un derrumbe silencioso o una implosión. Las cosas en las que creía habían desaparecido. Era inexplicable cómo Manuel, con quien no había tenido ninguna empatía ni afinidades profundas, había provocado ese efecto.
La certeza de que somos un recorte de materia orgánica entre millones de otros situados en un punto ínfimo del universo: esa noción cósmica me sumía en un estado del que no podía salir sino yendo a nadar. Nadando una hora o hasta que el cuerpo no podía más.
Algo había muerto y era una parte de mí. Había leído que se muere un poco con cada muerte cercana. Lo que no sabía es que uno muere también con la infidelidad de los otros.
Había muerto un poco y el mundo seguía tan triste y tan hermoso como siempre. Eso hacía más inabarcable el dolor. Me hería la perfección de la belleza del carro de las hamburguesas, su pertenencia irrefutable a ese trozo de vida de la que formaba parte la mía.
Pedí una hamburguesa con queso solo y mayonesa. El vendedor me sonrió.
-Cuánto es?
-Son cinco, belleza –dijo.
Yo no era más que un trasto inerte del mediodía pero para su vitalidad casi ofensiva era una belleza. Quería devolver el gesto, no podía seguir así, la humanidad no tenía la culpa de su ontológica condición de infiel.
-Son muy buenas, yo nunca como hamburguesas pero estas son buenas de verdad- le dije para ser agradable.
-Yo tampoco como hamburguesas–me confió en voz baja- Churrasco, mar del plata, bife ancho. Soy fiel a la carne-.
Fiel a la carne. Una de las frases más lindas que había oído. Fiel a la carne. Era como el título de una novela muy barata, exudante de sexo explícito con esas tres equis juntas.
Tuve ganas de leer algo así, pero no sabía a qué autor recurrir. Corín Tellado me parecía adecuado.
Caminé unas cuadras hasta que encontré una librería de usados. Fui al estante más sórdido y busqué tres ejemplares. Quería atiborrarme de corintellado, aprender al fin que el amor era un breve paréntesis de esa cosa folletinesca y después una sustancia desconocida y adulterada; quería aprenderlo para nunca olvidarlo, evitarme el plan de ahorro previo, los auxilios filiales y todo el séquito que sabía me esperaba por la sola circunstancia de tener treinta años.
No llegué a terminar el primer capítulo de mi nuevo manual de filosofía tellado. En la mitad recordé que mis plantas se estaban muriendo por falta de atención. Mejor comprar una revista de jardinería y dedicarme a la reconstrucción de mi jardín modesto. Agua, la necesaria. No más porque se ahogaban. No menos porque se secaban.
El amor es como una plantita, decía mi compañera de trabajo. La arrogancia de creer que como si uno riega todos los días, suministra el agua necesaria, oxigena la tierra, compra macetas decoradas y transplanta, así cuida al amado, lo alimenta de agua y oxígeno, de materia vital, obtendrá su dosis vegetal correlativa, satisfecha y vistosa para el jardín exclusivo.
En el banco frente al mío se sentaron una chica y un chico de unos veinte años. Se tocaban la cara, se hablaban a tres centímetros. Estaban en otro lugar, fuera del mundo. No les hacía falta nada, ni riego, ni humus, ni inoculantes. La definición de mi compañera hacía agua. Entonces supe que era así, siempre jugar a la batalla naval. Siempre perder a la batalla naval.
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