sábado, 19 de julio de 2008

CUARTO CRECIENTE

No extrañaba a Manuel. Era otra cosa. Como una secuencia fotográfica, en medio de mi trabajo, o en la pausa del café, aparecían ante mí las imágenes de los días de mi dicha con él: mi primera clase de buceo, las excursiones debajo del agua; el viaje a Mykonos, las calles minúsculas y sin cuadrícula, Manuel diciéndole a un nativo en un plato de trigo comen tres tigres, -para despistarlo y que el tipo no nos persiguiera para vendernos pinturas horribles-; bucear en el Egeo. La discusión con el dueño de la inmobiliaria, nuestra victoria; la pintura del departamento, los dos sucios, llenos de polvillo y látex barato, mal vestidos, besándonos en el intervalo que nos tomábamos para comer un sándwich y después seguir para que todo estuviera listo en dos días, el tiempo máximo que podíamos resistir antes de mudarnos. Los llamados por teléfono, a cada hora, con cualquier excusa.
Exhumaba los restos de mi pasado con un desgano difuso, un exorcismo que se articulaba más allá de mi voluntad con las vértebras de lo que habíamos atravesado juntos. Tenía una clara percepción de ese proceso. Me sabía un objeto, un material maleable por el impulso vital extrínseco e irrecusable del olvido. Como el deseo, como el agua, el desamor tenía su curso que me era ajeno e inmune. No dejaba de ser un alivio esa noción tan exacta. Eso me proporcionaba oxígeno para trasuntar las horas del día. No era feliz, no lo era más que antes. Pero sentía algo limpio y silencioso que iba corriendo dentro de mí llevándose los materiales tóxicos que habíamos aglutinado él y yo los últimos años. Es cuestión de tiempo, me decían mis compañeros de trabajo. Yo sabía que era verdad: que la herida cauterizaría por el mero decurso de las fases de la luna. Pero también sabía que el tiempo no me regresaría ese material de mí –órgano extremado de sí en la futilidad de la pasión- que me había permitido constituirme con otro. Porque una parte de mí no era sino a partir de Manuel. Entonces sabía que no iba a reconstituir mi vida de pareja con otro y no podía evitar un desaliento imbatible, un lugar que tenía ya identificado y hasta le había puesto un nombre: el cráter de mí.
Había que sumergirse y esperar, pensar en que en la tierra tal vez hubiera cuarto creciente.

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