No me engañaba en cuanto a Calio. Sabía que me esperaban unos días de ausencia, o todos los venideros. No importaba si eran unos o todos.
Esa ciénaga duró unos días, hasta que pude ver que no había certidumbre posible, que lo único real era ese dolor que había que asir, dejar de hacerlo no era una opción disponible. Mis días con él habían sido una droga. Agua de lluvia. Un predio ficcional y lluvioso, esperado, sabido. Pero como toda droga, tenía el poder de proporcionar una visión del mundo completamente falaz.
Bellísima y falaz.
Entonces habíamos merodeado, nos habíamos olisqueado y presentido, querido y no querido, evitando todo el tiempo vadear la pérdida. Y ahora la pérdida estaba ahí, maciza, corpórea, y paradójicamente no sobrevenida del encuentro de los cuerpos sino de los extraños designios del agua. El regreso a Chile, a una mujer desconocida.
(...) Tenía claro que la pasión era una sustancia, no más que eso. Suministrada por otro, un detonador de endorfinas accionado con agua, con saliva, con palabras, con elemento dérmico, un campo de amapolas particular y exclusivo de dos, único de dos e irreversible.
Pero también en tanto propulsor de un mecanismo químico, reemplazable por una píldora habitual adquirible en comercios del rubro.
El Prozac es un intento de suplir el vacío, en el mismo plano que la máquina de Morel. Llenamos el universo de hologramas, nos bombardeamos sustancias químicas porque lo que no hay es el Otro, esa alteridad viscosa y necesaria que, excepto en intervalos mínimos, siempre va a faltar. (...)
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