El domingo fui a nadar temprano como no lo hacía desde tiempo atrás. No hubo premeditación: Calio me llamó inexplicablemente a las ocho de la mañana para contarme su nueva afición por el origami, o algo similar, no sé muy bien qué fue lo que dijo porque todavía no estaba despierta. Pero me alegré de escucharlo. Últimamente él salía con Juan, Berta salía con Juan, todos salían con Juan, excepto Anka y yo, que seguíamos lobotomizadas, ella por el amor y yo por no soportar el mundo.
Me despertó para eso.
Pero no me enojé.
Desayuné mientras hacía las palabras cruzadas de un diario viejo. Decidí que iría a nadar.
Trece vertical: “Desviación de un barco o un avión que se apartan de su dirección por efecto de las corrientes marinas o aéreas”. Seis letras. Fácil. D-E-R-I-V-A. De un barco o un avión. Y por casa bien gracias. Así son de negadores los que hacen crucigramas, pensé. Veinte horizontal: calma profunda. Ocho letras. Ni idea.
Deriva. Una definición huera, diría Calio. Busqué el diccionario que tenía desde los ocho años. Amaba ese diccionario. “Deriva: Mar. Abatimiento o desvío de la nave de su rumbo por efecto de la marejada, la corriente o el viento”. Ah. Abatimiento. Sin embargo es una palabra tan linda. No tendría el mal gusto de llamar a Anka y preguntarle que hay en deriva, ella estaría en los brazos de Morfeo que para el caso era su jefe de edición, el hechicero cruel que nos la había tomado prestada como si fuera una peli de Jarmusch.
En el club había demasiado movimiento para esa hora. Nadé cuarenta minutos y me duché.
Fui hasta el bar. Estaba Waterboy leyendo el diario. Me vio y levantó la mano.
Me senté con él: había terminado Tokio Blues y no tenía nada para leer, no había llevado música y no quería estar sola. Aunque todo era una excusa, porque en realidad estudiar a Waterboy me daba material para una vivisección de especímenes que hacía en mi trabajo a la una menos cuarto, antes de marcar la salida. Pero además lo que tenía de huero lo tenía también de bueno, era una masa resinosa de bondad. También pensábamos que no era bueno por elección sino porque sus escasas luces no le proveían la sagacidad necesaria para el ejercicio serio de la maldad.
Pedí té negro y medialunas. Me dijo que estaba linda, lo dijo sin histeria ni dobleces. Supe que me había perdonado el episodio del puerto. Quise compensarlo y empecé a contarle cosas que le parecieran interesantes en un tono que lo incluía, como si formara parte de nosotros, los excéntricos o inexplicables. Consciente de mis aires de superioridad, le hablé de lo que podía gustarle.
Mi soberbia intelectual. Calio me había puesto Narcisa y era así. Nunca me había dolido porque los dos sabíamos que en realidad yo no me juzgaba superior a Waterboy o los baywatchs del club, sino que era cierto punzón venenoso que me daba ante los que son capaces de abordar el mundo como si no fuera un trance engorroso y desenfocado, los que son manteles a cuadros y redondos y alegres. Los que hacen deporte. Los que crían hijos sin preguntarse todo el tiempo cómo protegerlos de la gran máquina. Los que cuentan con pocos y sencillos saberes que les permiten ser felices a su modo sin que la parodia del consumo los torture, ni los obnubile que se les queme la tortilla por fuera. Los que consumen agua potable sin perjuicio aparente. Los “es así”.
Los envidiaba secretamente y mi venganza era ser Narcisa. Algo como: está bien, sufro; Pero nadie podría hacer nada por mí porque nadie puede entenderlo, se trata de algo inasequible para el registro vital medio. Existía un esclarecido, uno solo. Cómo es que yo era Narcisa y el espejo con mi imagen pero siempre lo necesitaba a él, era algo que tal vez sabría Waterboy pero yo ignoraba.
Le pregunté si salía con alguien. Me dijo que ahora no, que había terminado con la última hacía dos meses porque la había visto con el profesor.
-Con el profesor de qué? –pregunté.
-El de natación.
Se me aceleró el pulso y me temblaban las manos. El té estaba mudo como ya sabiendo algo.
-Cómo que el de natación? Manuel? Vos te referís a Manuel? – mi corazón galopaba y pedía que no que no que no fuera.
-Ahá –dijo mientras levantaba el brazo llamando al mozo – Un día vine a nadar quince minutos antes. Estaban solos en la pileta y así fue. Yo no le dije nada. Ella me vio. Nunca más hablamos, ni nos saludamos, ni nada. Es así.
-Pero Manuel sabe que...?
-Obvio que sabe. Hace como que no pasó nada. Pero estaban ahí, yo los vi. No lo inventé.
-Pero hablaban, o se tocaban, no sé... qué estaban haciendo? –pregunté esperando que Waterboy fuera un loco que sólo por verlos a los dos en la pileta se le ocurriera que estaban haciendo algo prohibido. Esperaba que Waterboy estuviera loco como si fuera lo único en el mundo.
Pero me miró y supe que no lo estaba. Que en todo caso la que no podía ver la realidad era yo. Siempre lo mismo: los demás decían “es así” y yo no podía aceptarlo.
Nos quedamos en silencio un rato. Yo pensaba en Berta y él quién sabe en qué. El té me daba una náusea que no se iba.
No podía hablar. No podía enojarme. No podía nada.
Waterboy debe haberse aburrido porque hizo algunas preguntas que contesté con monosílabos. Finalmente pagó y me dijo que no me preocupara, que es así.
Tenía razón. Indudablemente es así. Pero él ahora iba a hacer deporte. Mientras que yo tenía que hacer de mí un lugar habitable.
Volví a casa y llamé a Calio. No pude hablar de lo que me había dicho Waterboy.
-Calma profunda. Ocho letras –le dije.
-Calmazo –contestó.
-Dejalo así, gracias –dije y corté.
Fui a buscar mi diccionario amado. Después completé la veinte horizontal y empecé a pensar que tal vez lo que decía Waterboy era verdad.
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