sábado, 25 de agosto de 2007

POSTULACION EXTEMPORANEA

Estimada curial de la contraria:
Respetuosamente
digo
que amo el distrito venoso de su cuerpo.
Es posible que haya precluído
la instancia respectiva.
Pero dejo constancia
por las dudas.
Insértese. Hágase saber.

CONTIENDA

Le dijo gorda puta y le encantó.
Le contestó prosaico. Ofendido se retiró de la sala.

DIETA REVOLUCIONARIA

"En este país lo que queda de revolucionario son las dietas". Amanda.

Leo en la cosmo esta semana
Sé que empiezo esa dieta esta semana
cinco quilos menos en diez días
Sé que puedo seguirla a rajatabla.
Con mi lanza espinaca
Y la trinchera de apio y sopa hipocalórica
Subo al podio de la figura que cabe en el talle único
Voy con ventaja tengo
Un tanque espárrago
(sin crema)
y sigue prisionero
mi chocolate milka
que he suplido
hasta algún armisticio
por barras de cereal
sin coco por supuesto.

CITA CON MUJER ANARANJADA

Abre el verano vaporosa
Me dice cosas sin importancia
Cada tanto el mozo viene
Con su estopa limpia la mesa y lleva
Algunas palabras que ella deja allí
Yo lo veo hacer
No digo nada
Rescataré lo que pueda del tacho de basura
Imposto mi hombría detrás del daiquiri
Ella ríe
Y eso hace que no cuente
El riesgo de que un municipal se las lleve
Y las compacten con tarros y teléfonos viejos.
Ahora estoy ahí y ella tal vez
Ve un bogart en lugar del letrado gabardino
Sólo porque puedo mantenerme en silencio.
Pero los espectros no tienen
espalda.
Entonces en mi último
sorbo
de lejos
su citrus.

lunes, 13 de agosto de 2007

UNA PESTAÑA ROJA

Hubo una vez un predio donde viven
las canciones de cuna.

El rasgo múltiple
la herida
el portazo
nuestros zapatos duermen
uno junto al otro.

Hubo una vez uvas tintas
y un reloj de avenida.

Amor
no pido mucho
(y de esto tal vez pensarás lo contrario)
¿podrías darme una pestaña roja
que encontraras
por ahí
en tu cenicero?

jueves, 9 de agosto de 2007

EL OFICIO

Tenue rimaba
uno a uno
los hilos de ella.

domingo, 5 de agosto de 2007

EL CAZADOR

Narcisa estaba de viaje. Se había ido sin despedirse, no me había llamado. Supe que no estaba porque me lo había dicho Berta.
Como un río invernal había dejado un cauce ancho con un hilo mínimo de agua. Volvería, como el río, con la primavera.
Hacía mucho frío y no tenía más cigarrillos. Salí a comprar, indignado por no poder cambiar de marca. Menos todavía podía dejar de fumar.
Mi malhumor aumentaba, las caminatas eran totalmente previsibles, algunos caminantes ya me saludaban porque los veía todos los días. Seguía resistiéndome a las clases de tenis, iba algunas veces a la cancha, pero miraba un partido diez minutos y me aburría mortalmente.
Iba con más frecuencia a lo de Anka: era reconfortante estar ahí el oasis de las películas. Después otra vez el desierto que yo era últimamente.
No extrañaba a Narcisa. Solamente extrañaba hablar con ella. Es decir que no la extrañaba a ella sino a esa parte de mí que compartía con ella.
No era asombroso que la extrañara porque nadie podía decir como ella. Ni siquiera Anka.
El oficio de Anka era ver, mirar. Sorbía, bebía todo, bebía las palabras en copas finas de merlot. Pero no podía decir. Escribir sí. Vomitaba los artículos para el periódico. Edificaba con gran habilidad las columnas, esas que dejaba puntualmente a cambio de un pago deficiente y tardío.
Una vez hablamos de esa afición y ella me dijo que si no tradujera las imágenes de las películas en palabras no podría vivir, se ahogaría; la acumulación de las palabras terminaría formando bodoques de cemento y eso terminaría asfixiándola. Literalmente las vomitaba entonces.
Le pregunté por qué no escribía sobre las imágenes del mundo. Entonces me dijo que eso era demasiado doloroso. Hubo un silencio. Después dijo que a veces lo hacía. Interpretó mi mirada reclamante porque enseguida dijo que no mostraría lo que escribía, ni siquiera a mí. Fin. Anka era así.
Pero lo de Narcisa era otra cosa. Ella decía y al decir inventaba el mundo. Aparecía nítida la belleza, unas veces con gracia, otras con dolor. Nunca en la mitad del río. Siempre en los extremos, en las orillas. Y uno podía estar en su orilla o en la otra según sus designios.
Hacía una semana que no sabía nada de ella, desde que se había ido. No había escrito ni llamado. La noche anterior yo había soñado que estábamos uno en cada orilla de un río y caía una nevisca impiadosa. Narcisa estaba en una silla de funicular, me tendía los brazos y lloraba como una niña y me decía “perdí los pulpitos de hule”. Yo iba con un medio mundo a rescatarle pulpitos de colores, pulpos fugados de una historieta infantil, tan infantil como ella. Ella veía los pulpos que saltaban en la nieve y reía.
Pero se había ido, no había escrito ni llamado. Y yo estaba sin una ocupación concreta y me habría gustado dedicar el tiempo a las congojas fútiles de mi amiga y que para ella eran terribles. Como perder unos pulpos de poliester.
Cuando el tipo del kiosco me dio los cigarrillos me quedé mirándolos sin poder reaccionar porque fue ahí que pensé que la información del sueño podía estar distorsionada y en realidad no eran pulpitos sino púlpitos. Porque a veces me hablaba de púlpitos lluviosos y yo sabía de qué hablaba cuando decía eso.
Me producía un dolor en el estómago pensar qué haría ella sin su púlpito lluvioso y yo tan lejos, sin mejor ocupación que unas clases de tenis.
El tipo del kiosco seguía con los cigarrillos en la mano extendida en el aire, mirándome sin sorpresa, seguro acostumbrado a mis procedimientos de adquisición de cigarrillos que variaban en un elenco siempre inédito de acciones poco prácticas para vendedores de cualquier cosa. Me sonrió, habría pasado segundos, o minutos. Me hice cargo de los cigarrillos y pagué.
Me tapé la mitad de la cara con la bufanda. La lana me hacía cosquillas en la nariz.
Una mujer y una niña de unos cinco años pasaron ateridas; iban de la mano. Podía escuchar lo que decían.
-Mamá, ¿por qué acá no nieva?
-Porque no lo pagamos, hija.
La niña quedó conforme con la explicación, porque no se las oyó decir nada más. Algunas mujeres son únicas. Otras no.
La ola polar volvió a sumirme en pensamientos totalmente fuera de lugar.
Pensaba en Narcisa, en el tenue desdén de su olvido, en los días de excursión en el campo, en las veces que ella llegaba a mi casa llorando por nada y yo le decía cualquier cosa, lo que tuviera a mano para decirle en ese momento y ponía algún disco, le contaba algún dato erróneo para que ella, en su ego incurable, me corrigiera y discutiéramos tanto sobre el punto hasta que se olvidara de llorar por un día.
Pensaba todo el tiempo, era una máquina obstinada y ciega.
Debía ser algo así como síndrome de abstinencia.