lunes, 16 de junio de 2008

LA CENA

-Qué pasa? -dijo el Pipu cuando Kolonisky atendió.
-Todo bien, se quedan un rato más? Tengo que convencer a Emilia porque me olvidé que nos juntábamos hoy y le dije que la iba a llevar al cine.
-Eh, viejo, a vos siempre te terminan manejando la vida las minas, se fue la bruja y ahora no podés con tu hija? Dale, dejate de joder y vení que ya pedimos las pizzas. Decile que está Malena y que tiene las zapatillas con rueditas.
-A vos te parece fácil, pero cuando uno le dice algo que contenga la palabra "shopping" o "cine" o "macdonalds" lo graba en el bronce, es terrible. Bueno, aguantenme que en media hora estoy allá. La saco de la ducha y salgo. No empiencen sin mí, eh?
Kolonisky tocó el timbre de la casa de Fernando. Había alquilado una casa en la calle Pueyrredón, con Silvia, su nueva pareja, en la que vivían con los dos hijos del primer matrimonio de ella y, algunos días, cuando su ex no estaba en sus crisis habituales de soledad o tenía un curso o que ir al cine, con los dos suyos, Teo y Malena.
-Tienen un perrito? -preguntó Emilia.
-Creo que no -dijo Kolonisky rozando por un segundo la pequeña mano enguantada de su hija.
Kolonisky sentía culpa. Culpa de todo. Desde que había separado sentía más culpa. Su psicoanalista (ya había decidido que este año iba a dejar, ya hacía cinco que iba en esta segunda etapa, con lo que llevaba gastado ya podía haberse comprado el gomón) le había dicho que era frecuente, que era una etapa, pero a él la culpa le crecía más y más, veía a su ex para dejarle a Emilia, con el bolso con ropa y era como la luna para la marea de su culpa que subía y subía hasta ahogarlo, se tenía que ir. Ella le ofrecía unos mates que él aceptaba, escuchando las cosas de casi siempre, que todavía no les habían puesto el cable, que depositara antes del cinco porque el cinco vencía el alquiler, que no dejara que Emilia anduviera descalza, que hacía mucho frío y esa congestión no le paraba nunca.
-Eeey! adelante! -dijo Fernando mientras le despeinaba el pelo mojado a Emilia.
-Saludá, Emi, no seas así.
-Dejala, estoy acostumbrado, debe ser la barba.
Emilia miró a Fernando como si lo exiliara definitivamente del elenco de esa noche. Al final del pasillo se vio la cara de Malena asomarse y volver a ocultarse.
-Pasá, Emi, los chicos están en la habitación mirando los dibu. A vos te gusta el Cartoon?
Emilia no contestó, se quitó el abrigo y se fue a la habitación de Malena.
En el comedor estaban el Pipu, el Pela, Fernando y el Mono. El Pipu no tenía novia ni se había casado nunca y se parecía cada vez a una mamushka. El Pela había llevado a Juani y a Lucía, que estaba enorme y lindísima. Se había separado hacía dos años y ahora estaba de novio con una médica pediatra que tenía hijos grandes. El Mono era el único que seguía casado, tenía tres chicos de cinco, siete y nueve y el hastío les brotaba de todos los poros y en todas las frases a él y a Laura, su mujer desde el colegio secundario; no se separaría nunca, no sería capaz. Tal vez hace bien, pensaba Kolonsky a veces, cuando veía una peli de Wes Anderson solo, cuando Emilia se dormía y sólo era asistido por el home theater que ella no se había llevado porque con su teoría anti consumo, por despecho, por purismo o porque se quería ir a la mierda de una vez por todas, no se había llevado casi nada. El le había dicho que se llevara lo que quisiera, entonces ella no se había llevado nada, apenas los discos, los libros. Si le hubiera dicho hija de puta, no te llevás nada, seguro ella hubiera querido el lavavajillas, el DVD, todo. Así era, así se había enamorado hacía quince años, de sus excesos y su aspecto desenfocado, así se había hartado de ella, de esas mismas desmesuras. No sabía si la extrañaba, no sabía si quería verla. Lo único que sabía era que esa casa era demasiado grande y había olor a humedad. Tenés que ventilar todos los días, le había dicho ella con el desapego de una inspectora departamental, de un notificador de multas.
Fernando trajo las pizzas que se habían enfriado. Las cortó sin sacarlas de la caja. El Pipu llamó a los chicos. Comían con las manos, sin que nadie les hubiera dicho que se las lavaran. Primera delicia masculina. Frodo entró ladrando y Emilia le tiró un pedazo de pizza al piso, que el perro devoró en tres segundos.
-No le des, Emi, él ya comió -dijo Fernando, cada vez menos simpático para Emilia.
-Este hijo de puta se tiene que retirar -dijo el Pipu refiriéndose al DT que aparecía en la pantalla de la tele diciendo las mismas cosas que decía desde hacía diez años.
-Y que querés, a quién le van a dar ese fierro caliente?- dijo el Mono mientras le pasaba el rolisec al de cinco.
-Yo agarraría si me pagan eso -dijo Fernando.
-Me parece que ahora van a dar los goles, tenés que ver, unos pelotudos, por qué no se van y dejan a los pendejos que tienen más ganas y no están tan intoxicados de guita.
-La verdad.
El de siete del Mono tiró la coca al piso y Fernando dijo no pasó nada, limpialo con el roli.
-No les da, viejo, no les da -dijo el Pipu- Ché, terminenla con la coca, y metanle que ahora empieza Pucca.
-No seas guacho, tené un poco de paciencia, ya te va a tocar -dijo el Mono mientras limpiaba el piso.
Los chicos y Frodo se fueron a la habitación. Fernando se llevó los restos de pizza y los guardó en la heladera. A Kolonsky le dio otra vez esa cosa en el estómago. Debía ser que la cerveza estaba demasiado fría.

domingo, 8 de junio de 2008

UNOS GOMICUER COLOR SUELA

-Llená el tanque -dije al tipo de la estación de servicio mientras ponía en su palma grasienta las llaves. Fui hasta el baño. En el espejo me encontré poco presentable. A ella le gustaba así, desprolijo. Eso decía antes. Pero tal vez había cambiado.
Eran las diez menos cuarto y faltaban sesenta kilómetros. Pagué con la tarjeta de débito y el tipo me pidió el documento. La foto era un espectro sepia. Me miró.
-Firme aquí -dijo.
Apagué el aire acondicionado porque me daba dolor de cabeza. No aguantaba más la radio. Puse el disco de Amy Winehouse. Recordé a mi hija. Ella se reía de mi afición por 'esas músicas para adolescentes'. No hay edad para eso, hija, contestaba yo. Y ella decía entonces que estaba bien, que al menos era rescatable mi coherencia en ser adolescente en todo, más adolescente que ella. Creo que le gustaba mi obstinada inmadurez: que a los sesenta años escuchara esa música, leyera Artaud y Ezra Pound, anduviera por los bares a la tarde hablando con desconocidos. O sabía que eran los únicos antídotos con que contaba para apaciguar el gusto amargo que me venía a la boca a esa hora en la que todos salían de su trabajo para volver a su casa, estar con la familia, cenar una comida de madre discutiendo temas repetidos con TV de fondo. Pero yo había dejado todo eso por decisión propia: al principio fue una puntada en el estómago, después meses de insomnio hasta que pude irme a un habitáculo mínimo en la calle Salta, prestado por otro amigo separado.
Dos chicas que hacían dedo me mostraban un cartel que decía La Carlota. Las saludé y me sonrieron pero no paré. Quería llegar lo más temprano posible. Amy seguía diciéndole a un pobre tipo que no era buena. Una mujer que de verdad no lo fuera no lo diría. Sí que es buena. Sin importarle si eras buena. Fuiste buena y consecuente.
Ella había sido una mujer buena. No lo pude saber a tiempo, lo sabía ahora, cuando ya no era útil para nada. Cuántos otoños tienen que pasar para que vivamos juntos? -me preguntaba cuando hablábamos por teléfono, en medio de un mal chiste mío o cuando le contaba qué iba a cenar esa noche, casi siempre una sopa instantánea o un lomita del bar de la esquina. Yo me reía y no decía nada. No sabía. Yo quería que fuera ese otoño pero no decía nada. No se podía. Su hijo, mi hija, mi ex, su ex. No se podía. Ella callaba y se quedaba mirando un botón del saco, o un punto de la pared desnuda. Hasta que yo cambiaba de tema.
En la entrada del pueblo había un cartel despintado que decía bienvenidos. El banco debía estar en la avenida principal. El bar de Coco. Mimitos ropa de bebés. Nenucha boutique. Elda Moro estilista. Al fin, el cajero. Estacioné sin dificultades. Eso era lo bueno de los pueblos. Una mujer con una bolsa con verduras me dijo buen día. Eso era lo malo de los pueblos. Buen día, dije y me metí en el cubículo húmedo.
Le había mentido. Le había dicho que no podía hacer transferencia ni giro porque el banco tenía problemas con mi cuenta, que era una cuestión informática que nunca habían podido solucionar. Que entonces iba a llevarle efectivo. Ella me había creído o había hecho como que me había creído.
Había pasado tres años desde su traslado. Yo seguía sin entenderlo. No sabía por qué no le había pedido que se quedara, que de todos modos nos íbamos a arreglar con la plata, que alquilaríamos algo más grande para vivir con los chicos. No sabía por qué, pero me había faltado fuerzas.
La había visto una vez en la terraza del apart al que íbamos con el Ruso. Me había llamado la atención sus manos, eran como distintas del resto del cuerpo, más infantiles. Parecía mucho más joven que yo, pero no me importó. La miré con descaro hasta que se fue. Tres días después la crucé en el puesto de José y le dije que no comprara ese diario oficialista. Por eso lo compro, me dijo y a las dos horas estábamos cambiando horarios y teléfonos.
Después vinieron las tardes furtivas en mi departamento, ya me había mudado a Oroño. Nos exprimíamos palabras obscenas, besos, lo que fuera hasta el momento que pudiéramos, en el que ella se iba en taxi, despeinada, oliendo a mí y enojada por cualquier cosa para poder sobrellevar una despedida digna sin lágrimas ni escenas adolescentes. Adolescentes, decía mi hija.
Busqué la agenda en la guantera. M. María. Pasaje Parque 432. Dónde sería ese pasaje parque.
Al principio era así. No importaba nada, contábamos el tiempo que faltaba para el taxi entre medialunas del día anterior y mi café lavado. Después empezaron los hoy no puedo. Yo tenía los cursos en el Poli, ella las horas extras. Las reuniones del colegio de Martín. Las clases de patín de Sole. Un día me dijo que estábamos dejándonos atravesar por los acontecimientos. Le contesté que no creía que pudiera hacerse nada.
Después empezó a flotar entre nosotros una cosa rara, como si faltara la fe. Después del sexo se vestía de espaldas y en silencio, me daba un beso breve y se iba, sin medialunas viejas, sin dejar que la acompañara hasta el taxi. Yo no hacía nada porque me faltaban fuerzas. No podría haber soportado otro fracaso, y ella pasaba mucho tiempo con su amigo de la oficina, demasiado tiempo para ser sólo amigos. Y su ex que iba todos los jueves para charlar asuntos de Martín.
Después vino el traslado. Al principio me escribía todos los días, después cada vez menos. Hasta que no escribió más. Sólo supe de ella cuando llamó y me dijo lo de la operación de Martín. Le ofrecí todo lo que tenía en la cuenta, no lo dudé. Ella lloraba y no dijo sí, no dijo nada. Mañana te llamo yo, le dije.
Un gordo con una bufanda azul me miró como si fuéramos conocidos. Detuve el auto y bajé la ventanilla. Pregunté dónde era pasaje parque. Va bien, son seis cuadras más, dijo el gordo salivando la bufanda.
Yo no le había contestado una sola carta. No podía. No sabía por qué, pero no había podido. Estaba toda la semana con los mismos zapatos y tenía que ocuparme de eso. Eran unos gomicuer color suela, pasados de moda. Había que comprar otro par, elegirlos, dar con ellos. Cuando pude resolver lo de los zapatos había pasado tres meses y ella ya no escribía más. No tenía sentido.
Estacioné sin respetar el sentido de la calle. Cerré el auto sin alarma. 432. Era una puerta verde, dos ventanas con rejas. Toqué el timbre. Atendió Martín, ahora tenía una barba incipiente, tres o cuatro pelos que intentaban ser una barba. Buscás a mi mamá, ya la llamo, me dijo.