lunes, 30 de abril de 2007

ESCENA EN UN CENTRO COMERCIAL

a emma

llueve una madre en un supermercado
atestado de urracas y cabezas de perro
la ve colgada le dice cuidado tantas veces cuidado
y ella no cuida nada
no hay columpio
hay un cartel donde un órgano fiscal indica
no se vaya sin su factura
y ella
sus ojos nachinos manos breves feliz saltasaltasalta
me lee una frase
me regala lo mejor de ese día
madre llueve llueve la pena de no tenerla cerca
todo el tiempo porque las preocupaciones
es verdad la ternura tiene ojos de niño
es verdad dijo el comandante hay que ser fuerte
sin perder la ternura, dijo eso o algo así
unos chicos de quince, un teatro, el comandante
vivo y con frenos en los dientes
ahora vas a saber muchas cosas del mundo, le dije
no es necesario que alguien elija tus libros
los descubrís vos sola, dije empañada toda
íbamos por una galería llena de zapatos
mi mano cuenco húmedo
húmeda yo la madreselva
hija mía ojos del color del mar

viernes, 27 de abril de 2007

LOS EXCURSIONISTAS IV- VESTIDOS BLANCOS

En el campo hay una extrema luz y todo vive. Una alfombra verde cardos sílabas caballo. La casera baila en puntas de pie y todo el tiempo olor a pan. Ríe. Calio lleva unos huesos. Es así con él, es tan medusa a veces cuando quiere cuando está de buen humor y su risa es de llaves.
Tomaré lo que pueda y escribiré hoy la puta nota, diré que el director está caduco, que mejor cuando no filmaba por encargo de los jerarcas de hollywood. Diré eso y otras cosas. Que no paguen. Que hagan lo que quieran. Pero nadie puede negar que Scorsese era el de antes.
El pollo al vino es delicioso, sobre todo me encanta coq au vin, saltan esas tres, no es igual que cocován mucho menos que pollo al vino.
Increíble la casera. Cuenta historias, me cuenta de cunas y de niños arropados. Pero no duele no. Las dice de una manera, salta sobre sus tacos de palabra en palabra, sabe titiquear sobre esos zapatos que no están.
El día es largo en el campo y uno puede pasear en una volanta color petróleo cuando quiere. Vivir en el campo es una atribución que me daría con gusto, sí. Lejos las nubes rojas.
Narcisa parece de nuevo ella. Berta sonríe al fin. Calio duerme callado duerme.
Hay un cerezo, creo. El caballo no sabemos. Hay paz de agua, de océano final.
La hierba parece tener un olor también. Deberíamos tener vestidos blancos.
Sabía que alguna vez dejaríamos de estar juntos en este desamparo de los cuatro. Y qué sería entonces sin nosotros? Nadie lo sabe, no. Por eso ahora.
La dicha de esta tarde se desboca también. La boca se desboca. Ser toda boca para él.
Berta insiste en que es un nogal. Yo dudo. No estudié botánica como hubiera debido.
La noche en el campo tiene miles de estrellas.

sábado, 21 de abril de 2007

LOS EXCURSIONISTAS III- LAS PESTAÑAS

Salí de mi trabajo muy tarde y sólo quería llegar a mi casa, sacarme el vestido y meterme en la bañera, quedarme allí todo lo que quisiera.
Puse un disco de Stan Getz.
En mi habitación me senté frente al espejo y empecé a sacarme el maquillaje, disfrutando del roce del algodón en mi cara. Era especialmente plácido sacarme las pestañas. Cuando empecé a trabajar en la perfumería me resultaba ridículo que me hicieran usar pestañas postizas. Pero después advertí una profunda sensualidad en el acto de poner o sacármelas.
En eso estaba cuando llegó Manuel, malhumorado porque había ido sólo un alumno a la clase de buceo y así, decía, las cuentas no cerraban. Ropa mojada que sacaba del bolso azul y cuentas que hacía en el aire. Esparcía antiparras, mallas, todo húmedo por todos lados. Yo seguía en el espejo con las pestañas.
Manuel seguía con las cuentas y yo veía la habitación llenarse de ecuaciones y raíces cuadradas mientras las pestañas. Enseguida pasó, como era previsible, al tema de mi carrera.
El “tema de mi carrera” consistía en una compulsa ancestral que teníamos, como tantas otras. Yo había hecho la licenciatura en ciencia política. Después de haberme graduado, había vivido dos años en Madrid, yendo acá y allá. En Valencia había hecho el instructorado de buceo en el que conocí a Manuel.
Volvimos a la Argentina, alquilamos un pequeño club abandonado que fuimos restaurando e instalamos la escuela. Al principio daba clases de buceo y de natación, como él. Yo consideraba que estábamos bien, pero Manuel quería comprar el club. Entonces dejé las clases porque él decía que era mucho dos profesores.
Empecé a trabajar en la perfumería de un centro comercial, a pesar de la opinión de Manuel que quería que siguiera buscando trabajo de lo mío. Quería que dejara la perfumería y me pusiera con la carrera. Lo decía así. Y yo no lo hacía porque esa posición de él era completamente seudo y sobre todo porque no se me daba la gana. No tenía interés en probar que podía hacerlo; no era sumisión, no me importaba la plusvalía. Disfrutaba las pestañas, los perfumes, las charlas vacías con las señoras clientes. Punto.
Como otras veces, discutimos. Yo no tenía ganas de eso en mitad de las pestañas.
Lo dejé hablando solo, sin pantalones. Estaba bien así, él nunca los llevaría.
Llamé a Calio para hablar de nada y me dijo que se iba al campo a trabajar en la tesis. Le dije que iba con él. Armé la valija y le avisé a Manuel que al día siguiente me iba.
El sábado me levanté a las siete, dejé una nota y salí. En el trayecto llamé a Narcisa y le conté.
A pesar de la resistencia opuesta por Calio, fuimos los cuatro.
Llegamos y nos recibió una casera muy simpática. Me recordaba a alguien, pero no sabía a quién.
Almorzamos coq au vin que preparé y estaba riquísimo, todo con un pinot noir que había llevado Narcisa.
A la tarde dimos un paseo en una volanta. Fue un poco accidentado, porque a Calio se le desbocó el caballo, pero nos tiramos del carro y nos moríamos de risa. Calio se durmió y Narcisa y yo nos reconciliamos por fin. A la vuelta vimos un nogal, pero Anka decía que era un cerezo.
A la noche Calio se dedicó a la tesis porque había perdido todo el día y Narcisa le hizo compañía. Anka se durmió enseguida. Yo no tenía sueño.
Pensaba en lo que había dicho Manuel la noche anterior. En la habitación había un espejo corroído por el tiempo y la humedad. Había llevado algunos vestidos y las pestañas, y en ese momento entendí por qué.
Me senté frente al espejo. Delante de mí dispuse los maquillajes y las pestañas.
Primero base, fina, casi imperceptible. Después, sombra ámbar, como Esther. Rimmel en las cejas. Había unos pliegues que no había notado.
Manuel decía que tenía que ponerme con mi carrera porque todo tenía un tiempo. Lentísimo, en una suspensión del tiempo, yo me ponía las pestañas. Una a una. Entonces me vi. No estaba vieja, pero los pliegues seguían ahí. Todo tenía un tiempo y yo no tenía registro del tiempo, había dicho Manuel.
Ahora veía las arrugas de mis párpados y pensaba que Manuel tenía razón: yo no tenía registro del tiempo. Mi cuerpo sí lo tenía, era obvio.
No era fácil saberlo. Me saqué las pestañas. Con crema de almendras retiré el maquillaje. Esa que estaba ahí ahora no era yo. Yo era la otra, la de las pestañas.

viernes, 20 de abril de 2007

LOS EXCURSIONISTAS I- HELIOS

Encontré al director de mi tesis y conseguí una prórroga de una semana para entregar el proyecto en la facultad. Me dijeron que era la última.
Sabía que era imposible, no llegaba porque además tenía que vivir. La única posibilidad era la reclusión en algún lugar lejos de todo. El campo sería un buen lugar.
Busqué en la red y encontré una finca a unos cien kilómetros. Cerré el trato. Partiría al día siguiente. Estaba preparando un equipaje perentorio cuando llamó Berta. Enterada de la excursión quiso acompañarme. Había discutido con Manuel. Acepté de mala gana con la condición de que no me molestara, porque tenía que trabajar. Prometió no hacerlo.
Al día siguiente apareció con una valija y la noticia de que Narcisa y Anka se habían enterado –lo dijo así, en impersonal, como si ella no tuviera nada que ver- y querían ir. Insistí con que tenía que trabajar. No había terminado de decirlo cuando en la puerta aparecieron Anka, Narcisa y dos valijas más. Me resigné: sabía que si era una, eran las tres.
Dos horas más tarde estábamos en el campo.
Nos recibió la casera, una mujer que era una Tina Turner rural, se le parecía mucho y caminaba de la misma manera entre los fardos y las gallinas. Era una casa húmeda, demasiado oscura, con habitaciones amplias y una cocina enorme. Pero había algo muy agradable en el aire y olía a pan horneándose. Por una ventana que daba al oeste se podía ver el fin de la tarde.
Las mujeres se organizaron en una habitación y yo quise una para mí solo. Instalé mi notebook, algunos libros y la valija. Dejé a mano los discos.
Quería terminar las notas que había dejado inconclusas la noche anterior. Escribí un par de horas hasta que un olor conocido llenó la habitación.
Fui hasta la cocina. Berta preparaba su especialidad, que ella llamaba coq au vin y para mí era sólo pollo con vino. Las tres estaban de buen humor, Tina iba y venía caminando sin sus tacos aguja pero como si los tuviera y me acodé sobre el mantel de hule, mirándolas a las cuatro, en compañía de mi vaso de vino.
Almorzamos los cinco, el pollo estaba como nunca antes y pensé que tenía que seguir trabajando. Pero Tina nos ofreció un paseo en la volanta.
Berta preguntó qué era la volanta. Narcisa no esperó la respuesta, quiso ir. Anka, la única que sabía qué cosa era, me pidió que condujera. Para mí no dejaba de ser un orgullo que alguna de las tres por fin reconociera mi habilidad masculina. Entonces acepté.
Mi desempeño era digno. Hasta que en un momento Berta gritó que miráramos algo, yo quise mirar y olvidé la firmeza con que debía mantener las riendas. El caballo se enojó o algo así y empezó a galopar, mientras yo trataba de retomar el control voceando como Helios en su carro dorado. Escuchaba las risas de las tres y grité que se tiraran, esperando que no lo hicieran. Lo hicieron. No me quedó otra posibilidad que tirarme, un poco espantado pero asumiendo mi condición de varón.
Quedamos los cuatro sobre la tierra húmeda, de cara al cielo. La luz de la tarde me recordó el lago en que navegaban Alicia y Carroll.
Me despertó Narcisa. Caminamos hasta que encontramos nuestro medio de transporte pastando como si nada. Volvimos a la casa y Tina nos preguntó si estábamos bien.
Volví a mi habitación para trabajar y lo conseguí finalmente. Más tarde Berta me avisó que iban a cenar, pero no tenía hambre, había perdido demasiado tiempo y le dije que no me esperaran.
Estaban en la cocina pero no las oía. Puse un disco de Madre Deus para no distraerme y seguí.
Tenía sueño. Narcisa se asomó y preguntó si necesitaba algo. Le pedí café.
Volvió con café y un libro de Chesterton. Se quedó leyendo mientras yo trabajaba.
El sueño me vencía y Narcisa seguía trayendo café, asistiéndome como una madre, empecinada en que siguiera trabajando toda la noche. Yo no podía más, quería dormir un rato. En algún momento debo haberme dormido y soñado, o tal vez imaginaba, a Narcisa sacándome los hilitos. Eso era lo que hacía mi madre cuando era un niño y no tenía sueño: me acariciaba la espalda y después me arrancaba hilos imaginarios, con una paciencia que sólo ella, hasta que me dormía.
Pero ella seguía leyendo y yo la miraba. Daba la vida porque ella me sacara los hilos uno a uno, mientras yo mirara las estrellas en el recuadro de la ventana, como si fuera lo único que había que hacer esa noche.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien, a mi pedido, había repetido lo de los hilos. Quería pedírselo a Narcisa.
Me disuadí a pesar de las estrellas. No era adecuado pedírselo. No porque no lo hiciera, sin duda lo haría por mí. Pero estaba seguro de que después de eso pediría a cambio alguna cosa que yo no podría cumplir. No sabía qué podía ser, cualquier cosa del mundo, desmesurada, o irrisoria, pero seguro algo completamente fuera de mis posibilidades. La conocía bien. No le pediría lo de los hilos.
Pensé en Berta o en Anka. Pero inmediatamente dejé de lado esa idea. Berta no lo haría, me increparía con alguna arenga de género, me acusaría de pretender el servilismo femenino, etcétera, además había discutido con Manuel, lo que colaboraba con su trinchera de fémina despechada.
Anka tampoco. Quedaría mirándome en silencio, haría un gesto de los de ella, como un Clark Gable en aquellas películas, fumando hasta que yo le hablara de otra cosa.
Narcisa levantó la cabeza del libro y me sonrió. A mí o a Chesterton. Le dije que iba a dormir un rato. Hizo un gesto con la mano hacia la cama y siguió leyendo. Su habilitación fue a disgusto, lo sabía. Pero me acosté, haciendo como que dormía y esperando, absurdamente, como si lo de los hilos fuera a suceder mágicamente, sin haberle dicho nada y por ende sin tener que hacer nada a cambio.
A los diez minutos salió de la habitación, llevándose el libro.
Me dormí sin hilos, recordé la cara de mi madre en el cielo sin diamantes, con algunas de esas estrellas que estaban ahí.

domingo, 15 de abril de 2007

LOS EXCURSIONISTAS II - LA RESPIRACION

El sábado me despertó el teléfono a las siete de la mañana. Berta me invitaba a ir al campo, nosotras y Calio. Pregunté si podía invitar a Anka y me dijo que por supuesto. Acepté, sin demasiadas expectativas. El último tiempo estaba como desenfocada y me parecía que hasta Calio estaba distinto.
Seleccioné unos vinos, libros, algo de ropa. Partimos en el auto de Calio.
En el viaje pensé en las ausencias, en todas mis ausencias, una a una. Lo perdido. Me preguntaba qué iba a perder todavía. Me corregía: qué es lo que se pierde. La respuesta es sencilla: lo que se tiene. La pregunta, tal vez, es cuándo. Nunca se pierde a tiempo. Se pierde con impiedad, inoportunamente. Se pierde exactamente lo que se ama. De alguna manera estaba ahí porque a ellos los perdería alguna vez y quería tenerlos cerca, aun cuando estábamos un poco raros y a veces era tedioso.
Pero llegamos y el día era apacible, me gustó la casa y sobre todo la casera que nos fue a recibir, como si nos conociera de antes.
Al mediodía Berta me dijo por fin la receta del coq au vin mientras lo preparaba. Yo no lo haría como ella, pero lo iba a intentar.
Por la tarde fuimos a dar un paseo en una especie de carro tirado por un caballo, que la casera llamaba la volanta. A mí me parecía un nombre presuntuoso.
Calio se puso a conducirlo, al lado iba Berta. Atrás, Anka y yo. La casera nos dijo que tuviéramos cuidado pero Calio la tranquilizó exteriorizando una solvencia que sabíamos no tenía.
Se ató unos hilos de yute en las muñecas y en los extremos unos huesos que encontró por ahí, hacía unas invocaciones en un idioma propio, a los gritos, ante la casera que parecía muy divertida con el cuadro. Anka y yo nos aferramos al asiento y Calio estaba hermoso con el pelo al viento. Yo no entendía que decía, pero en un momento dijo que nos tiráramos. No entendía nada y me tiré del carro. Berta y Anka se tiraron también. Después Calio.
Los escuchaba reírse.
Me llené de cardos y me dolía un poco el brazo. Estábamos los cuatro tendidos en el suelo.
Quedamos ahí en silencio. Calio dormía.
Apoyé la cabeza en su pecho. El inspiraba y espiraba. Me abandoné a esa marea cálida y por fin tuve un alivio, una isla silenciosa en la que me hubiera quedado la eternidad, si fuera posible ese equívoco del tiempo.
Estuve unos minutos ahí y no llovía pero era como si el agua me diera en la cara como una magdalena lenta y asombrosa y lavara las heridas de los últimos días, se llevara la lágrima que empezaba a correr ahí, y que sequé instantáneamente porque no quería que lo supieran.
La mano tibia de Berta se apoyó en la mía. No dejaba de asombrarme por estas cosas, aunque sabía que con ellos era así.
Yo amaba de ellos tres la posibilidad del silencio. Cada uno de los tres a su hora sabía cómo no decir lo que había que callar.
Amaba de ellos eso y otras cosas, pero sobre todo sus poderíos sobre el silencio.
Lo hubiera llorado ahí todo, desde mi primera rodilla raspada en primer grado hasta los cactus secos. Inexplicablemente eso aliviaría la sed.
Pero en cambio pegué un beso apurado como una pequeña estampilla en la mano de Berta, como saldando las diferencias de los últimos días en los que la dejé sola por un tipo efímero y confuso al que se llevó el agua sin la más mínima piedad, y en los que ella hizo lo mismo refugiándose en su Manuel y en su lámpara cuando más la necesitaba, dejando en su lugar al comisionado Calio, que amablemente se avino a explicarme el principio de Arquímedes cuando yo, era evidente, me estaba hundiendo.
Anka estaba sentada fumando, mirando un punto lejano. Con ella no hacía falta ese contacto del cuerpo. Tampoco ella lo soportaría. Pero era, de los tres, la reina más absoluta en los predios del silencio; había estado conmigo a su ánkica manera, contándome la última película de clase B que tenía que comentar para el periódico, después nos quedábamos las dos calladas y ella describía el cuerpo de algunas palabras para mí sola, para que pudiera verlas en medio de mi ceguera.
Me levanté y sacudí a Calio. Apuré la partida poniéndome a conducir la volanta porque Calio no terminaba de reaccionar y las otras dos hablaban de un nogal, de si era nogal o no, y en tal caso, que especie sería. La que hablaba era, por supuesto, Berta, porque Anka sólo miraba el árbol como si de él fuera a caer una fruta, como en el cuento de Newton.

domingo, 8 de abril de 2007

ANNE

"A Anne, mi mujer, sin cuyo silencio
este libro nunca se hubiera escrito."
Philip K. Dick, El hombre en el castillo.


él cueva de sí Hermes
ella su austeridad de pinos
oscuro vestido para no distraerlo
el agua casi hierve en la pava de hierro
ella le sirve un té
uno solo eterno
en la idéntica taza
y saben a él todos los rincones de la casa oscura
(aún más oscura que el vestido de ella)
oscura óscula donde besos había
ahora palabras ruedan por el cuarto
espera la ronda de besos huida
silencio
buenas noches, herida
y le roza la frente
piensa ella mañana
mañana tal vez

viernes, 6 de abril de 2007

WATERBOY

El miércoles fui a nadar.
Berta y Narcisa no estaban.
Cuatrocientos metros y vestuario.
En una de las duchas estaba Waterboy. Lo saludé y abrí la que estaba a su izquierda.
Le pedí prestado su champú aunque había llevado el mío porque quería hablar con él. Había salido con Narcisa y básicamente tenía curiosidad por saber qué había pasado, porque ella no me había dado detalles y yo no quería preguntarle a Berta.
Waterboy devino mi única fuente, mojado e indefenso.
-Así que tres sets a Claudio –le dije.
-Ah, sí, ayer –contestó y supe que ya estaba. Seguí preguntando sin interés genuino en su variada actividad deportiva y fui bordeando periféricamente la pregunta final.
-Y con mi amiga qué?
Quedó serio.
Waterboy. Así le decía Narcisa. Para Berta, en cambio, era Barbazul, porque lo habíamos visto con la potrada más sintética del club y cada una de las potrancas había desaparecido después de haber sido vista con él. Desaparecían de la piscina, de la cancha de tenis, del bar. Berta decía que no las mataba, sino que las aburría y ellas preferían cambiar de club antes de volver a salir con él. A mí me parece que, como siempre, exageraba.
Cerró la ducha y se secó.
-Está loca, me parece –dijo mirando mi reacción y yo le devolví el champú en un gesto neutro.
-No sé nada –dije, habilitándolo.
Me contó que la había invitado a salir. No explicó por qué.
Yo esperaba la justificación para esa excepción. Evidentemente Narcisa no formaba parte del elenco pulposo, no daba con el tipo de Waterboy. En una simulada complicidad masculina le pregunté qué le había visto a mi amiga. Dijo que al principio le había parecido divertida, que lo hacía reír.
Que lo hacía reír. Qué le habrá dicho satanasa a este pobre tipo en envase apolíneo.
Me dijo que habían salido; que ella había propuesto un bar que él no conocía que estaba cerca del puerto. A él eso le había parecido un programa distinto y le pareció bien. Yo tenía la sensación de que ella era el espécimen que faltaba en su insectario, que en realidad a Waterboy le daba lo mismo todas, o cualquiera, y que, aunque Narcisa no era del muestrario baywatch y decía cosas un tanto extrañas, era del club al fin y al cabo.
Siguió diciendo que en el bar ella tomaba y tomaba, y empezó conque quería sentirse sucia. El no entendía a qué se refería con eso de sentirse sucia, pero le pareció algo auspicioso para esa noche. Pero que no lo fue, porque en algún momento en que él volvió del baño la vio en una mesa con tres tipos enormes, ella totalmente borracha tirándose encima de cada uno, los tipos con sus manazas por todos lados.
Me explicó que él no era celoso en absoluto, menos de ella que era bastante desconocida, pero que le parecía que estaba en juego su seguridad y que debía sacarla del bar. El no había tomado mucho, pero los tipos estaban borrachos también y eran muy grandes. Que al fin fue a buscarla a la mesa, los tipos no se opusieron, lo miraron con ojos de borrego desvahído y ella se dejó agarrar del brazo hasta la salida del bar.
Reconoció que no había sido amable con ella, pero que quería llevarla hasta su casa y no pudo, porque ella paró el primer taxi que pasó, no le dijo ni chau y se fue.
-No parecía tan puta tu amiga.
Ah, mi buen Waterboy, no podrías entender a la dama negra. Yo no iba a explicarte nada, era inútil. Además no valía la pena, no te interesaba en lo más mínimo. Y hacías bien porque esa uva, Waterboy, jamás sería tuya. Es verdad que no era de nadie. Pero tuya jamás jamás.
Salí del vestuario y llovía. No podía dejar de pensar en Narcisa subiendo al taxi, en Narcisa sola en el taxi mientras el taxista la miraba desde el espejo pensando ay ay ay, sola al filo de la noche sola y yo en qué lugar que no estaba para un rescate ínfimo, explicarle una vez más que es así y que para todos es igual, que no tenía sentido volver a eso, que en algún momento llovería y mientras tanto había que hacer lo que se pudiera con el agua potable.

martes, 3 de abril de 2007

NUEVAS CARTAS (arrimadas por Amanda en sobre de hule con flores violetas)

* Malibú recibió insular y quedó perpleja
Arenque,
algún altercado me produce tu extraño insular, porque me he esguinzado tanto este tiempo que no encuentro la manera de sopesar la ventaja. Entonces esos cráteres no eran casuales?
Malibú.

*Reproche entre ex cónyuges separados de hecho

Aristo,
Ha visto?
Esteca.

*Los cumpas

Jorge:
Te pido que me envíes por encomienda el pack de señas, de lo contrario sigo último en el truco.
Costa.

lunes, 2 de abril de 2007

BLAS

Llegó con una valija de plástico y dijo hola, soy el Capitán Nemo. Quería jugar a la batalla naval y había traído diez o doce grillas con los submarinos predispuestos y de dos clases: azules y amarillos. Me asignó, en una ceremonia mínima y silenciosa, los amarillos.
Empezamos a jugar y lo dejé hacer. Mis submarinos sucumbían con velocidad pasmosa: el capitán era memorioso. Todos lo fuimos a los seis años.
Pero por algo éramos compañeros de juego y yo el menos adulto de los dos; empecé a adulterar mi grilla estudiada de antemano.
Agua. Agua. Agua.
El agua subía y Blas no entendía en qué había fallado.
-No se vale –dijo por fin.
-Por qué no se vale?
-Hay un error.
-Qué error, Capitán?
Claro que no podía explicarlo. Dijo que yo había hecho trampa. Le dije que la trampa sí se vale.
Blas era un caballero, su estatura no lo impedía. No había matado siete de un solo golpe, pero era un caballero y por lo tanto aceptó el ius variandi.
Como siempre, decretó el final del juego cuando se le antojó y guardó sin preaviso sus papeles en la valija que tenía un superhéroe desconocido para mí.
¿En qué momento los superhéroes empezaron a ser desconocidos para mí? Asumí que uno se transforma en un adulto con el primer superhéroe que no conoce. Con eso, también en un adúltero.
Recordé el adulterio de las grillas y quise reconciliarme con Blas, porque era Blas y porque así podría obtener información sobre superhéroes, ganar unas partidas al tiempo, burlar unas pocas de sus maniobras preclusivas.
Pensé en el día en que lo había conocido. Eran las nueve de la mañana y apareció en mi puerta, sus cuatro años todos de la mano de su madre, mi nueva vecina que me pedía si podía dejarlo por media hora, que un trámite urgente y que no podía llevarlo. Blas me miraba con sus enormes ojos azules como si nunca fuera a aceptar mi tediosa compañía, pero a los diez minutos estaba contándome secretos de la vida de los dinosaurios, cosas que yo por supuesto ignoraba. Después venía solo, sin su madre, entraba y tocaba mi vieja consola y decía may day may day, así durante un rato.
Una vez le dije que tenía los ojos del color del mar y me contestó que ya lo sabía, que su mamá le había dicho que. Eso le decía y Blas quería saber qué había en el mar. Entonces se tapaba con una mano alternativamente uno y otro ojo y yo tenía que contarle lo que había esos minimundos acuáticos. En ese hay buscadores de perlas. Ahora pasa un cardumen naranja. Ahí hay ostras que hablan todo el tiempo. Dos buzos amigables. Hipocampos.
El podía estar todo un día con ese juego, pero a mí se me terminaba la población marina en cinco minutos, y él iba a torturar a mis estatuas africanas, que al parecer eran malditas y tenían la voz de una Juliette Lewis mal doblada.
Pero ahora el capitán había crecido, estaba para asuntos más importantes y habíamos abandonado ese juego, con gran alivio para mí porque ya no sabía de dónde sacar pobladores del agua.
Tenía que inventar algo o se iba ofendido. Traje un ajedrez. Blas aprendería las reglas del juego de los adúlteros en ese imperio bicolor.
Yo ubicaba las piezas una a una ante sus ojos más grandes que nunca. Dentro de ellos, una multitud de peces se asomaban a la cuadrícula con asombro explicable: es una guerra que sucede en tierra firme.
Entendió las reglas rápidamente. En eso no nos parecíamos: yo jamás había terminado de entender las reglas del juego de la guerra, ni de las bravas ni de las dulces guerras. Salía de ellas menoscabado y confuso, debía usar patas de rana. En fin, era un completo inepto, porque en la guerra había que saber adulterar y yo no podía hacerlo, por principio tal vez pero básicamente por mi esencial torpeza para saber cuándo patas de rana y cuándo zapatos. Terminaba chamuscado, tumbado en mi trinchera, esperando el rescate de algún comando que llegaba siempre tarde.
Obnubilado por el alfil que podía cruzar todo el campo de una vez o probablemente por su sombrero cónico, Blas desplegaba su estrategia sencilla y efectiva.
Le conté que un peón podía alguna vez ser una dama. Me dijo que ya lo sabía, que Alicia había cruzado todo el país del espejo para convertirse al fin en una dama.
Estaba clarísimo: Blas ganaba siempre las partidas de todo.
Entonces, para no ser menos, en dos jugadas le cedí mi dama, mi dama negra, erguida y digna como las verdaderas damas.
Cuando pensé en esto recordé que tenía que llamar a Narcisa.