martes, 27 de marzo de 2007

HABITACIONES VACIAS

Hoy fui egoísta y pringosa y claroscura. Por qué decía esas cosas no lo sabía. Pero en la manera en la que todos me miraban podía ver que era así, no podía evitarlo y por lo demás para qué evitar qué si igual la lluvia tenía razones que nos eran ajenas, no había qué hacer, ni qué paraguas ni piloto ni botas de plástico amarillo.
Sé de eso. Sed de eso tal vez. Siempre a destiempo.
Tuve tres tajos hoy. Y ni siquiera estabas, durazno azul del tiempo.
Los ejemplares constan en su sitio.
Pero además, fijate, todos duermen. Todos sino yo.
Y llueve tanto. Algunos dejan su casa, disponen pertenencias en bolsitas de supermercado.
Mientras tanto veo sólo agua en las alcantarillas.
Algunos dejan su casa y sus racimos. Pero mi único problema es que se mojan mis zapatos. Sigo: soleros, munafos, anoto todo y vos un no ahí un nunca no siendo.
Hace falta tanto para dos dados, un acertijo y después nada otra vez todo y así sucesivamente, tanto hace falta?
Digo esto porque no encuentro otra posibilidad.
Y no quiero hablar de cuestiones concretas, sombra mía. Para eso tengo certeros señores y hago un esfuerzo.
Pero hoy llueve tanto y tres heridas sabidas de antemano -y digo tres por decir un número y pensar así herida mensurable en algo- y que las urracas se han ido a dormir cómo cierro las puertas si pienso tanto en que hay habitaciones vacías a las que no entraremos jamás.

domingo, 25 de marzo de 2007

EL CUMPLEAÑOS DE BLAS

Llegué a mi casa después de un día sofocante. El director de tesis seguía sin aparecer y quedaban sólo tres días para el de la fecha en que tenía que presentar el proyecto.
En el piso, cerca de la puerta, había una tarjeta en la que se invitaba a Juan al cumpleaños de Blas.
Recordé que Blas no me conocía por mi nom de guerre sino por el de mi pasaporte. Había elegido eso porque para un niño de seis años Juan es más digerible que Calio. También lo era para sus padres que parecían sumamente flanders.
Fui hasta la juguetería que tenía un cartel con un pez rojo enorme: se llamaba El Gran Pez. Supuse que el hombre que me atendió era amante de Burton y no me molestó pedirle un submarino. El lo encontró inmediatamente y yo confirmé mi sospecha, porque no me dio uno verde militar, no los había de ese color. Me dio uno amarillo.
El regalo esperó unos días sobre mi heladera escuálida hasta que me llevó uno cualquiera hasta el 5 C, donde vivía Blas.
Abrió la puerta su padre y nos sonrió, a mí y a mi submarino. Entré.
Expliqué a Blas lo mejor que pude, es decir, en lenguaje naval, que tenía que estar en alta mar para esa fecha.
No quise que supiera que, por amigos que fuéramos, y lo éramos, no estaba dispuesto a pasar tres horas en uno de esos espacios cerrados que los adultos urden para que los niños aúllen, transpiren y devoren dulces, mientras insípidos animadores interpretan los hits infantiles, compuestos por tontos que suponen que los niños, dado su corta estatura, son también tontos. No, no estaba dispuesto. No lo haría siquiera por Blas, mi compañero de batalla naval. Más fuerte que un avión. Blas, héroe de mis noches náuticas entre tanta mujer yéndose al limbo acuático o terrestre por lo que sea, donde sea. Todas se iban alguna vez. Hasta Anka algún día se iría también, se perdería en su Wonderland privado tan tortuoso y tan dulce para ella.
Blas no dijo nada. Sólo gracias, qué buen submarino. El padre miraba al submarino como con ganas de tener uno. Me ofreció algo para tomar y acepté.
Entonces estábamos mi vecino y yo tomando cerveza, que acepté sólo por cortesía porque en realidad no me gustaba, tal vez la espuma. Me molestaba la cerveza.
Blas jugaba con el submarino como si fuera una vaca, lo miraba fijamente como si tuviera ojos, a cinco centímetros, y mugía a lo que sería la cara de la vaca-submarino.
La madre de Blas trajo aceitunas.
En la biblioteca había películas. Pude ver que al padre, tal vez a la madre, probablemente a los dos, les gustaba Wes Anderson. Una vez más me detesté por prejuicioso, me sentí un rambo intelectualoso, desubicado y lleno de prejuicios. No importó. Ya conocía esa sensación.
-Le gustó el tiburón jaguar? –dije sabiendo la respuesta.
El padre sonrió.
-Sigo esperando al tiburón jaguar –dijo.
Empezamos a nadar.
La cerveza me gustaba un poco más. Y Blas escupía carozos a dos metros del cenicero, sin conseguir que llegaran hasta ese sitio. Cada carozo iba a dar al piso y Blas gritaba “agua”. La madre traía más aceitunas sin preocuparse por los carozos.
Pensé que los flanders no lo eran tanto y que tal vez la vida familiar guardaba secretos desconocidos por mí.
De Anderson llegamos hasta Fesser. No sé cómo fue la excursión, pero era agradable estar ahí, con la luz de la lámpara, los carozos, Blas y el submarino olvidado en un sofá.
Tenía que volver a mi casa, llamar al director. Como no quería una familia, tampoco quería teléfono celular. Todo era lo mismo: se exhibía en catálogos, se adquiría para consumo.
Debía empezar a tener esas cosas? Todo el mundo tenía una familia, cumpleaños infantiles, teléfonos celulares, zapatos de diseño. Yo, nada de eso, me obstinaba en las patas de rana, en la batalla naval con Blas, en mis amigas intocables.
Debía concordar con Manuel, con Waterboy, con mi vecino y con los zapatos? Dejaría así de doler todo en esos momentos en que todo dolía?
Acordé con Blas una partida para el día siguiente. Le dije que mi incursión marina iba a ser efímera.
En esa promesa a mi amigo buscaba prometérmelo también a mí: que iba a nadar sólo durante un tiempo más. Después tal vez dejaría que mis submarinos vuelvan al mar y anclaría un tiempo, viviría tranquilo con zapatos.
Viviría tranquilo con zapatos. Esa era otra promesa, pero no era posible. Era más factible pensar que algún día encontraría al tiburón jaguar.

jueves, 22 de marzo de 2007

COCOON

Fui a nadar tempranísimo, segura de que a esa hora no encontraría a Berta. Los últimos días ella había estado irritable y distante. Prefería ir sola durante un tiempo.
El verano había pasado. Había que nadar en la piscina cubierta; entonces, cuando nadaba espalda, en lugar del cielo, veía el techo gris.
Me desvestí en el vestuario increíblemente limpio.
Sentada al lado del agua calcé las antiparras. Presionaban mis párpados de tal manera que supuse que eso cambiaría mi visión del mundo. Tal vez no me faltaba razón.
El agua estaba algo turbia y demasiado tibia; al final, en lugar de las tes límpidas del verano, unas cruces negras en la pared descascarada.
Extrañé el abrazo frío del agua de la otra piscina, su impacto breve en la piel, el reposo confortable unos segundos, deslizar los brazos hacia delante, unirlos en una ofrenda a un dios pagano en aquel frío, estirarlos como unas flechas amables, las piernas acompañando el movimiento, la cabeza sumergida una y otra vez, la visión alternativa de ambos mundos. La certeza de querer permanecer en el de agua.
Me preguntaba si era tanta la diferencia entre una y otra piscina o si, por lo contrario, lo que había cambiado era mi percepción. Los cuerpos de los nadadores eran distintos también. Cuerpos mal colocados en el movimiento, cuerpos más viejos. Una señora al lado de la escalera haciendo una especie de bicicleta acuática. Las piernas de las mujeres envejecen de una manera indigna.
En ese momento apareció Waterboy. ¿Qué hacía a esa hora?
Eligió el andarivel que yo no quería compartir con nadie.
Después del ritual del vestuario, fui al bar del club. No había nadie.
Estaba sola en el bar desierto y era tan refrescante como el agua que extrañaba.
Abrí el diario. Una marcha de defensa de los consumidores. ¿De los consumidores de qué?
Pero todo es tan efímero. A los cinco minutos un grupo ocupó la mesa contigua a mis espaldas.
Hablaban. Hablaban todo el tiempo.
Después Waterboy, solo en otra mesa.
Los de la mesa de atrás seguían hablando. No los veía. Sí a Waterboy, que me miraba pidiendo auxilio mientras los decibeles subían.
Desde su mesa me preguntó si había visto unas antiparras verdes.
Era un tipo ubicado, al fin y al cabo, y había tanto ruido que no dudé en mudarme a su mesa.
Entonces pude ver a los ululantes: eran seis personas, todos sexagenarios. Todos con el pelo mojado y vestidos con batas. Batas rayadas, batas lisas. Batas.
Miré a Waterboy esperando la confirmación de que era real y no se trataba de un efecto colateral de la ingestión de sulfato de cobre. Me devolvió el gesto y supe que eran seis viejos en bata. Delicioso.
Entonces uno puede estar en un páramo, solo, en el lugar de sí más solo, pero cuando sale al mundo, éste, agradecido y cortés como un profesor jirafales, retribuye con lo mejor de sí: belleza en estado puro. Película en vivo. Hoy presentamos: Cocoon.
Dije a Waterboy: -“Cocoon”- y no pudo contenerse.
Los cocoones hablaban del calentamiento global y yo pensaba que era el mejor concilio de extraterrestres que había visto. Estaba acostumbrada a las malas películas en las que los interplanetarios eran de gelatina verde o gris plomo. Estos, en cambio, constituían la verdadera vanguardia del espacio.
No decía estas cosas porque temía que Waterboy sospechara de mi cordura. Creo que dudaba, pero yo trataba de no darle motivos.
Aparentemente los cocoones recibieron instrucciones de sus mandos naturales, residentes sin duda en alguna galaxia remota. Se levantaron todos al mismo tiempo y salieron del bar, dejando un pequeño cementerio de botellas de agua tónica.
Waterboy y yo debíamos resolver de qué hablar.
Buscó la última página del diario y preguntó: -Y vos, ¿de qué signo sos?

domingo, 18 de marzo de 2007

RAZONES ELEMENTALES

Por descuido o por despecho, los dendritores trasuntan períodos en los que sólo intercambian adustas fotos color sepia. Alumbrados por fluorescentes, ceñudos, concentrados, visten atuendos austeros. Sólo se oye un tic tac constante.
Seguros en sus zapatos, olvidan que existen razones elementales que harán que, tarde o temprano, el globo ocular de alguno desoiga las órdenes centrales y gire en la órbita respectiva. En ese punto suenan extraños instrumentos de viento, sordinas disfónicas, e improvisan ruidosos ditirambos.
Los dendritores parecen no cansarse de ese rito baladí. Tampoco tienen reparos en frases grandilocuentes.
Hasta que irrumpen los guardianes. Cada uno se encarga de un dendritor, engrillándolo con algún razonamiento sensato. Y así se despiden, cada uno con su guardián asignado, y los ojos se les derraman como relojes surrealistas o simples huevos fritos.

sábado, 17 de marzo de 2007

EL RESCATE

Me despertó el teléfono que no dejaba de sonar.
Eran las diez de la mañana y me había quedado hasta muy tarde jugando a la batalla naval con Blas, el hijo de mis vecinos. Blas tiene cinco años y últimamente es la única compañía que me resulta agradable.
Era Berta. Yo no entendía bien qué decía, y le pedí que me esperara un momento. Fui hasta el baño, me lavé la cara y volví al teléfono.
Me decía que estaba preocupada por Narcisa, que aparentemente alguna cosa sobre el tipo del umbral y entonces ahora ella estaba en esos lugares inaccesibles. Que además se sentía culpable por no haberla acompañado en su pequeña felicidad, pero que había actuado así porque le molestaba que ella no se protegiera de nada, que cayera al agua sólo porque un tipo le dijo algo acerca de un umbral. Le dolía además que no entendiera que el umbral es de uno, y aunque otro, en el mejor de los casos, supiera del umbral ajeno, no podía habitarlo con uno. Que era muy terca, etc. Y al final entendí que al tipo no lo había visto nadie, muy probablemente era todo una ficción en la que ella creía, lo que complicaba todavía más la situación. La dificultad de Narcisa de anclar en lo concreto crecía, según Berta. Y además, y además, y decía así muchos ademases para esa hora y para mi dolor de cabeza.
Le dije que no se preocupara, que la iba a rescatar.
A las seis de la tarde llamé a Narcisa.
No me pareció que estuviera tan desquiciada. Le propuse encontrarnos en el bar del puerto.
Nos vimos una hora después. Estaba con el pelo más frizado que antes, como electrizado. Cuando pidió café pude ver que estaba furiosa. Redacción. Tema: Narcisa oleaje tempestuoso. Narcisa herida, más que enojada, olas aptas para surfistas bravos.
Aunque no disfrutaba con su enojo, a mí me gustaba verla furiosa, sus movimientos eran más teatrales. Me gustaba que esté así. Me gustaba también saber que yo fuera para ella un posible rescate. Me gustaba la incertidumbre de no saber si podría serlo en realidad.
No le pedí detalles. Para mí que lo del tipo era una ficción, pero traté de jugar con que era real pero ponerlo a la altura de los demás tipos reales. Le dije que el cuerpo del tipo del umbral en el agua desplazaba una masa similar a la de Waterboy, por ejemplo. Me miró y tuve miedo de que el café caliente fuera a parar a mi cara. Debía cambiar la estrategia del rescate. Si no, sería un naufragio.
No era fácil con ella. Algunas veces, pocas, no había sido fácil para mí. Cuando la conocí, durante unos días tuve la sensación de que algunas parcelas del mundo nacían a partir de lo que ella veía y cómo me lo traducía. Pero eso pasó pronto.
Y me gustaban sus piernas. Tenía piernas delgadas, frágiles. Algunas veces había pensado, como el tipo de una pésima canción, que hubiera querido ser un pez, deslizarme en el agua por entre sus piernas, entrar en lugares vedados, ser un pez succionador, ser una cosquilla por dentro, quedarme ahí y ser su cosquilla mientras ella hablaría con despachantes de aduana. No, quedarme ahí no. Después la perdería para siempre. Mejor sería un polvo liviano.
Pero nunca le dije nada porque con ella no se podía. Ponía todo tan elevado que no era posible estar en ese lugar sin después caer estrepitosamente al concreto, caliente y con brea derretida. No saldría ileso, no.
Otra vez fue en Buzios, en la playa. Ella hablaba con Berta de no sé qué cosa, los cuatro tendidos en las lonas respectivas. Ella se protegía del sol con factor 15. Absorta en lo que Berta le decía, su mano había quedado suspendida en el aire, entre su pierna derecha y lo que yo veía como un pedazo de sombrilla, el factor 15 goteaba y resbalaba en su pierna y mi cabeza dio una pequeña excursión por propiedad privada, lugares no autorizados para visitantes.
Pero no hubo otros episodios. Y prefería perder un polvo con ella antes que perderla a ella. Tal vez alguna vez, borrachos los dos y al otro día como si nada.
Por el momento pensaba que Berta exageraba. Narcisa no estaba tan loca. Saldría a flote en unas horas, un par de días tal vez, porque, era muy vulnerable, pero también lo era a las delicias de este mundo, como ella decía. Cuando tenía agua de lluvia, tenía como una luz intensa que invadía todo. Una vez yo se lo había dicho:
-En qué andás, hija de puta, tenés una luz...
Y era sólo que había conseguido un disco de Miles Davis que había estado buscando desde hacía tiempo.
Era así.
No hacía falta rescate. Ni a mí me hacía falta probarme si yo hubiera sido o no su posibilidad de rescate. Prefería quedarme con la duda.

viernes, 16 de marzo de 2007

LA INCONSCIENTE ALEGRIA DE LOS TOMATES II (Amanda va al teatro, esta vez va sola)

Escena V: Entrevista al clasificador de tomates.
Personajes: Reportero y clasificador de tomates. El reportero de espaldas; el clasificador en tono monocorde.
R- Y dígame, ¿a qué se dedica?
C- Soy perito en técnicas de clasificación de tomates.
R- Cuántas clases de tomate conoce?
C- Tomates redondos, tomates peritas, tomatoes, verdes fritos, Hang on little tomato, Tomatito, Tomate culposo en lata derechista, ... infinidad de clases, me comprende?
R- Es una actividad remunerada?
S- Por supuesto. La gente cumple con sus impuestos.
R.- No se aburre?
S- Jamás. La gente cumple con sus impuestos.
R – Es un trabajo interesante entonces.
S – Mucho. La gente cumple con sus impuestos.
R- Además de clasificarlos, desempeña alguna otra función?
S- Obvio. Muchas otras.
R- Por ejemplo...
S- Los convenzo.
R- Los convence?
S – De su destino en la vida. No todo tomate está prendido en la mata y viene un señor pusilánime y lo mete en una lata. Hay tomates cuyo fin en esta tierra es menos previsible y es ahí donde intervengo, se da cuenta?
R- Más o menos.
S- Más o menos sí o más o menos no?
R- Más o menos no.
S – Verá: el tomate común y corriente (excepto el infrecuente caso del tomate lúcido que ha asumido su esencia ontológica) ignora por completo su naturaleza. Este fenómeno ocurre en todos los seres vivos, incluido el hombre. ¿Acaso sabe la vaca su propia vaquidad? No señor, no la sabe. Ni siquiera la sospecha. Pero allá ella, eso es harina de otro costal. Trabajo tal vez del perito clasificador de vacas. Mi misión es el tomate, interiorizarlo de su intrínseca tomatez.
R- Puede explicar en qué consiste la tomatez?
S- No es fácil si el interlocutor no es tomate. Pero le puedo decir que tiene que ver con el absurdo de la existencia del tomate. Así su función fuera integrar una salsa, una ensalada, estar relleno o aporrear malos actores, su vida es básicamente absurda.
R- Por qué?
S- Porque no puede dejar de ser tomate.
R- Nunca?
S- Sí, pero sólo con la muerte. He ahí el sentido de la existencia del tomate: se define en su misma muerte.
R- ¿Qué le gustaría ser si no fuera clasificador de tomates?
S- Claquista.

LA ORILLA DE ACA Y LA DE ALLA

¿Dejaría la ausencia ante ese piano, ante la eternidad de su sonido? Sola. Ante ese piano sola.
Sería necesario vestir de blanco, o tal vez llorar bajo el agua, dejar que el agua vaya al agua.
No te asustes, padre, no estoy obsesionada, sólo tengo agua de reserva.
¿Dejaría la ausencia de dolerme una tarde? La pregunta es otra sin embargo. La pregunta es ¿moriría hoy ante ese piano? ¿Derraparía así de sed, de sal, de abismo y cosa seca?
Me ocultaste así tus ojos húmedos. Y bien. Y qué. Los hombres no lloran, hija. Los tipos no lloran, nena. Y bien. Y qué? Lloran, sí, lloran a horas extrañas, o buscan que coincida con el fútbol. Pero los solares de los solos son iguales. No hace falta ser una fémina, una frágil fémina revestida en efes
efusiva
efectista
efectiva
efímera
efímeramente mente efímera
para llorar, llorar de cara a la indolencia del río, llorar triplicada por tres hermanas féminas llorantes.
Por eso es necesario dejarte por hoy ante ese piano, porque de este lado, aunque llueva a veces demasiado, uno puede gozar de las uvas, los peces, y hay tanta luz y perfumes todo el tiempo. Y ser tan efímera también me deja paladearlo. Hay un vino rojo, lo ves?
Entonces tu ausencia es un poco más leve, un horizonte apenas, y levitas todo el tiempo a mi lado sombra de mi sombra, hojita mía, página de mí.

jueves, 15 de marzo de 2007

LA INCONSCIENTE ALEGRIA DE LOS TOMATES

VIENTO

El hombre adolece de una mutilación ancestral
tuvo alas
hombre-hombro
desde entonces libra una frenética lucha contra el viento
Icaro supo la angustia
ahora se dedica a la piscicultura.
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INTERIN

Y otra vez esperar la inocencia
de sólo querer tomar el té y mirar el techo
porque en ese caso no hace falta
estrellas
ni observatorio.

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PECES

En una esfera acuática hay un pez
hay dos peces
hay más y más peces.
Nadie los ve.
Excepto ella.

sábado, 10 de marzo de 2007

MARTINIS

Calio miraba un video de Fesser mientras Berta y Narcisa hablaban en voz baja; iban por el tercer martini. Anka no había terminado el primero.
El departamento daba al río y las ventanas estaban abiertas.
Cuando terminó el video Calio fue hasta el estante de los discos.
Narcisa, olvidando su rol de anfitriona, ocupó el puff junto a la ventana. Estuvo quince minutos mirando el vaso, sin decir nada.
Berta la miraba hundirse en el rojo del martini, en el Let’s never stop falling in love de China Forbes y era demasiado. Todo muy demasiado y tanto, y que en medio de las tormentas me digas que me amas. Tan cursi, Narcisa y su pequeña dicha de unos días. Pero era necesario y esperable.
Tal vez lo de Berta era un levísimo rencor por ese solipsismo, los cauces fluviales y pluviales, el umbral, mientras que con Manuel todo lo contrario, ni siquiera los vestidos.
Berta en su momento más islote y ella, así, como si nada, le había dicho lo del tipo en la pileta. Pero Calio tenía razón, era justo agua de lluvia.
Por eso habían traído martinis, era una celebración de algo que no se nombraba: se notaba en el aire, en el humo de los cigarrillos.
-Es evidente que por eso es Pink Martini –dijo Calio.- ¿Puedo pasar al tema tres?
-En sus ojos habita el agua –dijo Narcisa.
Berta fue hasta la cocina. Calio le dedicó un guiño a Anka, que por primera vez era la más tratable, con Narcisa en su nirvana acuoso y Berta molesta por todo.
Después llegó Manuel, con un chardonnais frío, a punto. Narcisa lo guardó en la heladera y todos supieron que iba a quedar ahí. Manuel era un chardonnais frío entre cuatro martinis rojísimos. Aún con los avatares de la noche, con el tipo acuático sobrevolando por ahí, más presente que China y que Manuel y que todos los presentes.
Calio quería jugar a los navegantes y nadie nada.
Como siempre que no encontraba partenaire para su momento histriónico, se las arregló solo. Cuando Berta se levantó para ir al baño, poniéndosele delante, improvisó una de sus odas.
“-Eolo, oh!, Eolo,
Tú que guías nuestros ventiladores de techo y parapentes
No dejes a estos navegantes sin la guía de tu hálito
por los caminos de Poseidón
Asiste también a los nebulizadores
Y a los gallitos de veleta
A trombas, trompetas y flautines,
No olvides a los espantasuegras
Ni a los aviones a chorro
Mucho menos a los veleros que cruzan el mar.”
Berta sorteó el ímpetu del capitán y se encerró en el baño. Calio sabía que iba a ser así, era lógico, estaba Manuel. Con Anka era distinto. Siempre se podía jugar con ella, tal vez porque eso no les representaba ningún riesgo. Eran un equipo, una hermandad asexuada, él la trataba con la misma delicadeza que a su hipocampo de cristal de murano. Tenían eso, habían conseguido asilo cada uno en el otro, sin histeria, sin impostura, se sabían frágiles y no lo olvidaban. Una fórmula sencilla para ellos.
-Es tuyo?-preguntó Manuel.
-No, es de Lewis Carroll – inventó el capitán.
-Ah, con razón. No me gusta Cabrol.
Anka pensó que, aún yerro mediante, era un verdadero acontecimiento que Manuel evocara a Chabrol. De Carroll ni hablar.
-Sí, Cabrol –jugó Calio, muy cerca del límite de Manuel- Tiene unos textos muy buenos sobre cabras, patas de cabra y cosas así.
Anka pensó en abracadabra y Calio no paraba, ignorando completamente a Berta que lo miraba fijamente y le sacaba el vaso para que no siguiera con el quinto martini.
-Tiene un ensayo sobre metafísica en el que empieza diciendo que estaba en una reunión de mujeres y una de ellas tenía en los brazos un bebé que se obstinaba en arquear la espalda, corcoveando a pesar de los esfuerzos de su madre. La madre explicó que el niño padecía la pata de cabra, que no es el miembro o extremidad de un mamífero caprino, ni el enunciado que presagia algún acontecimiento mágico, sino algo metafísico.
Era demasiado. Manuel dijo que se iba. Berta saludó y él no.
Narcisa estaba dormida en el puff y no había más cigarrillos.
Anka y Calio acordaron que no era tan descabellada la teoría de Cabrol, que había cosas peores, escritas como gemas filosóficas por tipos de carne y hueso. Decían todo eso mientras limpiaban los ceniceros y lavaban los vasos. Cuando todo quedó en su lugar, dejaron una nota en la puerta y salieron.

viernes, 9 de marzo de 2007

EL REGOCIJO ETERNO

-Quieres tomar un poco de vino? Le dijo la Liebre de Marzo en tono de amable invitación. Alicia miró por toda la mesa, pero allí no había más que té.
Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas

Detrás de un bosque de especies repetidas y ejemplares de escasa originalidad existía un predio asombroso.
Entre copos de algo leve, había una mesa con un mantel a cuadros, innúmeras tazas y teteras dispersas. La Anfitriona y sus invitados tomaban tés ilimitados. No hacía falta ocuparse de preparativos: el té simplemente estaba.
-Qué destaca un destacamento que sea digno de destacar?- preguntó Glauco.
-Ni hablar de lo mal que funcionan los funcionarios-, dijo Mayo para estar a la altura.
Corvus, que evidentemente había despertado, apareciendo entre dos teteras iguales, con nostalgia: -Se vuelve ácaro si lo acarician.
La Anfitriona estaba casi convencida, cuando una de las tazas de té se derramó sin explicación. Glauco parecía feliz con el acontecimiento.
-A eso ha de referirse aquello de los tres tristes tigres.
-A qué?- preguntó la Anfitriona, preocupada por encontrarse ante un nuevo desafío.
Pero nadie le respondió. Se habían quedado mirando una libélula que temblaba sobre el té frío.
-Qué hora es?- se sobresaltó Mayo.
-Es casi ayer- respondió Glauco, mientras disponía una cuchara para que sirviera a la libélula de puente entre una y otra taza, a pesar de la resistencia del insecto.
-Quisiera saber la hora exacta- insistió Mayo.
La Anfitriona, por ser cortés y evitar los diretes cronológicos en los que sus invitados amenazan sumergirse nuevamente:
-Podrían ser las cinco.
Los invitados se miraron con una complicidad sospechosa, tapándose las caras con servilletas y tazas, riendo sigilosamente. La Anfitriona dispuso que era hora de variar la música.
-Dónde habré dejado los discos?
-En un plato de trigo- bostezó Corvus.
No había en ese lugar disco ni tocadiscos. Sin embargo, siempre se oía una música. Tampoco hacía falta ocuparse de eso, lo que a la Anfitriona le producía un enorme placer.
Glauco, ceremonioso, se paró sobre la silla y, con un gesto de director de orquesta, relató:
-Hubo una vez en que embarqué una tetera y la arrojé a alta mar. Quería que ella fuera dichosa, conociera la noche sobre el océano, los simples cardúmenes. El error fue no haberla consultado previamente. Lo supe cuando la pobre, con sus ojitos de vaca, me miraba con tal nostalgia, agitando una servilleta desde el barco precario, musitando “Oh, Dios, qué haré sin la azucarera?”. Pero, ¿como podría yo saber su obcecación en permanecer en un juego de porcelana china, cuando la esperaba todo el mar inmenso? ¿Quién entiende a las teteras? ¿O sería así sólo ésta? Digo, ¿es de la esencia de una tetera estar en su juego, con su té? ¿En eso consiste la teterez? Y más: podría contener eventualmente otra bebida, café por ejemplo, ¿pero eso la convertiría sin más en una cafetera? Algunos dirán que sí, otros que no, otros catorce. Esos enigmas siguen sin ser resueltos. Sobre todo porque, requeridas ellas mismas sobre el punto, se ofenden de tal manera que es imposible arrancarles alguna palabra. Tal la solidaridad corporativa de estas criaturas merendinas.
Mientras Glauco se encabrita en los requiebros argumentativos de la incertidumbre esencial de la tetera, Corvus se había quedado dormido. Soñaba con teteras ajenas a toda angustia, danzantes y levemente perfumadas con naranja.
La Anfitriona se había dejado llevar por un aleteo, como le sucedía con mucha frecuencia.
Mayo, por su parte, encontraba que la música era excesivamente agradable; lo había notado a partir de que su pequeño pie derecho se emancipara completamente, entregándose a un compás muy particular, al que se sumaban otras partes del cuerpo, como las orejas y los párpados.
-Teteras, teteritas, té: te eras? No te eras? Te tiritas, tetera, con tiritas de té? Titiriteas, tetera? Eres títere, teterita? Sí o no sí o no sí o no? –vociferaba Glauco que no cejaba en el intento de comprender de una vez por todas el misterio teteril.
Probablemente merced el martilleo de las tes que producía el interrogatorio de Glauco, Mayo había ingresado en uno de sus estados. De la observación de su proceder, tan extraño como el de los otros invitados, la Anfitriona había detectado que en todo momento se encontraba trasuntando uno de sus consabidos estados; llegó a catalogar sólo tres:
-copernicano: detenido durante un tiempo considerable en la contemplación del cielo;
-plúmbico: entregado a una frenética carrera alrededor de la mesa, interrumpida por rotundas caídas y ulterior recuperación de la posición vertical, envión y nueva corrida;
-de proliferación de estolas: ocupado en la clasificación y rotulación de estolas que misteriosamente aparecían en alguna silla aledaña.
Pero nada autorizaba a la Anfitriona a suponer que no existiesen otros estados que su inidoneidad en la materia impidiera desentrañar.
Fuera de esos momentos perfectamente reconocibles, Mayo escuchaba con atención los desvaríos de Glauco, aprobándolos con eufóricos aplausos.
Corvus se había dormido nuevamente, la cabeza sobre el brazo izquierdo, y se deslizaba hasta terminar debajo de la mesa. A la Anfitriona le divertían enormemente las apariciones y desapariciones de Corvus, inestabilidades que sólo ella parecía advertir, ya que el resto de los invitados no hacía ningún caso de la cuestión.
Cuando algún corpúsculo del aire rozaba su nariz, sacudía la cabeza al grito de “Albaricoques, albaricoques!”, y volvía a la mesa con fingida compostura, como si las ilustres recaídas no hubieran sucedido, tratando de retomar el hilo de la conversación, ejercicio que casi siempre le salía bien, no porque tuviera dotes intuitivas, sino porque el hilo en cuestión no existía; el diálogo era una sucesión de ideas inconexas, retruécanos absurdos y disparates metafísicos en los que la fabulosa ausencia de sentido que aportaba Corvus armonizaba maravillosamente.
En cuanto a Mayo, se encontraba en un trance estolar, lo que le demandaba muchísima atención. Cuanto más empeño ponía en la confección de rótulos de diversos colores más se desordenaban las insurrectas; lejos de acatar el control que Mayo procuraba, aparecían más y más. Hay que señalar que cada color correspondía a una clase distinta de estola, porque las había: marabuntáceas, que eran violetas y quisquillosas; diminutivas, suaves y apacibles; soporíferas, arbitrariamente asignadas a Corvus, sin saberlo éste. Pero con tal método no llegaba muy lejos, eso sin considerar la cantidad creciente de estolas imposibles de subsumir en aquellas tres especies; es así como había pensado en la adquisición de nuevos rótulos y hasta de cajas para una mejor clasificación, pero no disponía de tiempo para ello puesto que siempre estaba tomando el té.
Glauco empezaba a solidarizarse con el laborioso, primero colocando algún rótulo, preferentemente de los morados -que correspondían justamente a las marabuntáceas-, luego arrojando familias enteras de estolas debajo de la mesa, con el objeto de crear la ilusión de que no quedaba tanto para ordenar, lo que –suponía- lo aliviaría. Lo que ignoraba el benefactor es que, en realidad, Mayo se encontraba muy contento en ese estado, tanto como en los otros.
No habían terminado con las estolas, cuando, previa ingesta de una taza de té y un merengue, Mayo repentinamente inmóvil, se concentró en la observación del firmamento.
Corvus no había vuelto a despertarse.
Glauco pensó que era el momento de retirarse para regresar al día siguiente. La Anfitriona, como siempre, estuvo de acuerdo. Habiendo regresado Corvus a la vigilia y Mayo a su té (el último), saludaron a la Anfitriona, que los vio perderse en el camino.