lunes, 24 de enero de 2011

capítulos de patas, olvidados u omitidos, ya no sé

y sin correcciones

MI AMIGA BARTLEBY

Lo peor no era revisar el proyecto sino tener que ponerme en contacto con mi director de tesis y comunicarle que no había aprobado. Decirle que iba a tener que trabajar más por culpa de mi obstinación en un enfoque que él me había desaconsejado.

Acordamos un encuentro en el bar de la facultad. No le adelanté nada y él, sabiendo que yo tenía el resultado, no me lo preguntó.

Por primera vez llegué antes. Pedí café.

La población estudiantil del bar consistía en tres chicas, una de ellas con minifalda, que tomaban café con edulcorante; una mesa con dos chicos pálidos concentrados en sus apuntes, uno tomaba agua tónica y el otro mineral sin gas. En ese momento advertí que había sido impiadoso citar a mi director a las cinco de la tarde cuando el termómetro no bajaba de los treinta y ocho grados.

-No hay acondicionador de aire? –pregunté al Yeti cuando me trajo el café.

-Esto es Argentina –me contestó. Después me miró tres segundos. –Bueno, vos sos chileno, ya sabés cómo es esto.

Las chicas de la mesa hablaban en voz baja y sonreían. Una de ellas me miraba pero no era la de la minifalda. Eran las cinco y veinte. Como no estaba bien mirar las piernas de una alumna de la facultad, saqué de mi bolso un libro de Melville que había prestado Juan.

Narcisa me había hablado de un cuento de Melville sobre un oficinista. Lo busqué. Bartleby el escribiente.

La había llamado tres veces en la última semana y no había podido encontrarme con ella. Como Bartleby, Narcisa me era inasequible. Preferiría no hacerlo, decía sin decirlo.

Llegó el director. Pude ver que tenía el mismo pantalón que en el invierno. Pedí café para él.

-No me lo aprobaron –le dije enseguida.

-Ya lo sé- contestó mientras miraba de reojo a Minifaldas estéticas.

Esperé el aluvión admonitorio, o como mínimo un te lo dije. Pero en cambio:

-No me extraña. Son unos burócratas de mierda –dijo dedicándose al café y olvidando la minifalda.

Quedé pasmado. Era la primera vez que lo escuchaba hablar así. Siempre había sido fijate, cuidado, mirá que no es conveniente, por qué mejor no considerar. Y ahora que

debería sancionar mi exceso de confianza -me lo había firmado sin leer la versión final y yo le había dicho sin darle importancia, después de que firmó, que tal vez haría algunas modificaciones, y él había dicho sí con la cabeza- no lo hacía. A mi favor podía pensarse que no fue exactamente una traición sino más exactamente un vuelco involuntario. Una cosa que me apareció en el estómago cuando tuve la nota firmada. Cambiar lo que quería costaba sólo alterar dos páginas y la foliatura. No pude no hacerlo. Algunos cambios, le había dicho y no dejaba de ser eso. Sólo que no le había dicho qué había cambiado y que ese viraje inesperado implicaba un desplazamiento de algunos puntos fundamentales del proyecto.

Ahora él leía y yo esperaba el veredicto que no apelaría, cumpliría mi condena, vender las cosas o dárselas a Anka, despedirme. Despedirme.

-Muy bien, me lo llevo y en dos días te paso un cronograma. Cuántos días tenés? –dijo.

-Quince.

-En diez lo tenemos, no te preocupes.

-Pero hay que revisar el marco teórico también. Es imposible.

-Ni se te ocurra. Va a ir así.- dijo mientras se levantaba y se iba con mi proyecto fallido.

Estaba desconcertado. Me culpé por mi irreductibilidad, por mi estúpida actitud de apartarme de lo que me demarcaban como la vía utilitaria. La sensatez me aburría, me sabía a renuncia a mis principios, entonces tenía la regla de no ser sensato; tampoco lo contrario, porque era lo mismo pero del otro lado. Casi siempre me iba mal. Y ahora había hecho lo mismo con mi tesis y lo pagaría. No sabía si mi director era consciente de lo que significaba la beca para mí: no era sólo mi sostén económico, era la posibilidad de seguir con una vida que era la mía, en un país que no era el mío y que amaba, con personas que no quería dejar por el camino, con mi pasado por primera vez archivado en un lugar en el que no molestaba.

Al día siguiente recibí el correo electrónico en el que me daba las directivas para la revisión. Era la idea original, no la de las correcciones. “Estos hijos de puta quieren que todos seamos empleados de las multinacionales” decía en el mail.

Tuve una felicidad que era como un chicle de la infancia. Empecé a trabajar febrilmente, escribía todo el día y parte de la noche.

Cuando descansaba unos minutos para tomar un café la llamaba a Narcisa. Nunca estaba.

Volví a Bartleby. Yo era el escribiente pero Bartleby era ella: “parecía acechar en ella cierto desdén tranquilo”, decía Melville. Cuando la encontré le conté que estaba enfrascado en la tesis y que quería despejarme, almorzar con ella en el bar del puerto; me dijo que estaba terminando un trabajo y que salía muy tarde. Prefiero no cenar hoy”, decía el oficinista de Melville.

Seguía escribiendo, pensando en que en algún momento iba a contarme qué era lo que estaba pasando. Llamé a Berta, a Anka. Todo normal. Pero no, yo sabía que no.

El final de Bartleby era demoledor. Preferiría no pensar en eso.

Mis días se agotaban en ese plexo: el proyecto, el café, la distancia de ella. Mi casa estaba inhabitable, había servilletas de papel por todas partes, mayonesas y ketchups estrangulados y fuera de la heladera, botellas vacías.

El café se había quemado. Acaricié la tapa del libro, lo olí. Busqué las páginas finales del cuento. Una oficina de cartas muertas. Yo era una oficina de cartas muertas.