jueves, 10 de mayo de 2018

Sin noticias de Marta ni de Toribio




Dónde iría a parar esa ropa que guardaba año a año en bolsas de polietileno verdes, o negras, pero siempre con naftalina, una costumbre casi automática con improbable resultado eficiente, pero que servía para calmar la culpa. Despojarse de la ropa no era bueno para ella, no tanto por la economía del bolsillo, más bien por el planeta, la ecología, esas cosas que aprendió de grande y acepta a piejuntillas, como todo mandato inocuo, y que nadie sabe bien si sirven para algo. Pero mientras otros entonces los descartan (los mandatos inocuos), ella los sigue y así es como en invierno pasa frío porque las estufas eléctricas son terribles para el planeta, separa orgánico e inorgánico y pide a su hija y a todos lo mismo y los otros dedican el mismo tiempo a actividades más placenteras, y están de mejor humor. Y eso tal vez, en una sumatoria imaginaria, una nube gigantesca de buen humor, imagina, sube hasta el cielo y llueve buen humor, lo que tal vez, piensa, es mejor para el planeta que tanto ahorro energético y tanto separar latas de atún de la yerba de ayer.
Pero dónde iría a parar esa ropa si ella muriera ahora, y además, ropa que ya va quedando chica, zapatos que están fuera de moda, y si al fin y al cabo habrá gente que la necesita, y piensa, en medio de la tristeza de pensar la tristeza de tener que vivir con ropa usada por otro, piensa en que lo decidió, un buen día puso todo en tres o cuatro bolsas, las donó a uno de esos lugares donde gente que es muy especial trabaja para que otra gente pueda comer, vestirse, porque los gobiernos, y la justicia.
Entonces ahora no tiene qué ponerse, como decían antes las mujeres, no tengo qué ponerme. Esas expresiones retro que reaparecen en sus amigos, en ella, porque ya empiezan a ser retro ellos. Esa ropa, dónde iría a parar esa ropa que ya es retro. Su lenguaje es retro: escribe las palabras completas, los acentos, incluso en los mensajes telefónicos, piensa, se piensa tan gris y oliendo a viejo para su hija cuando ve las fotos en esa red social, ya la que usa es vieja y nadie levanta por ahí, según su hija, claro, pero también según su hermana. Lo que lo torna irrefutable. Pero si yo no quiero levantar, dice a su hija, bueno, relacionarte, contesta la hija mientras mira en dos segundos varias fotos sucesivas: un culo imposible dentro de una malla ochentosa, un chico fotografiado con una percha, dos chicas con gesto de besar a la cámara. A todo su hija pone corazones. A esa altura, piensa que nada de esto es así, su resistencia a decir wapp, Instagram, meme, selfie, hacer patito, definiciones exactas para todo lo que pensó antes, es porque, eso: ya es retro.
Para corroborarlo, mira alrededor. Un calendario de feriados de la Asociación de pintores con la boca y el pie. Media cara de Piglia mirando desde una foto. El impuesto inmobiliario y las instrucciones de pago. Cuadros de jirafas e hipocampos pintados por su hija hace diez años. Libros, en papel, por supuesto. Una bicicleta fija que nadie usa. Discos compactos, papeles, fotos. Todo, todo es retro, corrobora con espanto.
Y si es retro es que pasó mucho tiempo y nunca se dio cuenta. Se da cuenta ahora que piensa en los mandatos inocuos. El inocuo oficio de, dijo hace unos días, pensando que todo al fin y al cabo es un inocuo oficio últimamente. Un trámite permanente para qué, para dónde, pensaba. Y su lenguaje es tan retro que pensó y escribió piejuntillas, ya nadie habla así. Le divierte a veces sumarse a grupos en las redes sociales, grupos de costura por ejemplo. No es que cosa, pero le resulta curiosa la manera de hablar de la gente, de comunicarse en las redes sociales, distintos tipos de habla, desastrosos, que antes sufría y ahora empieza a tomarlos como curiosidades filológicas.
No quiere caer en la autocompasión, pero se ve desde arriba y se apena de sí, tan siempre separando orgánico y no, tan de mejor no comprar porque el gasto de energía para el planeta, y para qué, ma, si el planeta se va a ir a la mierda igual, dice su hija, y no le falta razón, pero cómo hacer entonces, qué hacer con los mandatos inocuos. Porque de qué vivimos sino de las pasiones inútiles, si no a preguntarle al que pintó eso con la boca y el pie. Le da pena de sí, un pintor sin manos en un calendario y ella cumpliendo –ya no a piejuntillas- y cumpliendo con todo lo inocuo, porque, como decía su padre, para qué correr bajo la lluvia si igual te vas a mojar.
Lo que no tuvo en cuenta su padre es que ella ama la lluvia. Y pone tanto empeño en salir con piloto, paraguas, cubierta, test de hombre (mujer) bajo la lluvia, en lugar de mojarse, aunque sea retro. Sabés algo de Marta? Pregunta su madre pudiendo con el teléfono móvil. Menos que vos que vivís a una cuadra, le contesta, de todos modos porque para la familia es la mala de la familia y cada vez importa menos, si ya empieza a pensar dónde irá a parar esa ropa ahí colgada. Esta tarde sin falta me ocupo, dice a sus hermanas, no podemos seguir así sin noticias de Marta ni de Toribio. Suena a Boquitas pintadas, contesta la del medio, que todavía también escribe palabras. La que la llevaba en un triciclo y le decía Tati, vamos a canín? Y la llevaba al jardín imaginario, en la infancia donde casi todo es imaginario, un poco más que ahora, en esta tarde de lluvia en la que Piglia la mira y debajo: a medida que el ELA minaba su cuerpo, el cuerpo minado, la lluvia, el jardín imaginario, todo muy retro, debe pensar su hija.