viernes, 20 de abril de 2007

LOS EXCURSIONISTAS I- HELIOS

Encontré al director de mi tesis y conseguí una prórroga de una semana para entregar el proyecto en la facultad. Me dijeron que era la última.
Sabía que era imposible, no llegaba porque además tenía que vivir. La única posibilidad era la reclusión en algún lugar lejos de todo. El campo sería un buen lugar.
Busqué en la red y encontré una finca a unos cien kilómetros. Cerré el trato. Partiría al día siguiente. Estaba preparando un equipaje perentorio cuando llamó Berta. Enterada de la excursión quiso acompañarme. Había discutido con Manuel. Acepté de mala gana con la condición de que no me molestara, porque tenía que trabajar. Prometió no hacerlo.
Al día siguiente apareció con una valija y la noticia de que Narcisa y Anka se habían enterado –lo dijo así, en impersonal, como si ella no tuviera nada que ver- y querían ir. Insistí con que tenía que trabajar. No había terminado de decirlo cuando en la puerta aparecieron Anka, Narcisa y dos valijas más. Me resigné: sabía que si era una, eran las tres.
Dos horas más tarde estábamos en el campo.
Nos recibió la casera, una mujer que era una Tina Turner rural, se le parecía mucho y caminaba de la misma manera entre los fardos y las gallinas. Era una casa húmeda, demasiado oscura, con habitaciones amplias y una cocina enorme. Pero había algo muy agradable en el aire y olía a pan horneándose. Por una ventana que daba al oeste se podía ver el fin de la tarde.
Las mujeres se organizaron en una habitación y yo quise una para mí solo. Instalé mi notebook, algunos libros y la valija. Dejé a mano los discos.
Quería terminar las notas que había dejado inconclusas la noche anterior. Escribí un par de horas hasta que un olor conocido llenó la habitación.
Fui hasta la cocina. Berta preparaba su especialidad, que ella llamaba coq au vin y para mí era sólo pollo con vino. Las tres estaban de buen humor, Tina iba y venía caminando sin sus tacos aguja pero como si los tuviera y me acodé sobre el mantel de hule, mirándolas a las cuatro, en compañía de mi vaso de vino.
Almorzamos los cinco, el pollo estaba como nunca antes y pensé que tenía que seguir trabajando. Pero Tina nos ofreció un paseo en la volanta.
Berta preguntó qué era la volanta. Narcisa no esperó la respuesta, quiso ir. Anka, la única que sabía qué cosa era, me pidió que condujera. Para mí no dejaba de ser un orgullo que alguna de las tres por fin reconociera mi habilidad masculina. Entonces acepté.
Mi desempeño era digno. Hasta que en un momento Berta gritó que miráramos algo, yo quise mirar y olvidé la firmeza con que debía mantener las riendas. El caballo se enojó o algo así y empezó a galopar, mientras yo trataba de retomar el control voceando como Helios en su carro dorado. Escuchaba las risas de las tres y grité que se tiraran, esperando que no lo hicieran. Lo hicieron. No me quedó otra posibilidad que tirarme, un poco espantado pero asumiendo mi condición de varón.
Quedamos los cuatro sobre la tierra húmeda, de cara al cielo. La luz de la tarde me recordó el lago en que navegaban Alicia y Carroll.
Me despertó Narcisa. Caminamos hasta que encontramos nuestro medio de transporte pastando como si nada. Volvimos a la casa y Tina nos preguntó si estábamos bien.
Volví a mi habitación para trabajar y lo conseguí finalmente. Más tarde Berta me avisó que iban a cenar, pero no tenía hambre, había perdido demasiado tiempo y le dije que no me esperaran.
Estaban en la cocina pero no las oía. Puse un disco de Madre Deus para no distraerme y seguí.
Tenía sueño. Narcisa se asomó y preguntó si necesitaba algo. Le pedí café.
Volvió con café y un libro de Chesterton. Se quedó leyendo mientras yo trabajaba.
El sueño me vencía y Narcisa seguía trayendo café, asistiéndome como una madre, empecinada en que siguiera trabajando toda la noche. Yo no podía más, quería dormir un rato. En algún momento debo haberme dormido y soñado, o tal vez imaginaba, a Narcisa sacándome los hilitos. Eso era lo que hacía mi madre cuando era un niño y no tenía sueño: me acariciaba la espalda y después me arrancaba hilos imaginarios, con una paciencia que sólo ella, hasta que me dormía.
Pero ella seguía leyendo y yo la miraba. Daba la vida porque ella me sacara los hilos uno a uno, mientras yo mirara las estrellas en el recuadro de la ventana, como si fuera lo único que había que hacer esa noche.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien, a mi pedido, había repetido lo de los hilos. Quería pedírselo a Narcisa.
Me disuadí a pesar de las estrellas. No era adecuado pedírselo. No porque no lo hiciera, sin duda lo haría por mí. Pero estaba seguro de que después de eso pediría a cambio alguna cosa que yo no podría cumplir. No sabía qué podía ser, cualquier cosa del mundo, desmesurada, o irrisoria, pero seguro algo completamente fuera de mis posibilidades. La conocía bien. No le pediría lo de los hilos.
Pensé en Berta o en Anka. Pero inmediatamente dejé de lado esa idea. Berta no lo haría, me increparía con alguna arenga de género, me acusaría de pretender el servilismo femenino, etcétera, además había discutido con Manuel, lo que colaboraba con su trinchera de fémina despechada.
Anka tampoco. Quedaría mirándome en silencio, haría un gesto de los de ella, como un Clark Gable en aquellas películas, fumando hasta que yo le hablara de otra cosa.
Narcisa levantó la cabeza del libro y me sonrió. A mí o a Chesterton. Le dije que iba a dormir un rato. Hizo un gesto con la mano hacia la cama y siguió leyendo. Su habilitación fue a disgusto, lo sabía. Pero me acosté, haciendo como que dormía y esperando, absurdamente, como si lo de los hilos fuera a suceder mágicamente, sin haberle dicho nada y por ende sin tener que hacer nada a cambio.
A los diez minutos salió de la habitación, llevándose el libro.
Me dormí sin hilos, recordé la cara de mi madre en el cielo sin diamantes, con algunas de esas estrellas que estaban ahí.

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