Salí de mi trabajo muy tarde y sólo quería llegar a mi casa, sacarme el vestido y meterme en la bañera, quedarme allí todo lo que quisiera.
Puse un disco de Stan Getz.
En mi habitación me senté frente al espejo y empecé a sacarme el maquillaje, disfrutando del roce del algodón en mi cara. Era especialmente plácido sacarme las pestañas. Cuando empecé a trabajar en la perfumería me resultaba ridículo que me hicieran usar pestañas postizas. Pero después advertí una profunda sensualidad en el acto de poner o sacármelas.
En eso estaba cuando llegó Manuel, malhumorado porque había ido sólo un alumno a la clase de buceo y así, decía, las cuentas no cerraban. Ropa mojada que sacaba del bolso azul y cuentas que hacía en el aire. Esparcía antiparras, mallas, todo húmedo por todos lados. Yo seguía en el espejo con las pestañas.
Manuel seguía con las cuentas y yo veía la habitación llenarse de ecuaciones y raíces cuadradas mientras las pestañas. Enseguida pasó, como era previsible, al tema de mi carrera.
El “tema de mi carrera” consistía en una compulsa ancestral que teníamos, como tantas otras. Yo había hecho la licenciatura en ciencia política. Después de haberme graduado, había vivido dos años en Madrid, yendo acá y allá. En Valencia había hecho el instructorado de buceo en el que conocí a Manuel.
Volvimos a la Argentina, alquilamos un pequeño club abandonado que fuimos restaurando e instalamos la escuela. Al principio daba clases de buceo y de natación, como él. Yo consideraba que estábamos bien, pero Manuel quería comprar el club. Entonces dejé las clases porque él decía que era mucho dos profesores.
Empecé a trabajar en la perfumería de un centro comercial, a pesar de la opinión de Manuel que quería que siguiera buscando trabajo de lo mío. Quería que dejara la perfumería y me pusiera con la carrera. Lo decía así. Y yo no lo hacía porque esa posición de él era completamente seudo y sobre todo porque no se me daba la gana. No tenía interés en probar que podía hacerlo; no era sumisión, no me importaba la plusvalía. Disfrutaba las pestañas, los perfumes, las charlas vacías con las señoras clientes. Punto.
Como otras veces, discutimos. Yo no tenía ganas de eso en mitad de las pestañas.
Lo dejé hablando solo, sin pantalones. Estaba bien así, él nunca los llevaría.
Llamé a Calio para hablar de nada y me dijo que se iba al campo a trabajar en la tesis. Le dije que iba con él. Armé la valija y le avisé a Manuel que al día siguiente me iba.
El sábado me levanté a las siete, dejé una nota y salí. En el trayecto llamé a Narcisa y le conté.
A pesar de la resistencia opuesta por Calio, fuimos los cuatro.
Llegamos y nos recibió una casera muy simpática. Me recordaba a alguien, pero no sabía a quién.
Almorzamos coq au vin que preparé y estaba riquísimo, todo con un pinot noir que había llevado Narcisa.
A la tarde dimos un paseo en una volanta. Fue un poco accidentado, porque a Calio se le desbocó el caballo, pero nos tiramos del carro y nos moríamos de risa. Calio se durmió y Narcisa y yo nos reconciliamos por fin. A la vuelta vimos un nogal, pero Anka decía que era un cerezo.
A la noche Calio se dedicó a la tesis porque había perdido todo el día y Narcisa le hizo compañía. Anka se durmió enseguida. Yo no tenía sueño.
Pensaba en lo que había dicho Manuel la noche anterior. En la habitación había un espejo corroído por el tiempo y la humedad. Había llevado algunos vestidos y las pestañas, y en ese momento entendí por qué.
Me senté frente al espejo. Delante de mí dispuse los maquillajes y las pestañas.
Primero base, fina, casi imperceptible. Después, sombra ámbar, como Esther. Rimmel en las cejas. Había unos pliegues que no había notado.
Manuel decía que tenía que ponerme con mi carrera porque todo tenía un tiempo. Lentísimo, en una suspensión del tiempo, yo me ponía las pestañas. Una a una. Entonces me vi. No estaba vieja, pero los pliegues seguían ahí. Todo tenía un tiempo y yo no tenía registro del tiempo, había dicho Manuel.
Ahora veía las arrugas de mis párpados y pensaba que Manuel tenía razón: yo no tenía registro del tiempo. Mi cuerpo sí lo tenía, era obvio.
No era fácil saberlo. Me saqué las pestañas. Con crema de almendras retiré el maquillaje. Esa que estaba ahí ahora no era yo. Yo era la otra, la de las pestañas.
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