El sábado me despertó el teléfono a las siete de la mañana. Berta me invitaba a ir al campo, nosotras y Calio. Pregunté si podía invitar a Anka y me dijo que por supuesto. Acepté, sin demasiadas expectativas. El último tiempo estaba como desenfocada y me parecía que hasta Calio estaba distinto.
Seleccioné unos vinos, libros, algo de ropa. Partimos en el auto de Calio.
En el viaje pensé en las ausencias, en todas mis ausencias, una a una. Lo perdido. Me preguntaba qué iba a perder todavía. Me corregía: qué es lo que se pierde. La respuesta es sencilla: lo que se tiene. La pregunta, tal vez, es cuándo. Nunca se pierde a tiempo. Se pierde con impiedad, inoportunamente. Se pierde exactamente lo que se ama. De alguna manera estaba ahí porque a ellos los perdería alguna vez y quería tenerlos cerca, aun cuando estábamos un poco raros y a veces era tedioso.
Pero llegamos y el día era apacible, me gustó la casa y sobre todo la casera que nos fue a recibir, como si nos conociera de antes.
Al mediodía Berta me dijo por fin la receta del coq au vin mientras lo preparaba. Yo no lo haría como ella, pero lo iba a intentar.
Por la tarde fuimos a dar un paseo en una especie de carro tirado por un caballo, que la casera llamaba la volanta. A mí me parecía un nombre presuntuoso.
Calio se puso a conducirlo, al lado iba Berta. Atrás, Anka y yo. La casera nos dijo que tuviéramos cuidado pero Calio la tranquilizó exteriorizando una solvencia que sabíamos no tenía.
Se ató unos hilos de yute en las muñecas y en los extremos unos huesos que encontró por ahí, hacía unas invocaciones en un idioma propio, a los gritos, ante la casera que parecía muy divertida con el cuadro. Anka y yo nos aferramos al asiento y Calio estaba hermoso con el pelo al viento. Yo no entendía que decía, pero en un momento dijo que nos tiráramos. No entendía nada y me tiré del carro. Berta y Anka se tiraron también. Después Calio.
Los escuchaba reírse.
Me llené de cardos y me dolía un poco el brazo. Estábamos los cuatro tendidos en el suelo.
Quedamos ahí en silencio. Calio dormía.
Apoyé la cabeza en su pecho. El inspiraba y espiraba. Me abandoné a esa marea cálida y por fin tuve un alivio, una isla silenciosa en la que me hubiera quedado la eternidad, si fuera posible ese equívoco del tiempo.
Estuve unos minutos ahí y no llovía pero era como si el agua me diera en la cara como una magdalena lenta y asombrosa y lavara las heridas de los últimos días, se llevara la lágrima que empezaba a correr ahí, y que sequé instantáneamente porque no quería que lo supieran.
La mano tibia de Berta se apoyó en la mía. No dejaba de asombrarme por estas cosas, aunque sabía que con ellos era así.
Yo amaba de ellos tres la posibilidad del silencio. Cada uno de los tres a su hora sabía cómo no decir lo que había que callar.
Amaba de ellos eso y otras cosas, pero sobre todo sus poderíos sobre el silencio.
Lo hubiera llorado ahí todo, desde mi primera rodilla raspada en primer grado hasta los cactus secos. Inexplicablemente eso aliviaría la sed.
Pero en cambio pegué un beso apurado como una pequeña estampilla en la mano de Berta, como saldando las diferencias de los últimos días en los que la dejé sola por un tipo efímero y confuso al que se llevó el agua sin la más mínima piedad, y en los que ella hizo lo mismo refugiándose en su Manuel y en su lámpara cuando más la necesitaba, dejando en su lugar al comisionado Calio, que amablemente se avino a explicarme el principio de Arquímedes cuando yo, era evidente, me estaba hundiendo.
Anka estaba sentada fumando, mirando un punto lejano. Con ella no hacía falta ese contacto del cuerpo. Tampoco ella lo soportaría. Pero era, de los tres, la reina más absoluta en los predios del silencio; había estado conmigo a su ánkica manera, contándome la última película de clase B que tenía que comentar para el periódico, después nos quedábamos las dos calladas y ella describía el cuerpo de algunas palabras para mí sola, para que pudiera verlas en medio de mi ceguera.
Me levanté y sacudí a Calio. Apuré la partida poniéndome a conducir la volanta porque Calio no terminaba de reaccionar y las otras dos hablaban de un nogal, de si era nogal o no, y en tal caso, que especie sería. La que hablaba era, por supuesto, Berta, porque Anka sólo miraba el árbol como si de él fuera a caer una fruta, como en el cuento de Newton.
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