Llegó con una valija de plástico y dijo hola, soy el Capitán Nemo. Quería jugar a la batalla naval y había traído diez o doce grillas con los submarinos predispuestos y de dos clases: azules y amarillos. Me asignó, en una ceremonia mínima y silenciosa, los amarillos.
Empezamos a jugar y lo dejé hacer. Mis submarinos sucumbían con velocidad pasmosa: el capitán era memorioso. Todos lo fuimos a los seis años.
Pero por algo éramos compañeros de juego y yo el menos adulto de los dos; empecé a adulterar mi grilla estudiada de antemano.
Agua. Agua. Agua.
El agua subía y Blas no entendía en qué había fallado.
-No se vale –dijo por fin.
-Por qué no se vale?
-Hay un error.
-Qué error, Capitán?
Claro que no podía explicarlo. Dijo que yo había hecho trampa. Le dije que la trampa sí se vale.
Blas era un caballero, su estatura no lo impedía. No había matado siete de un solo golpe, pero era un caballero y por lo tanto aceptó el ius variandi.
Como siempre, decretó el final del juego cuando se le antojó y guardó sin preaviso sus papeles en la valija que tenía un superhéroe desconocido para mí.
¿En qué momento los superhéroes empezaron a ser desconocidos para mí? Asumí que uno se transforma en un adulto con el primer superhéroe que no conoce. Con eso, también en un adúltero.
Recordé el adulterio de las grillas y quise reconciliarme con Blas, porque era Blas y porque así podría obtener información sobre superhéroes, ganar unas partidas al tiempo, burlar unas pocas de sus maniobras preclusivas.
Pensé en el día en que lo había conocido. Eran las nueve de la mañana y apareció en mi puerta, sus cuatro años todos de la mano de su madre, mi nueva vecina que me pedía si podía dejarlo por media hora, que un trámite urgente y que no podía llevarlo. Blas me miraba con sus enormes ojos azules como si nunca fuera a aceptar mi tediosa compañía, pero a los diez minutos estaba contándome secretos de la vida de los dinosaurios, cosas que yo por supuesto ignoraba. Después venía solo, sin su madre, entraba y tocaba mi vieja consola y decía may day may day, así durante un rato.
Una vez le dije que tenía los ojos del color del mar y me contestó que ya lo sabía, que su mamá le había dicho que. Eso le decía y Blas quería saber qué había en el mar. Entonces se tapaba con una mano alternativamente uno y otro ojo y yo tenía que contarle lo que había esos minimundos acuáticos. En ese hay buscadores de perlas. Ahora pasa un cardumen naranja. Ahí hay ostras que hablan todo el tiempo. Dos buzos amigables. Hipocampos.
El podía estar todo un día con ese juego, pero a mí se me terminaba la población marina en cinco minutos, y él iba a torturar a mis estatuas africanas, que al parecer eran malditas y tenían la voz de una Juliette Lewis mal doblada.
Pero ahora el capitán había crecido, estaba para asuntos más importantes y habíamos abandonado ese juego, con gran alivio para mí porque ya no sabía de dónde sacar pobladores del agua.
Tenía que inventar algo o se iba ofendido. Traje un ajedrez. Blas aprendería las reglas del juego de los adúlteros en ese imperio bicolor.
Yo ubicaba las piezas una a una ante sus ojos más grandes que nunca. Dentro de ellos, una multitud de peces se asomaban a la cuadrícula con asombro explicable: es una guerra que sucede en tierra firme.
Entendió las reglas rápidamente. En eso no nos parecíamos: yo jamás había terminado de entender las reglas del juego de la guerra, ni de las bravas ni de las dulces guerras. Salía de ellas menoscabado y confuso, debía usar patas de rana. En fin, era un completo inepto, porque en la guerra había que saber adulterar y yo no podía hacerlo, por principio tal vez pero básicamente por mi esencial torpeza para saber cuándo patas de rana y cuándo zapatos. Terminaba chamuscado, tumbado en mi trinchera, esperando el rescate de algún comando que llegaba siempre tarde.
Obnubilado por el alfil que podía cruzar todo el campo de una vez o probablemente por su sombrero cónico, Blas desplegaba su estrategia sencilla y efectiva.
Le conté que un peón podía alguna vez ser una dama. Me dijo que ya lo sabía, que Alicia había cruzado todo el país del espejo para convertirse al fin en una dama.
Estaba clarísimo: Blas ganaba siempre las partidas de todo.
Entonces, para no ser menos, en dos jugadas le cedí mi dama, mi dama negra, erguida y digna como las verdaderas damas.
Cuando pensé en esto recordé que tenía que llamar a Narcisa.
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