viernes, 9 de marzo de 2007

EL REGOCIJO ETERNO

-Quieres tomar un poco de vino? Le dijo la Liebre de Marzo en tono de amable invitación. Alicia miró por toda la mesa, pero allí no había más que té.
Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas

Detrás de un bosque de especies repetidas y ejemplares de escasa originalidad existía un predio asombroso.
Entre copos de algo leve, había una mesa con un mantel a cuadros, innúmeras tazas y teteras dispersas. La Anfitriona y sus invitados tomaban tés ilimitados. No hacía falta ocuparse de preparativos: el té simplemente estaba.
-Qué destaca un destacamento que sea digno de destacar?- preguntó Glauco.
-Ni hablar de lo mal que funcionan los funcionarios-, dijo Mayo para estar a la altura.
Corvus, que evidentemente había despertado, apareciendo entre dos teteras iguales, con nostalgia: -Se vuelve ácaro si lo acarician.
La Anfitriona estaba casi convencida, cuando una de las tazas de té se derramó sin explicación. Glauco parecía feliz con el acontecimiento.
-A eso ha de referirse aquello de los tres tristes tigres.
-A qué?- preguntó la Anfitriona, preocupada por encontrarse ante un nuevo desafío.
Pero nadie le respondió. Se habían quedado mirando una libélula que temblaba sobre el té frío.
-Qué hora es?- se sobresaltó Mayo.
-Es casi ayer- respondió Glauco, mientras disponía una cuchara para que sirviera a la libélula de puente entre una y otra taza, a pesar de la resistencia del insecto.
-Quisiera saber la hora exacta- insistió Mayo.
La Anfitriona, por ser cortés y evitar los diretes cronológicos en los que sus invitados amenazan sumergirse nuevamente:
-Podrían ser las cinco.
Los invitados se miraron con una complicidad sospechosa, tapándose las caras con servilletas y tazas, riendo sigilosamente. La Anfitriona dispuso que era hora de variar la música.
-Dónde habré dejado los discos?
-En un plato de trigo- bostezó Corvus.
No había en ese lugar disco ni tocadiscos. Sin embargo, siempre se oía una música. Tampoco hacía falta ocuparse de eso, lo que a la Anfitriona le producía un enorme placer.
Glauco, ceremonioso, se paró sobre la silla y, con un gesto de director de orquesta, relató:
-Hubo una vez en que embarqué una tetera y la arrojé a alta mar. Quería que ella fuera dichosa, conociera la noche sobre el océano, los simples cardúmenes. El error fue no haberla consultado previamente. Lo supe cuando la pobre, con sus ojitos de vaca, me miraba con tal nostalgia, agitando una servilleta desde el barco precario, musitando “Oh, Dios, qué haré sin la azucarera?”. Pero, ¿como podría yo saber su obcecación en permanecer en un juego de porcelana china, cuando la esperaba todo el mar inmenso? ¿Quién entiende a las teteras? ¿O sería así sólo ésta? Digo, ¿es de la esencia de una tetera estar en su juego, con su té? ¿En eso consiste la teterez? Y más: podría contener eventualmente otra bebida, café por ejemplo, ¿pero eso la convertiría sin más en una cafetera? Algunos dirán que sí, otros que no, otros catorce. Esos enigmas siguen sin ser resueltos. Sobre todo porque, requeridas ellas mismas sobre el punto, se ofenden de tal manera que es imposible arrancarles alguna palabra. Tal la solidaridad corporativa de estas criaturas merendinas.
Mientras Glauco se encabrita en los requiebros argumentativos de la incertidumbre esencial de la tetera, Corvus se había quedado dormido. Soñaba con teteras ajenas a toda angustia, danzantes y levemente perfumadas con naranja.
La Anfitriona se había dejado llevar por un aleteo, como le sucedía con mucha frecuencia.
Mayo, por su parte, encontraba que la música era excesivamente agradable; lo había notado a partir de que su pequeño pie derecho se emancipara completamente, entregándose a un compás muy particular, al que se sumaban otras partes del cuerpo, como las orejas y los párpados.
-Teteras, teteritas, té: te eras? No te eras? Te tiritas, tetera, con tiritas de té? Titiriteas, tetera? Eres títere, teterita? Sí o no sí o no sí o no? –vociferaba Glauco que no cejaba en el intento de comprender de una vez por todas el misterio teteril.
Probablemente merced el martilleo de las tes que producía el interrogatorio de Glauco, Mayo había ingresado en uno de sus estados. De la observación de su proceder, tan extraño como el de los otros invitados, la Anfitriona había detectado que en todo momento se encontraba trasuntando uno de sus consabidos estados; llegó a catalogar sólo tres:
-copernicano: detenido durante un tiempo considerable en la contemplación del cielo;
-plúmbico: entregado a una frenética carrera alrededor de la mesa, interrumpida por rotundas caídas y ulterior recuperación de la posición vertical, envión y nueva corrida;
-de proliferación de estolas: ocupado en la clasificación y rotulación de estolas que misteriosamente aparecían en alguna silla aledaña.
Pero nada autorizaba a la Anfitriona a suponer que no existiesen otros estados que su inidoneidad en la materia impidiera desentrañar.
Fuera de esos momentos perfectamente reconocibles, Mayo escuchaba con atención los desvaríos de Glauco, aprobándolos con eufóricos aplausos.
Corvus se había dormido nuevamente, la cabeza sobre el brazo izquierdo, y se deslizaba hasta terminar debajo de la mesa. A la Anfitriona le divertían enormemente las apariciones y desapariciones de Corvus, inestabilidades que sólo ella parecía advertir, ya que el resto de los invitados no hacía ningún caso de la cuestión.
Cuando algún corpúsculo del aire rozaba su nariz, sacudía la cabeza al grito de “Albaricoques, albaricoques!”, y volvía a la mesa con fingida compostura, como si las ilustres recaídas no hubieran sucedido, tratando de retomar el hilo de la conversación, ejercicio que casi siempre le salía bien, no porque tuviera dotes intuitivas, sino porque el hilo en cuestión no existía; el diálogo era una sucesión de ideas inconexas, retruécanos absurdos y disparates metafísicos en los que la fabulosa ausencia de sentido que aportaba Corvus armonizaba maravillosamente.
En cuanto a Mayo, se encontraba en un trance estolar, lo que le demandaba muchísima atención. Cuanto más empeño ponía en la confección de rótulos de diversos colores más se desordenaban las insurrectas; lejos de acatar el control que Mayo procuraba, aparecían más y más. Hay que señalar que cada color correspondía a una clase distinta de estola, porque las había: marabuntáceas, que eran violetas y quisquillosas; diminutivas, suaves y apacibles; soporíferas, arbitrariamente asignadas a Corvus, sin saberlo éste. Pero con tal método no llegaba muy lejos, eso sin considerar la cantidad creciente de estolas imposibles de subsumir en aquellas tres especies; es así como había pensado en la adquisición de nuevos rótulos y hasta de cajas para una mejor clasificación, pero no disponía de tiempo para ello puesto que siempre estaba tomando el té.
Glauco empezaba a solidarizarse con el laborioso, primero colocando algún rótulo, preferentemente de los morados -que correspondían justamente a las marabuntáceas-, luego arrojando familias enteras de estolas debajo de la mesa, con el objeto de crear la ilusión de que no quedaba tanto para ordenar, lo que –suponía- lo aliviaría. Lo que ignoraba el benefactor es que, en realidad, Mayo se encontraba muy contento en ese estado, tanto como en los otros.
No habían terminado con las estolas, cuando, previa ingesta de una taza de té y un merengue, Mayo repentinamente inmóvil, se concentró en la observación del firmamento.
Corvus no había vuelto a despertarse.
Glauco pensó que era el momento de retirarse para regresar al día siguiente. La Anfitriona, como siempre, estuvo de acuerdo. Habiendo regresado Corvus a la vigilia y Mayo a su té (el último), saludaron a la Anfitriona, que los vio perderse en el camino.

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