miércoles, 2 de mayo de 2007

NARCISO

Me sorprendió recibir su mail porque hacía mucho tiempo que no nos comunicábamos. Se había radicado en Berlín desde hacía cinco años. Al principio me escribía todas las semanas y le contestaba puntualmente. Después las comunicaciones se perdieron en el tiempo y el espacio.
Algunas veces lo recordaba. Para mí era Narciso porque era mi alter ego y porque además era esa su definición: nunca había conocido un tipo tan narcisista. Pero habíamos sido muy amigos, siempre nos habíamos querido a pesar de lo mucho que nos irritábamos mutuamente, él con sus tics femeninos, reprochándome siempre lo que yo no hacía o hacía mal, y yo con mis raptos explosivos, mi malhumor, mi llanto por todo.
Había sido mi compañía antes de haber conocido a Calio, a Berta, a Anka. Había sido único, no fungible. Después la presencia de esos tres lo alteró un poco y se fue alejando.
Pero antes habíamos estado muy cerca. Me decía cosas frívolas en medio de mis recurrentes oscuridades. Me hacía reír porque realmente era imposible esperar de él algún rasgo de madurez, un consejo, cosas que uno espera de un amigo en los momentos en que el agua turbia sube y sube. El no. El me decía alguna ocurrencia completamente divorciada del sentido común, alguna insensatez, pero inexplicablemente eso decantaba en una inmensa dosis de ternura que sabía proferir en cuanto yo necesitaba.
Pensaba (nunca se lo dije) que en realidad se trataba de una fórmula repelente del dolor porque era extremadamente sensible. De otra manera no había por qué protegerse de nada. Para mí entrar y salir de esos lugares era simple, tenía como un entrenamiento para las caídas abruptas. El no caía. Yo sospechaba que él no sabía entrar y salir, transitar. Debía ser demasiado doloroso su dolor, siempre allá en lo profundo de ese río oscuro.
Entonces jugábamos a cualquier cosa, peleábamos por todo, nos reíamos de todo. Yo lo castigaba por su excesiva femineidad y a él eso lo halagaba muchísimo. Era totalmente distinto que cualquier otro hombre, por lo tanto. Le gustaban las mujeres, tal vez también los hombres, nunca lo supe porque jugaba con eso y yo le seguía el juego, no había para mí ningún peligro porque, aunque amaba mi parte masculina, me gustaban sin duda los hombres. Lo que amaba de ellos era, justamente, que estaban del otro lado.
Narciso y yo habíamos sido dos mitades, sin nunca ningún contacto físico porque lo habíamos respetado así, por esos pactos que funcionan entre dos sin que exista explicación, por miedo a perder el uno al otro, o porque sí, porque el cuerpo era una cuestión menor, una vulgaridad, un ejercicio para otros. No sabía. En todo caso sí sabía que era así, ninguno hacía nada para pasar a otro estado.
Yo suponía que a él le hubiera encantado que yo fuera hombre. Pero después pude saber que no era así. Lo supe por un subterfugio en algo que dijo y ya no recuerdo. Lo vi en sus ojos porque se ponían húmedos cuando yo le decía ciertas cosas. Cuando conocí a Calio y vi el mismo detalle me sorprendí. Eran los dos únicos tipos que lloraban así, silenciosamente, con una lágrima mínima y oculta, cuando yo decía ciertas cosas.
Entonces en su mail me decía que venía a pasar unos meses a la Argentina, que lo fuera a esperar al aeropuerto. No me hizo mucha gracia, sobre todo porque llegaba a las tres de la mañana. Calio no quería ir. Berta trabajaba al día siguiente. Anka no lo soportaba más de tres minutos.
Estuve en el aeropuerto a la hora señalada, a desgano, tal vez porque no sabía con qué me iba a encontrar. No sabía si sería como antes.
Esperaba. Faltaban quince minutos. No era casual que viniera por aire. Narciso era un tipo del aire. Entendí su incompatibilidad con los otros tres. Entendí que se hubiera alejado con la elegancia que podía esperarse de él.
Vi su pelo desde lejos. Vi su campera azul, era él, se reía ancho con sus dientes todos y fue hermoso verlo de nuevo.
Nos abrazamos unos minutos y estaba excesivamente perfumado, como antes pero había cambiado de marca. Me apretó muy fuerte y me dijo: -Hija de puta, cómo te extrañé.
Yo también lo había extrañado. Se lo dije y me contestó que sería por eso que le escribía tanto. Ahí estaba: Narciso otra vez. Me contó un par de cosas y ya estábamos peleando como antes.
Sin embargo no era igual. Era el aire que él traía. O se había edificado algo entre los dos, una arquitectura leve y callada que nos ponía en lugares separados. Agua y aire.
Era extraño. Había llorado tanto por el momento en que lo perdiera, y ahora estaba ahí con la evidencia completa de que lo había perdido y era como si nada, como si fuera natural, como la caída del cabello, como las fases de la luna.
Para él debía ser lo mismo. Dije una de esas cosas que lo harían húmedo. Nada. No había caso. Nos habíamos perdido. Estaba la risa, sí. Era gracioso, lo que contribuía a saber que nos habíamos perdido. Era objetivamente gracioso, no como antes, cuando decía cosas que a todos parecían estúpidas y a mí, sólo a mí, me hacían reír tanto.
El me hablaba del viaje, de la comida del avión que era horrible. Fuimos hasta un bar. Como siempre, eligió una ubicación en que la luz le fuera favorable para que no se notara cuánto pelo menos tenía. Antes eso era encantador. Ahora previsible.
Salimos del bar, caminábamos hasta mi casa. Veía los puentes, las declaraciones de amor eterno. Seba te necesito para vivir. Vane te amo por siempre. Dónde van esos refugios, esos enclaves de amores eternos, de dichas sin límite, las palabras entre dos, el agua, la sangre en las venas, los atajos al tiempo, las uvas compartidas? Dónde estaría Vane, dónde Seba? La pintura tardaría más en borrarse que las sensaciones habidas entre todos esos pares, incluidos Narciso y yo. Pensaba mucho en eso: en la subsistencia de los objetos por sobre las personas. En mi trabajo había una silla, habíamos pasado varias generaciones de empleados, la silla seguía ahí.
Había un cartel donde una multinacional ofrecía bomba de chocolate con helado de crema a domicilio. La felicidad al alcance de la mano y mejor: para disfrutarla solo. Recordé una encuesta que se había hecho en Canadá. La pregunta era qué elegiría si tuviera que prescindir definitivamente de una cosa: el chocolate o el sexo. La mayoría prescindiría del sexo, decía la encuesta.
Probablemente no les faltaba razón a los encuestados. El deseo podría ser una sensación provocada por un estímulo químico, endorfinas o algo así, por ende suministrable por una barra de chocolate. Mejor aún: por una píldora. Llegaría el momento de la historia en que nos administraríamos el deseo con dosis calculadas bajo prescripción médica. La cultura era capaz de eso, de suplir el sexo por un chocolate. De bajas calorías, óptimo.
Traté de pensar que esos lugares que transitamos alguna vez pensando que serían eternos estaban en algún lugar, la energía se transforma. Dónde estaban? Una amiga me contaba que no entendía dónde iban los teléfonos celulares, las PC, todo lo que el consumo deroga cotidianamente. Dónde iba todo eso? A China, dice Ambito Financiero. Respuestas concretas de periodistas pragmáticos.
Por mi parte, opté por pensar en que estaban en el aire. El aire que me había traído a Narciso, el aire que también me lo había llevado. Sin dolor, sin estridencias. A cambio de bombas de chocolate con helado de crema.

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