miércoles, 23 de mayo de 2007

LA ESTRATEGIA III- EL OJO DEL HALCON

El sábado quería ir a ver una película francesa pero no pude. Berta me llamó para que estuviera en su casa a la tarde.
Pasé por lo de Anka y fuimos.
Tomamos el té y después llegó Calio.
Berta no quería seguir trabajando en la perfumería porque el dueño acosaba a las empleadas. Decía que no le importaba, pero estaba triste y lloraba. Yo hubiera querido que se enojara, que peleara como lo hacía con Manuel. Pero no. Hacía dibujos en un papel y lloraba silenciosa.
Calio la contactó con un abogado. Además tenía un plan o algo así, no sabíamos de qué se trataba pero a mí me tocó vestirme de felina y hacerle creer al encargado de seguridad que no encontraba a mi hermano, que tenía problemas con el alcohol. Tenía que hablarle y convencerlo hasta que apareciera mi supuesto hermano y el guardia lo dejara entrar al shopping.
No sabíamos cuál era la estrategia, pero Berta fue animándose. Cocinó, trajo un vestido, zapatos, un tapado, maquillaje, pestañas, todo para mi personaje, porque de mí dependía el éxito del plan. No sabía si iba a poder hacerlo. Pero lo intentaría por Berta. Además no había otra posibilidad: el tipo de la puerta la conocía bien y a Anka no le veíamos talante para matahari.
Me vestí. Los zapatos eran incómodos. Berta me maquilló y me prestó sus pestañas postizas.
-Fantástico –dijo Berta.
-Sí? –dudé.
-Claro. Tenés que caminar segura, como si estuvieras llevándote por delante tipos más bajos que vos, detestables y de poca monta.
Yo pensaba que a Berta le hubiera encantado ese rol, porque esa parte le saldría muy bien. Si ella pudiera pondría a todos los tipos del mundo en fila, una larguísima fila, y ella delante, con uniforme militar estrictamente negro y pelo engominado, les daría uno a uno una suculenta cucharada de estricnina. Me lo dijo una vez y le creí, a tal punto que durante un tiempo traté secretamente de indagar la dieta de Manuel, me preocupaba si incluía hamburguesas o símiles que permitieran la introducción solapada del áspid elemento en el organismo del tipo, que lo merecería, según ella, por la mera pertenencia a ese género obtuso.
Dejamos a Berta en el auto. Calio tenía una chaqueta que nunca antes le había visto, con un halcón prendido en el pecho, y la mochila de siempre. Tomaba licor, un licor de olor penetrante a mandarina.
Vi al tipo de la puerta desde lejos y recordé cómo tenía que caminar según Berta. Hice lo que pude. No trastabillé, lo que ya era suficiente para un digno aprobado en mi desempeño de la estrategia que todavía no sabíamos en qué consistía.
Le dije al tipo lo que Calio me indicó, exagerando un poco algunos clichés de seducción: le pedí fuego, le miraba la boca, me desabroché el tapado. Mis movimientos me parecían groseros. Hacía frío. Quería irme de una vez, estar en lo de Berta tomando un pinot noir.
El tipo no estaba convencido de la historia de mi hermano alcohólico y Calio no aparecía. Me puse muy nerviosa, lo que me hacía reír espasmódicamente por cualquier cosa que decía el tipo. Yo insistía con lo de mi hermano. Pasaron más de quince minutos y ya no sabía que inventar. No sé cómo le mencioné algo sobre la inseguridad en la ciudad y se entusiasmó un poco, seguimos hablando como dos vecinas que barren hojas. Desesperada, miré hacia la cabina donde estaba Anka y vi el humo de su cigarrillo.
Evidentemente Anka entendió, porque a los dos minutos, mientras ya estábamos con el tipo concordando en que acá hacía falta una mano dura, entró en escena Calio. Parecía borracho de verdad. Se paró delante de mí, me miraba con un ojo de halcón furioso y el otro estaba casi cerrado. Era un excelente actor. No decía nada. Yo esperaba que dijera su texto y nada.
Entonces improvisé: -Bueno, está todo bien, no pasó nada. Lavate la cara y nos vamos- dije a Calio. El tipo de la puerta nos miraba como si contamináramos el paisaje. Calio se balanceaba hacia la izquierda y su ojo me odiaba genuinamente.
-Por favor, lo dejaría pasar a lavar la cara? –pregunté al guardia.
-No creo que se pueda- dijo.
-Es que de otra manera no se le pasa. Puede ponerse violento, a veces es así –insistí.
El guardia miró a Calio con desconfianza. De su boca salía una nube débil con olor a mandarina. Lo dejó entrar.
Después de unos minutos Calio salió. Olvidó el detalle que habíamos hablado: tenía que salir con el pelo mojado.
Agradecí al tipo y fuimos hasta el auto. Cuando Berta nos vio me dijo: -Así no maneja.
Entonces supe que Calio no actuaba. Estaba completamente borracho.
Me senté con él en el asiento trasero. Se acostó, apoyando la cabeza sobre mis piernas, y se quedó dormido.
Llegamos a su departamento. Berta estacionó y Anka llamó un taxi. Les dije que yo me quedaba, que iba a acompañarlo para que no se durmiera en el ascensor, como había sucedido otras veces.
Subimos. Dormía con la cabeza en mi hombro y me pareció un niño.
Lo acompañé hasta su cama. Le saqué la chaqueta y la colgué prolijamente con el halcón hierático que me miraba como antes Calio. Busqué un vaso de agua y dos migrales. Lo desperté y le puse delante el vaso.
Entonces me apretó el cuello, mordiéndome la boca.
-No hagas eso-dije- Estás loco.
Me escuché decirlo y no entendía por qué. Sentía la presión de sus dedos en mi cuello, me dolía el labio, pero me estaba muriendo de ganas de ser devorada por esa boca, por un olor a mandarina que me llevaba a mi infancia, al beso de un primo en una siesta de invierno. De pegarme a su cuerpo y dibujar en la línea del omóplato debajo de la ropa un trayecto cítrico leve.
Después de todo, estaba demasiado borracho y al día siguiente no recordaría nada. Y estaba sucio, despeinado, indefenso, todo a la vez.
Era lógico sucumbir al despliegue del halcón, la demarcación de su territorio en mí, de su hambre-hombre. La garra en el cuello, sin decirlo pero vos de acá no te vas-entendiste-no-te-vas.
Pero recordé lo del umbral. Estaba segura: no quería volver a llover por un tipo. Menos por él que era mi sombra y también mi día más claro en la oscuridad del insomnio.
También el tipo del umbral se había plantado delante de mí todo él montaña enorme, y después se había evaporado. Se evaporaría Calio también. Y después del vapor viene la lluvia. Mucha lluvia.
Me soltó y tomó los migrales, uno detrás de otro, como un niño bueno.
-Cantame los árboles altos –dijo.
Yo no conocía esa canción. Para complacerlo, canté una de cuna muy meliflua, que hablaba de ángeles y otros asuntos medievales. Fui poniendo orden en su pelo hasta que se durmió, no por la canción sino por los efectos del licor.
Caminé hasta mi casa porque no había taxis y, como siempre, había olvidado el teléfono. Caminé entre dos hileras de árboles altos.

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