Los primeros tres días no noté la ausencia de Manuel porque había tomado a mi cargo sus clases, tuve que cambiar los horarios, lo que me exigía salir de la perfumería quince minutos antes con un permiso concedido a desgano por el dueño, ir al club, dar las clases, volver a mi casa a las once de la noche. No tenía tiempo para extrañarlo ni para ninguna cosa fuera de las necesidades vitales.
Pero el miércoles llamó. Era su cuarto día en Río y se lo escuchaba relajado y feliz. Le pregunté por su padre y me dijo que estaba bien, sin darme detalles, y que se quedaría unos días más porque tenía que resolver un par de cuestiones y después volvería. No me preguntó si lo extrañaba.
-Escribime –dije cuando nos despedimos.
-Pero si vuelvo en tres días –dijo.
-No importa, escribime igual –insistí.
No se lo dije pero lo extrañaba. O sería que estaba cansada con las clases y la perfumería; no era por las clases en sí, sino porque volver a ellas me permitía dimensionar una situación que me estaba escamoteando desde hacía tiempo.
El dueño de la perfumería era un tipo que debía hacerse los trajes a medida: tenía las piernas demasiado cortas y un abdomen que le vedaba la membresía en el círculo lacroix.
Al principio era amable con nosotras. Después algo cambió, supongo influyó el nacimiento de su primera nieta, y fue mutando a viejo desagradable, aunque inofensivo. Algo pesado, pero nada más. Pero el último tiempo, como ninguna de nosotras accedía a sus propuestas eróticas, por principio o porque el viejo era realmente viscoso, se había vuelto despótico, opresivo.
Los quince minutos diarios que me concedía para llegar a tiempo a las clases me costaban carísimo. Venía todos los días a controlarme. De paso me invitaba a un spa o al casino.
Yo inventaba excusas, hacía lo que podía, pero no lo aguantaba más.
El viernes a la noche llamó Manuel. Dijo que iba a quedarse unos días más. No me dio ninguna razón. Tampoco me escribió.
Me empezó a doler el estómago. Esa noche no podía dormir.
El sábado salí para la perfumería tratando de no pensar en Manuel ni en el viejo.
Como a las diez de la mañana vino el viejo. No decía nada. Me miraba mientras yo atendía. Estaba cada vez más nerviosa.
En un momento no pude contenerme más y le dije: -Disculpe, por qué no se va a la sucursal a romper las pelotas? ¿No ve que estoy trabajando?
El viejo viró al rojo y dijo cosas que no escuché del todo, pero iban desde maleducada hasta qué se cree.
Busqué mi bolso mientras el viejo seguía con la arenga y me fui.
A la tarde vinieron Narcisa y Anka. Después Calio, que me recomendó un abogado.
Además tenía una idea, según dijo. Yo no tenía ganas de contradecirlo y tampoco sabía qué haría esa noche dado que todo me iba mal. Entonces accedí a colaborar con las acciones secretas que él llamaba “el comando”.
Mi misión en el comando era transformar a Narcisa en una femme fatale, lo que no era sencillo porque sus atributos anatómicos no aportaban demasiado.
Pero lo conseguí con la ayuda de unos stiletto lindísimos que me había traído Denise de Italia y, por supuesto, las pestañas. Tuve que maquillarla y explicarle cómo moverse, cómo caminar. Le decía todo eso pensando en Esther, en sus gestos, en su pelo.
Era agradable estar en la cocina con ellos. Poco a poco Manuel y el viejo se disipaban como nubes.
Era agradable también poner a Narcisa mis pestañas, como una iniciación, un rito nuevo y tembloroso para ella. Había aceptado dócilmente mi superioridad en la materia, estaba inmóvil y silenciosa mientras yo operaba con las pestañas.
Pusimos un poco de goma espuma en zonas estratégicas. Calio repetía que no podía creer que las mujeres hiciéramos eso. Le recordé los corsés de las cortesanas, pasando por distintos artificios hasta llegar al photoshop.
-Puedo quedármelas después? –quiso saber Narcisa, refiriéndose a mis rellenos postizos.
-Por supuesto –dije-. Después de Manuel seré gay y dejaré el maquillaje.
En ese momento tuve la certeza de que no iba a volver a la perfumería. En la ciudad había muchas perfumerías y clientes aburridas de sus esposos adinerados prestas a preguntarme por el último dior. Y yo tenía mucho tiempo. Ningún apuro. Esto a la vez me permitía poner nervioso a Manuel. Doble placer. En orden inverso.
No iría nunca más y me quedaría con las pestañas como indemnización.
Pude saber eso porque ellos tres estaban conmigo, Narcisa dejándose pintar los labios, Anka fumando y Calio diseñando un extraño proyecto.
Pude pensar eso porque era hermoso estar con ellos en la cocina llena de tazas sucias, humo, restos de comida, botellas de agua y vino tinto de cepa dudosa y básicamente porque Anka me contaba por enésima vez detalles de La Sirena.
Por mi parte, no tenía ninguna expectativa en el abogado ni en la secreta estrategia de Calio. Pero iría esa noche al shopping simplemente porque eran ellos tres.
El lunes no fui a trabajar.
Sólo fui hasta el shopping, entré. Desde el local de los zapatos podía ver la perfumería. Había dos operarios con espátulas limpiando los vidrios, que Calio había decorado con pintura negra y letreros que decían: “hijo de puta” “hijo de una gran puta”, todo rodeado de elegantes tiras de papel higiénico.
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