sábado, 17 de febrero de 2007

LA INTEMPERIE

El agua avanzaba y había anegado la popa. Era la tercera noche y todavía no se encontraba una solución para la avería.
Los tripulantes se hacinaban en un espacio mínimo en la proa. Seguían vestidos como para la fiesta de la primera noche porque el equipaje había sido devastado por el agua. Hacía frío y olían mal.
El mayor problema era la falta de víveres. La mujer de las perlas y la mujer cara de gallina administraban las raciones y las repartían en intervalos regulares cada vez más prolongados.
Los interregnos silenciosos coincidían con los lapsos de abstinencia; cuando la mujer cara de gallina repartió, ceremoniosa, las empanadas de atún, los tripulantes las recibieron con una algarabía que redundó en un repertorio de temas diversos, como la reedición del Simulcop. Emocionado, el hombre del Rolex confesó que, aunque a las mujeres les había dicho que su nombre era Javier, se llamaba Rubén.
Después de los magros refrigerios, se volvía al silencio.
El señor cheseline, que la primera noche se había acercado a la mujer de la estola atraído por esas plumas rojas, ahora la miraba con aprensión: la mujer se entretenía acariciándolas y estaban engrasadas y deslucidas.
La mujer de las uñas destacaba las bondades de las pastillas de propóleo.
La mujer de los labios carmesíes revisaba nerviosamente su cartera y se retocaba cada hora el maquillaje. Calculaba que quedaba muy poco del lápiz labial y sería más angustioso cuando debiera mostrarse a la luz del día sin el auxilio cosmético.
El hombre del chaleco a rayas, que había sido el más glamoroso de los pasajeros, no conseguía, a pesar de conmovedores esfuerzos, mantenerlo presentable.
La mujer de los ojos miraba a lo lejos las luces del puerto de Napoli. Hacía horas que no decía nada.
Cuando pasaron los arrolladitos de pollo, el hombre del Rolex contó con detalles un método para hacer saltar la banca.
-Pero tenés que pasarle la aspiradora todos los días –dijo la mujer cara de gallina.
-Sí, pero no hay como el terciopelo –contestó la del tapado de piel.
Pasaron dos días más. Aunque hacía menos frío, ya nadie hablaba. No había más agua, sino unas botellas de piña colada, lo que no había contribuido a mejorar el humor de los náufragos; todo lo contrario: sumada al ayuno, causaba un efecto vomitivo imposible de disimular, excepto para el hombre del chaleco a rayas, que se tapaba delicadamente la boca, emitía unos eructos sucesivos y discretos, y todo terminaba ahí.
Cuando cesaron los espasmos del vómito, la mujer de las perlas comentó que quedaba el último canapé: sólo uno. El hombre del Rolex propuso un sorteo; como no había papel donde escribir un número, todos estuvieron de acuerdo en que cheseline elegiría uno, bajo juramento. Cara de gallina, a su turno, preguntó si era par o impar.
-Objeción -dijo tapado de piel mostrándose cultora de las películas de abogados.
El señor cheseline, muy a gusto en su rol de escribano, señaló al siguiente participante, que era Rolex, quien tampoco tuvo suerte.
Hasta que la mujer de las uñas dijo catorce; cheseline, con breve solemnidad, la nombró adjudicataria del canapé.
La mujer de las uñas caminó hasta el canapé, que habían instalado en el centro de una fuente de plata. Lo miró durante unos segundos. Después empezó a llorar; emitía unos gemidos muy agudos, maullaba a veces y otras reía en una carcajada siniestra. La concurrencia no entendía: tal vez era la emoción del premio.
Gallina la llevó del brazo, apartándola de los tripulantes. Cheseline quedó de pie junto al canapé, sin saber qué hacer. Gallina volvió y comunicó al auditorio confuso que la favorecida pedía recibir el premio a solas, puesto que sus uñas no estaban en condiciones.
-Son esculpidas –dijo tapado de piel en voz baja.
Cheseline tomó con delicadeza la fuente y se perdió en la oscuridad en la que uñas seguía llorando.
Esa medianoche hubo silencio y luna en cuarto creciente.
-Sigue igual, ahora está con el tema de la serotonina –dijo cara de gallina, encarnando la única voz que se escuchaba. La mujer de los labios carmesíes ya no lo era. La mujer de los ojos seguía mirando el puerto.
Pasadas las tres de la tarde del cuarto día apareció un helicóptero. El desempeño de Rolex fue muy destacado.
Ya en el puerto contabilizaron las últimas pérdidas: la estola de plumas y el teléfono de Rolex. Aunque al teléfono nadie lo había visto nunca. Cuando la mujer de los ojos y yo nos despedimos, ninguno de los dos preguntó el número de teléfono. Las comunicaciones están cada vez más complicadas.

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