jueves, 22 de marzo de 2007

COCOON

Fui a nadar tempranísimo, segura de que a esa hora no encontraría a Berta. Los últimos días ella había estado irritable y distante. Prefería ir sola durante un tiempo.
El verano había pasado. Había que nadar en la piscina cubierta; entonces, cuando nadaba espalda, en lugar del cielo, veía el techo gris.
Me desvestí en el vestuario increíblemente limpio.
Sentada al lado del agua calcé las antiparras. Presionaban mis párpados de tal manera que supuse que eso cambiaría mi visión del mundo. Tal vez no me faltaba razón.
El agua estaba algo turbia y demasiado tibia; al final, en lugar de las tes límpidas del verano, unas cruces negras en la pared descascarada.
Extrañé el abrazo frío del agua de la otra piscina, su impacto breve en la piel, el reposo confortable unos segundos, deslizar los brazos hacia delante, unirlos en una ofrenda a un dios pagano en aquel frío, estirarlos como unas flechas amables, las piernas acompañando el movimiento, la cabeza sumergida una y otra vez, la visión alternativa de ambos mundos. La certeza de querer permanecer en el de agua.
Me preguntaba si era tanta la diferencia entre una y otra piscina o si, por lo contrario, lo que había cambiado era mi percepción. Los cuerpos de los nadadores eran distintos también. Cuerpos mal colocados en el movimiento, cuerpos más viejos. Una señora al lado de la escalera haciendo una especie de bicicleta acuática. Las piernas de las mujeres envejecen de una manera indigna.
En ese momento apareció Waterboy. ¿Qué hacía a esa hora?
Eligió el andarivel que yo no quería compartir con nadie.
Después del ritual del vestuario, fui al bar del club. No había nadie.
Estaba sola en el bar desierto y era tan refrescante como el agua que extrañaba.
Abrí el diario. Una marcha de defensa de los consumidores. ¿De los consumidores de qué?
Pero todo es tan efímero. A los cinco minutos un grupo ocupó la mesa contigua a mis espaldas.
Hablaban. Hablaban todo el tiempo.
Después Waterboy, solo en otra mesa.
Los de la mesa de atrás seguían hablando. No los veía. Sí a Waterboy, que me miraba pidiendo auxilio mientras los decibeles subían.
Desde su mesa me preguntó si había visto unas antiparras verdes.
Era un tipo ubicado, al fin y al cabo, y había tanto ruido que no dudé en mudarme a su mesa.
Entonces pude ver a los ululantes: eran seis personas, todos sexagenarios. Todos con el pelo mojado y vestidos con batas. Batas rayadas, batas lisas. Batas.
Miré a Waterboy esperando la confirmación de que era real y no se trataba de un efecto colateral de la ingestión de sulfato de cobre. Me devolvió el gesto y supe que eran seis viejos en bata. Delicioso.
Entonces uno puede estar en un páramo, solo, en el lugar de sí más solo, pero cuando sale al mundo, éste, agradecido y cortés como un profesor jirafales, retribuye con lo mejor de sí: belleza en estado puro. Película en vivo. Hoy presentamos: Cocoon.
Dije a Waterboy: -“Cocoon”- y no pudo contenerse.
Los cocoones hablaban del calentamiento global y yo pensaba que era el mejor concilio de extraterrestres que había visto. Estaba acostumbrada a las malas películas en las que los interplanetarios eran de gelatina verde o gris plomo. Estos, en cambio, constituían la verdadera vanguardia del espacio.
No decía estas cosas porque temía que Waterboy sospechara de mi cordura. Creo que dudaba, pero yo trataba de no darle motivos.
Aparentemente los cocoones recibieron instrucciones de sus mandos naturales, residentes sin duda en alguna galaxia remota. Se levantaron todos al mismo tiempo y salieron del bar, dejando un pequeño cementerio de botellas de agua tónica.
Waterboy y yo debíamos resolver de qué hablar.
Buscó la última página del diario y preguntó: -Y vos, ¿de qué signo sos?

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