Llegué a mi casa después de un día sofocante. El director de tesis seguía sin aparecer y quedaban sólo tres días para el de la fecha en que tenía que presentar el proyecto.
En el piso, cerca de la puerta, había una tarjeta en la que se invitaba a Juan al cumpleaños de Blas.
Recordé que Blas no me conocía por mi nom de guerre sino por el de mi pasaporte. Había elegido eso porque para un niño de seis años Juan es más digerible que Calio. También lo era para sus padres que parecían sumamente flanders.
Fui hasta la juguetería que tenía un cartel con un pez rojo enorme: se llamaba El Gran Pez. Supuse que el hombre que me atendió era amante de Burton y no me molestó pedirle un submarino. El lo encontró inmediatamente y yo confirmé mi sospecha, porque no me dio uno verde militar, no los había de ese color. Me dio uno amarillo.
El regalo esperó unos días sobre mi heladera escuálida hasta que me llevó uno cualquiera hasta el 5 C, donde vivía Blas.
Abrió la puerta su padre y nos sonrió, a mí y a mi submarino. Entré.
Expliqué a Blas lo mejor que pude, es decir, en lenguaje naval, que tenía que estar en alta mar para esa fecha.
No quise que supiera que, por amigos que fuéramos, y lo éramos, no estaba dispuesto a pasar tres horas en uno de esos espacios cerrados que los adultos urden para que los niños aúllen, transpiren y devoren dulces, mientras insípidos animadores interpretan los hits infantiles, compuestos por tontos que suponen que los niños, dado su corta estatura, son también tontos. No, no estaba dispuesto. No lo haría siquiera por Blas, mi compañero de batalla naval. Más fuerte que un avión. Blas, héroe de mis noches náuticas entre tanta mujer yéndose al limbo acuático o terrestre por lo que sea, donde sea. Todas se iban alguna vez. Hasta Anka algún día se iría también, se perdería en su Wonderland privado tan tortuoso y tan dulce para ella.
Blas no dijo nada. Sólo gracias, qué buen submarino. El padre miraba al submarino como con ganas de tener uno. Me ofreció algo para tomar y acepté.
Entonces estábamos mi vecino y yo tomando cerveza, que acepté sólo por cortesía porque en realidad no me gustaba, tal vez la espuma. Me molestaba la cerveza.
Blas jugaba con el submarino como si fuera una vaca, lo miraba fijamente como si tuviera ojos, a cinco centímetros, y mugía a lo que sería la cara de la vaca-submarino.
La madre de Blas trajo aceitunas.
En la biblioteca había películas. Pude ver que al padre, tal vez a la madre, probablemente a los dos, les gustaba Wes Anderson. Una vez más me detesté por prejuicioso, me sentí un rambo intelectualoso, desubicado y lleno de prejuicios. No importó. Ya conocía esa sensación.
-Le gustó el tiburón jaguar? –dije sabiendo la respuesta.
El padre sonrió.
-Sigo esperando al tiburón jaguar –dijo.
Empezamos a nadar.
La cerveza me gustaba un poco más. Y Blas escupía carozos a dos metros del cenicero, sin conseguir que llegaran hasta ese sitio. Cada carozo iba a dar al piso y Blas gritaba “agua”. La madre traía más aceitunas sin preocuparse por los carozos.
Pensé que los flanders no lo eran tanto y que tal vez la vida familiar guardaba secretos desconocidos por mí.
De Anderson llegamos hasta Fesser. No sé cómo fue la excursión, pero era agradable estar ahí, con la luz de la lámpara, los carozos, Blas y el submarino olvidado en un sofá.
Tenía que volver a mi casa, llamar al director. Como no quería una familia, tampoco quería teléfono celular. Todo era lo mismo: se exhibía en catálogos, se adquiría para consumo.
Debía empezar a tener esas cosas? Todo el mundo tenía una familia, cumpleaños infantiles, teléfonos celulares, zapatos de diseño. Yo, nada de eso, me obstinaba en las patas de rana, en la batalla naval con Blas, en mis amigas intocables.
Debía concordar con Manuel, con Waterboy, con mi vecino y con los zapatos? Dejaría así de doler todo en esos momentos en que todo dolía?
Acordé con Blas una partida para el día siguiente. Le dije que mi incursión marina iba a ser efímera.
En esa promesa a mi amigo buscaba prometérmelo también a mí: que iba a nadar sólo durante un tiempo más. Después tal vez dejaría que mis submarinos vuelvan al mar y anclaría un tiempo, viviría tranquilo con zapatos.
Viviría tranquilo con zapatos. Esa era otra promesa, pero no era posible. Era más factible pensar que algún día encontraría al tiburón jaguar.
En el piso, cerca de la puerta, había una tarjeta en la que se invitaba a Juan al cumpleaños de Blas.
Recordé que Blas no me conocía por mi nom de guerre sino por el de mi pasaporte. Había elegido eso porque para un niño de seis años Juan es más digerible que Calio. También lo era para sus padres que parecían sumamente flanders.
Fui hasta la juguetería que tenía un cartel con un pez rojo enorme: se llamaba El Gran Pez. Supuse que el hombre que me atendió era amante de Burton y no me molestó pedirle un submarino. El lo encontró inmediatamente y yo confirmé mi sospecha, porque no me dio uno verde militar, no los había de ese color. Me dio uno amarillo.
El regalo esperó unos días sobre mi heladera escuálida hasta que me llevó uno cualquiera hasta el 5 C, donde vivía Blas.
Abrió la puerta su padre y nos sonrió, a mí y a mi submarino. Entré.
Expliqué a Blas lo mejor que pude, es decir, en lenguaje naval, que tenía que estar en alta mar para esa fecha.
No quise que supiera que, por amigos que fuéramos, y lo éramos, no estaba dispuesto a pasar tres horas en uno de esos espacios cerrados que los adultos urden para que los niños aúllen, transpiren y devoren dulces, mientras insípidos animadores interpretan los hits infantiles, compuestos por tontos que suponen que los niños, dado su corta estatura, son también tontos. No, no estaba dispuesto. No lo haría siquiera por Blas, mi compañero de batalla naval. Más fuerte que un avión. Blas, héroe de mis noches náuticas entre tanta mujer yéndose al limbo acuático o terrestre por lo que sea, donde sea. Todas se iban alguna vez. Hasta Anka algún día se iría también, se perdería en su Wonderland privado tan tortuoso y tan dulce para ella.
Blas no dijo nada. Sólo gracias, qué buen submarino. El padre miraba al submarino como con ganas de tener uno. Me ofreció algo para tomar y acepté.
Entonces estábamos mi vecino y yo tomando cerveza, que acepté sólo por cortesía porque en realidad no me gustaba, tal vez la espuma. Me molestaba la cerveza.
Blas jugaba con el submarino como si fuera una vaca, lo miraba fijamente como si tuviera ojos, a cinco centímetros, y mugía a lo que sería la cara de la vaca-submarino.
La madre de Blas trajo aceitunas.
En la biblioteca había películas. Pude ver que al padre, tal vez a la madre, probablemente a los dos, les gustaba Wes Anderson. Una vez más me detesté por prejuicioso, me sentí un rambo intelectualoso, desubicado y lleno de prejuicios. No importó. Ya conocía esa sensación.
-Le gustó el tiburón jaguar? –dije sabiendo la respuesta.
El padre sonrió.
-Sigo esperando al tiburón jaguar –dijo.
Empezamos a nadar.
La cerveza me gustaba un poco más. Y Blas escupía carozos a dos metros del cenicero, sin conseguir que llegaran hasta ese sitio. Cada carozo iba a dar al piso y Blas gritaba “agua”. La madre traía más aceitunas sin preocuparse por los carozos.
Pensé que los flanders no lo eran tanto y que tal vez la vida familiar guardaba secretos desconocidos por mí.
De Anderson llegamos hasta Fesser. No sé cómo fue la excursión, pero era agradable estar ahí, con la luz de la lámpara, los carozos, Blas y el submarino olvidado en un sofá.
Tenía que volver a mi casa, llamar al director. Como no quería una familia, tampoco quería teléfono celular. Todo era lo mismo: se exhibía en catálogos, se adquiría para consumo.
Debía empezar a tener esas cosas? Todo el mundo tenía una familia, cumpleaños infantiles, teléfonos celulares, zapatos de diseño. Yo, nada de eso, me obstinaba en las patas de rana, en la batalla naval con Blas, en mis amigas intocables.
Debía concordar con Manuel, con Waterboy, con mi vecino y con los zapatos? Dejaría así de doler todo en esos momentos en que todo dolía?
Acordé con Blas una partida para el día siguiente. Le dije que mi incursión marina iba a ser efímera.
En esa promesa a mi amigo buscaba prometérmelo también a mí: que iba a nadar sólo durante un tiempo más. Después tal vez dejaría que mis submarinos vuelvan al mar y anclaría un tiempo, viviría tranquilo con zapatos.
Viviría tranquilo con zapatos. Esa era otra promesa, pero no era posible. Era más factible pensar que algún día encontraría al tiburón jaguar.
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