Por descuido o por despecho, los dendritores trasuntan períodos en los que sólo intercambian adustas fotos color sepia. Alumbrados por fluorescentes, ceñudos, concentrados, visten atuendos austeros. Sólo se oye un tic tac constante.
Seguros en sus zapatos, olvidan que existen razones elementales que harán que, tarde o temprano, el globo ocular de alguno desoiga las órdenes centrales y gire en la órbita respectiva. En ese punto suenan extraños instrumentos de viento, sordinas disfónicas, e improvisan ruidosos ditirambos.
Los dendritores parecen no cansarse de ese rito baladí. Tampoco tienen reparos en frases grandilocuentes.
Hasta que irrumpen los guardianes. Cada uno se encarga de un dendritor, engrillándolo con algún razonamiento sensato. Y así se despiden, cada uno con su guardián asignado, y los ojos se les derraman como relojes surrealistas o simples huevos fritos.
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